domingo, 15 de diciembre de 2013

Domingo, 15 de diciembre de 2013

"Estás empanada", "estás dormida"... Son cosas que suelen decirme a menudo. Oh, vaya, me digo, ¿será cierto? Entonces practico la introspección, pienso en qué estaba pensando, en qué he podido hacer para dar esa impresión, y descubro que no tengo sueño pero sí muchos sueños. Y seguramente no tenga sueño porque me haya tomado un café para poder enfrentar el día, porque anoche me durmiera tarde tratando de hilar mi vida. Cuando yo miro a un punto fijo no estoy empanada, ni dormida, estoy mirando recuerdos, como si ese punto lo fuera todo para mí. Sin embargo, el punto no se puede poseer, el punto te vuelve ausente, y lo peor de todo es: nadie puede ver ese punto. ¿Existe, acaso, ese punto? ¿Existe el mundo? Yo sé que mi mundo no es igual al resto de los mundos. Pero creo que no existe el mundo. A veces me digo cosas como "¿por qué no puedo sentirme yo como el resto del mundo? ¿por qué no puedo ser como el resto del mundo...?" Y me doy cuenta al instante de que yo no estoy en la cabeza de las personas, por mucho que ésta se les salga por los ojos. Entonces me replanteo mis preguntas y resultan algo así: ¿cómo se sentirán el resto de las personas? ¿podría comprenderme alguien a mí? ¿podría ese alguien sentirme algo más de un segundo pasajero? Quizás pueda llegar hasta el fondo de algún hueso. ¿Qué pasaría si algún día encontrara a alguien como yo? Probablemente nos llevaríamos muy mal. Seríamos felices, sí, comentando nuestros problemas mentales, porque sabríamos con certeza que realmente nos comprendemos, y la pena compartida sigue siendo pena pero es una pena divertida, podría incluso hacer ¡plof! y desaparecer. Pero nos pasaríamos las tardes y las noches envueltas en una manta con nuestros gatos, y nuestro chocolate, y nuestro agua, y ninguna haría un esfuerzo porque la otra hiciera algo diferente, y nos caeríamos muy mal porque querríamos estar en los mismos sitios y eso, si yo quiero estar ahí qué derecho tienes tú que te hace estar ahí sin que yo esté. Nos pegaríamos mucho, nuestras peleas serían insoportables y acabaríamos llorando y nos haríamos mucho daño, y luego de gritarnos "¡Estás loca!" volveríamos a nuestras mantas como si nada hubiera pasado y nos entretendríamos con alguna cosa. Y os preguntaréis: ¿cuál es la conclusión de todo esto? Pues ninguna. Lamento haberos hecho perder vuestro valioso tiempo, personas que esperan que todo tenga algún sentido, pues la respuesta a todo es nada y la respuesta a nada es: que te den.
Queridos reyes magos: quiero un vibrador.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Unas lucecitas, eso es todo

Estoy en el tren. Es de noche y contemplo las anaranjadas farolas en las calles que se ven tras el cristal. Pienso en la Navidad, ¿será éste el encanto de la Navidad? La belleza de las luces anaranjadas en las noches frías, en los días pálidos y fríos. De repente desenfoco las luces y veo que alguien me mira desde el cristal. Soy yo. Me muevo para comprobarlo, pues resulta inquietante. Los labios sonríen ligeramente en una especie de sopor. Los ojos tienen ojeras… definitivamente soy yo, esta cara de demente soy yo. Los ojos cansados sobre las ojeras luchan por encajar con esa vaga sonrisa, intento abrirlos un poco más, pero no se mueven, a pesar de que yo noto cómo se expanden. El pelo cae oscuro a ambos lados de la cara, la protegen, pero no la cubren. Ya no puedo ver las luces, se han ido, ya solo puedo verme a mí sobre algo negro y me invade una sensación de pánico al pensar que no voy a poder escapar de esta imagen mía. Y quiero volver a ver las luces, quiero ver las luces, el exterior en mí y no a mí en el exterior.
No puedo soportarlo más y me bajo en la siguiente parada, no sin cierta torpeza. El frío me abofetea la cara y mis manos vuelven a estar muertas, pero me siento mejor. Camino, sintiendo mis pies sobre el suelo, y miro a un hombre viejo que a su vez me mira, y me siento tan identificada con él que quiero decirle: “yo también lo sé”. No sé dónde estoy pero siento que las calles me son familiares y a la vez que no he estado allí en mi vida. Porque se supone que tengo una vida. La Navidad ha vuelto sin sus luces. Un gato pasa junto a mí pero no me molesto en acercarme porque sé que huiría sin pensarlo. También yo huiría de mí, pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Es que alguien puede estar inadaptado hasta tal punto…?

domingo, 1 de diciembre de 2013

Noexistir

Y vomitar amaneceres
como si no hubiera cerveza suficiente
con que ahogar nuestro silencio
no es tan mala idea
cuando no se tiene
nada que decir.
Y suplicar vacíos
en hondos agujeros
también tiene sentido
si nos damos cuenta de que
por mucho que ladremos rebeldía
siempre habrá en nuestro tejado
un gato que lo mire todo
de la forma más impasible,
como si las amapolas fueran rojas.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Un lugar llamado inmundo

Los cabellos grises del hombre saludaban al viento. Se dieron la mano, y el abrigo rojo de ella cantaba y bailaba sobre el resto del mundo. El resto del mundo era una maceta donde nada había plantado. Las cigüeñas seguían allí, bajo el pálido sol de una mañana amedrentada de noviembre. No había niños en la plaza, cómo iba a haberlos: era domingo. Los domingos se bajan todas las persianas y se limpian todas las cortinas o se queman. Ya había gente entrando al estúpido centro comercial, aunque probablemente no comprarían nada ni se preguntarían el porqué de sus acciones. Oh, por un lado un muchacho piensa cuándo será la próxima vez que le toca drogarse para olvidarse de todo y por otro una muchacha espera sentada en el parque, o bien a que termine su dudosa existencia o a que de un momento a otro surja purpurina de las hojas de los árboles frondosos. Sentada sobre un tronco seco se pregunta sobre el sexo de las mariquitas. Tirado en la cama escucha música a todo volumen y le encanta. Y mientras una nube, quizás una niebla de hambre se extiende por todos los rincones del planeta pero el hambre no sabe exactamente lo que quiere. Y los que tienen sed se conforman con saciar su hambre mirando esa nube sospechosa. ¿Y dónde está el agua? Se entretiene cobijando los cuerpos desnudos de las muchachas bonitas de largas y cortas cabelleras. Está muy ocupada y por eso no puede atender a los sedientos. ¿Y dónde está el miedo? En todas partes, secuestrando a la libertad, dejándola morir de hambre, dejando desamparados a los hombres de esta tierra verde radiactiva.
Allá en el monte, muy alto, una pareja de ancianos campesinos enciende la televisión, el telediario de las dos dice: “…un hombre muy tonto ha creído que sería capaz de atracar un banco pero gracias a Dios no ha habido víctimas y las gentes han podido estar en casa para la hora de comer es decir para ver el telediario que está usted viendo. Que tengan una buena tarde. Ya es Noviembre. Y ahora: el tiempo. Hace frío.”

jueves, 21 de noviembre de 2013

Yo abandono

Me habló con sus patéticos labios manchados del carmín más rojo.
-Yo soy la más defensora de los animales, los protejo del frío en nombre de la ciencia, los cuido y los acuno si por la noche no pueden dormir por las mutaciones, y aunque sean moscas las preparo su papilla nutritiva y controlo sus vidas para que sean perfectas pues soy la más defensora de los animales. Yo tengo el poder, yo creo el saber, estas moscas son mías, no las toques, son necesarias para el Gran Avance. Soy toda bondad, canto canciones a los animales y me pongo contenta de tanto que los quiero. La la la. No estés en contra de la ciencia. Ven a bailar, la ciencia soy yo…
-Jamás tocaré tus manos grasientas, tú no eres la ciencia, no puedes serlo, prefiero la sangre de mil monstruos hambrientos. No me importa la vida de esas moscas, aunque quisiera besar a esos ratones tan blancos. El destino de estas moscas extrañas está en tus manos y el destino de la humanidad también. Si mueren unas muere la otra y no lo puedo permitir. Debes morir, tú y todo tu séquito terminaréis arrastrados por el barro de esa ciencia y las huellas que habréis dejado por el mundo terminarán por pisaros las orejas. Y entonces comprenderéis los límites, los conoceréis tanto pero ya será demasiado tarde para vosotros y vosotras que lo dais todo por un pintalabios desgastado…

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Os ofrezco un par de escombros.

De creencias está hecho el hombre
No creáis que por estar triste
no puedo sonreír
ni reírme de las cosas
que hacen gracia,
no creáis que no puedo llevar
una vida normal
aunque esté triste
y mi mente sea un pozo
de la miseria más absoluta.
No creáis, por un instante,
que no estoy triste
porque yo soy la tristeza
porque yo soy la hija
de la tristeza,
la nieta, la sobrina, nadie
de la miseria,
esa que se arrastra hacia la vida
aferrando con las uñas
la risa y cosas así
que te salvan de la muerte.

Por qué no te esfumas
Por qué no te esfumas
con el humo del cigarro
de mi padre en el salón
por qué no te esfumas
entre tus palabras acuosas
por qué no te esfumas
entre el pelo de mi gato
por qué no te esfumas
de ti
por qué no te esfumas.
Estoy tan sola que no necesito
                           tu ausencia.
Hay tanta soledad en mí
que no me haces falta
pero hace tanta soledad
que
         las
                palabras
                                se
                                      suicidan.

domingo, 17 de noviembre de 2013

La lluvia de noviembre

Oh, sí, naturaleza, mójame
pues no soy de nadie más que tuya
y de este suelo mojado de hojas secas.
Ojalá pudiera acariciar la tierra
bajo los escombros
de esta ruin ciudad
y decirte al oído que estoy loca
y que nadie, nadie
me va a poder arreglar.
Pero alguien ha tenido que abandonar
su banco empapado de cartones… 
Shhhh...

lunes, 4 de noviembre de 2013

Todo predispuesto para nuestra venIDA

Pasó un señor en una bicicleta. Tenía que ir hacia lo verde, me llamaba. Tenía que tumbarme en eso que parecía blandito. Tenía que leer. El sol se posó un momento sobre mi cara, el sol se posó un momento sobre las ramas rotas en el suelo cubiertas de oro. Tenía que perderme en el laberinto. Pasaron unos perros dueños de una mujer, la hierba crecía verdísima hacia arriba siempre. Tenía que oírse el grito del elefante prisionero que levanta el pie. Me senté en un árbol, bajo un árbol, los árboles torcidos no se enderezaron. Solo había un color, solo uno, y se veía tan claro que daba claridad a lo demás. Sin luz, era clarísimo. Con niebla, dulcísimo. Los pájaros comían muy libres de hojas que no les habían sido ofrecidas. Yo, bajo el árbol, sus trinos perdiéndose en el tumulto verde y bello; las presencias de ellos desfilando invisibles junto al camino. El bolígrafo que escribe señores perdidos que aparecen de repente y siguen siendo nadie aunque tú los hayas visto. El sol que quería hacerse un hueco en el paisaje puesto en su lugar. Tenía que continuar, hasta las escaleras, un poco más. Huir de las rejas. Saber que al otro lado hay una carretera que no lleva adonde quiero. Las ramas como engaños, los engaños como algo cómico que te pones cómicamente cada mañana del día cero del año cero. Pasó un pensamiento, pasaron dos, pasaron nubes negras, se quedaron, todos, amenazaban bellotas en troncos negros de podridos. Sus pies contra el suelo, y los míos contra el suelo pero alejándose de ellos. Y los suyos rozándolo levemente, los míos estrellados contra él. Y el sonido del tren. Y todos mirando y nadie viendo.  

martes, 29 de octubre de 2013

Todo solo todo


No quiero que el sol me muerda otra vez, ahora que he dejado tendidas algunas cosas que no espero que se sequen, pero así sé dónde están, no quiero que molesten. Hoy bailé desnuda sobre una inmensidad inaceptable, comparé mis senos con el polen de las flores y me peiné el pelo con unas ramas de las que se enredan en los dedos amarillos. No quiero que el sol me ladre otra vez, que ya bastante daño hacen los andares ausentes sobre los andenes, las escaleras que no saben si suben o si bajan ni a quién. Quiero que sople esa melodía en mi oído una y otra vez, nana na nanana na, la he odiado tantas veces como a aquel piano que agonizaba entre sus dedos mientras su alma florecía bajo mis ojos de escarcha. Y sin embargo todo lo que nace muere y aquí estamos, quejándonos de que nos piquen las abejas y se mueran, creyendo que la lluvia que cae vuelve a caer, pero no, las gotas nunca son las mismas nunca. Todo lo que necesitamos no existe, todo lo que existe no lo necesitamos, por eso me permito escupirme y contemplar mis entrañas en el asfalto al lado de las hojas que el otoño ha desahuciado. Matémonos un poco más con música, ella es quien nos falta para sentirnos un poco vivos. Porque lo que no mata no hace vivir voy a cambiar de melodía como si nada, voy a sintonizar cualquiera de los labios que me acepten, voy a acechar cualquiera de los labios que me ignoren. Voy a cenar patatas fritas, total, no hay nadie que vaya a decirme que cambie el canal de mis recuerdos, aunque sé que estarán ahí cuando quiera escalar hasta las nubes y me dirán que no es seguro y que no tengo alas pero yo sé que sí, lo que pasa es que están mordidas, como aquella mariposa a la que le mordieron las alas y no quiso suicidarse. Es una línea curva que asciende y que desciende para bañarse un rato en el lago y luego vuelve a ascender esto que están haciendo con nosotros que nos dejamos hacer. Cuándo perdimos el control sobre aquel amanecer que no existe porque estamos vacíos porque estamos llenos. Y siempre queremos verlo pero nos quedamos encerrados en casa de nadie y preguntamos qué está mal. Dicen que la gente que no piensa y yo sé que no, todos pensamos unos en naranjas y otros en manzanos pero todos, todos sabemos cuándo debemos estar en casa para comer aunque nadie nos espere. Y solo algunos encienden la tele mientras tanto, y solo algunos sucumben en el bosque girando muy despacio sobre la punta de sus dedos. Todo lo que quiero es girar en el bosque, muy despacio, bajo la punta del cielo.

martes, 22 de octubre de 2013

Para una palabra más

A veces siento la necesidad
de hablarte y me digo: háblale
y voy decidida hasta el pc y,
con la mano temblorosa,
escribo tu nombre,
quizás abro tu pestaña.
Háblale, pregunta cómo está,
si tiene nuevas metas en la vida,
si… Sencillamente habla,
pregunta si está vivo.
Pero no preguntes nada más.
Entonces veo tu foto
en tu pestaña sin ojo
y aparece otra pestaña
y me miran las dos muy quietas.
Habla, estúpida, di algo,
es ÉL. Es él, mejor será
que no le hables,
mejor será que haga su vida,
aunque sea infeliz,
que la haga sin ti.
De todas formas no tienes fuerzas
para una palabra más. 

Oremos al ssseñor

Si una gota baila entre colores
en tus ojos,
si escuchaste temerosa un coro
de esas voces.
Si dejaste que murieran antes
de vivirte,
si la niebla puso los matices
sin matarte.
Si buscaste a ciegas entre cajas
tus miserias
y encontraste huecos de sequías
entre paja.
Si relojes cuentan sobre el árbol
los minutos
y derraman su tristeza mudos
en el charco,
y de tristeza forman un lago
que es el mundo.
Si macabras muecas te acompañan,                          Imagínate muerto, 
si muy quietas                                                                             imagínate volar,
van callando las palabras viejas,                                                                          imagínate muerto
si no hay nada                                                                                                                      pues así vivirás.
que te pueda atormentar hiriendo
tus entrañas,                 
si moribundas verdades vagan                     
en silencio.                                                                         
Si te miras al espejo roto                                                                     
de la vida                                                                                                                      
y solo ves sombras y huidas                                                                             
sin decoro.
Si me miras a los ojos flacos
y me gritas
y de mi boca brota una risa
de hombre manco. 

jueves, 3 de octubre de 2013

Pajaritos sin colores

-Bien, Amanda – dice el doctor con voz grave y tranquila–. Ahora voy a contar desde diez, y cuando llegue a cero estarás profundamente dormida.
Diez, nueve, ocho… La muchacha está sentada frente a una mesa, con los ojos cerrados y los brazos colgando a ambos costados, como nubes alrededor de su vestido blanco. Siete, seis, cinco, cuatro… La voz del doctor es dulce pero firme. Tres, dos, uno, cero.
El doctor la mira un instante dudoso y sigue con la operación.
-¿Cómo te encuentras, Amanda?
No contesta. Al rato:
-Bien – con un deje de voz.
-¿Qué ves?
-Nada… No hay nada, pero siento una brisa.
-¿De dónde viene esa brisa?
-De allí – levanta un brazo y señala al doctor. Lo deja caer.
-Bien, ¿qué ves allí?
-Cucarachas.
-¿Puedes coger el bolígrafo?
Amanda alza la mano derecha sobre la mesa y lo coge sin necesidad de abrir los ojos, como si lo intuyera o recordara de alguna forma que ya se encontraba allí. Junto al boli hay un papel.
-En ese folio puedes escribir o dibujar lo que quieras, ¿de acuerdo?
El doctor se apoya con su bata blanca en el marco de la puerta; está acostumbrado a las sesiones, no le suponen ningún esfuerzo, ninguna sorpresa.
Durante un rato, ni la muchacha ni él dicen nada. El doctor la observa mientras ella escribe algo. Al principio la letra es inteligible, pero poco a poco comienza a coger forma.
-¿Qué escribes?
-Lo que me está dictando.
-Yo no te estoy dictando nada, Amanda.
-Pero ella sí.
-¿Quién es ella?
Amanda arruga la cara con gesto contrariado o molesto. No quiere dar explicaciones, parece enfadada. Al relajar la cara una lágrima escapa por su mejilla.
-¿Por qué lloras?
-Por la chica de la nariz bonita – gime. Ha dejado de escribir y ahora agacha la cabeza; el pelo la protege el rostro del doctor. Sigue gimiendo.
-Tranquilízate.
Los sonidos van cesando, pero no levanta la cabeza. La mano sigue sobre el boli y el boli sobre el papel. Su mano parece de papel, su piel, pálida, parece de papel, y su vestido son nubes, pero su pelo… Su pelo es negro azabache, muy largo y ligeramente ondulado, como lluvia que grita.
-Dime quién es ella, Amanda. La chica de la nariz bonita.
-No quiero.
-¿Por qué?
-La odio.
-¿Por qué la odias?
De repente, la muchacha levanta la cabeza y se queda como pensando. Los ojos cerrados en todo momento como lagos muertos. Pareciera que está mirando al doctor a través de los párpados, muy fijamente.
-Dímelo – exige la voz, dulce y grave.
-¡Porque tiene la nariz bonita! – grita ella, al tiempo que da un puñetazo sobre la mesa.
Amanda echa la cabeza hacia atrás, hacia el techo, y abre la boca. Se lleva las manos a la cara y se acaricia. Sonríe.
El doctor se ha quedado en un punto muerto y no sabe cómo seguir, pero sigue preguntando por miedo a que se le vaya de las manos.
-Háblame de aquellas cucarachas.
-Ya no están.
-¿Adónde han ido?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá se las haya comido la chica.
-¿Por qué dices eso?
-Porque ella es así – su voz es monótona-. Ella puede hacer lo que quiera y está bien.
Amanda da un respingo sobre la silla, asustada por algo pero queriendo disimularlo.
-Viene hacia aquí – dice, sin esperar respuesta del doctor.
Se encoge, abrazándose con los brazos su cuerpecito.
-Cuéntame qué está pasando.
-No quiero que venga. Viene pero nunca termina de llegar - susurra.
-¿Por qué la tienes miedo?
Amanda no contesta, está ausente y callada, y al doctor no le gusta. Tampoco le gusta cuando se levanta y empieza a dar pasitos lentos por la habitación con sus pies descalzos; aprovecha este momento para leer el papel que ha sido escrito. “Tú no eres yo, tú no eres yo, tú no eres yo.” Y más abajo: “Yo no soy ella, yo no soy ella, yo no soy ella, ¿por qué?” Y más abajo: “Él dice puedes escribir y dibujar aquí pero no sabes dibujar y siempre que escribes muere algo.” Amanda no se choca con nada, en su cerebro debe de estar grabado el esquema de la habitación, en su cerebro que se niega a ser investigado. Camina y se para junto a la pared de papel marrón con florecillas, la mira sin ojos y levanta sus manos todo lo que puede para tocarla con ellas; las arrastra de arriba a abajo, la acaricia con cariño. Otra vez, de arriba a abajo, como si quisiera darle un masaje. La araña y el papel se le queda en las uñas y aparecen tres hilos blancos. Y empieza a derretirse. La pared va cediendo poco a poco entre las manos de Amanda, que ahora está quieta, y ahora vuelve a pasearse, muy cerca siempre de las paredes, que van cediendo, van cediendo. Como algo líquido, el techo también gotea pero las gotas no llegan a desprenderse. El doctor está muy quieto, parece haber perdido toda voluntad, parado en el mismo lugar junto a la puerta, apoyado en el marco. Todo es una masa, todo se ha abandonado y está desapareciendo, es una revolución que no está siendo presenciada. Cuando Amanda se queda con los pies enterrados, ya no se mueve tampoco, se abandona también junto a su mente. Amanda la nube de papel, la ausente, la insignificante. Ya no delirará nunca más sobre las hojas y las muertes del otoño, ya no tendrá doctor y el doctor no tendrá pacientes, porque todo se ha ahogado en su propia materia sin sentido, la forma ya no está y el alma nunca ha sido. 

Historias de dormir

A las cuatro de la tarde cerró su cuaderno y se metió en la cama. No había terminado la tarea, pero tenía mucho sueño y decidió que era el momento de dejar que le venciera. Acogió a su gato, que venía a acurrucarse, con el brazo derecho mientras palpaba la mesa con la mano izquierda. Pero no encontraba lo que quería. Al fin alzó un poco la cabeza y comprobó que, efectivamente, no estaban, sus tapones para los oídos no estaban. Seguramente los habría perdido durante la noche; siempre se le terminaban saliendo. Pretendió salir de entre las sábanas a mirar debajo de la cama, pero desistió ante la mirada arisca de su gato, que por lo visto  no deseaba moverse de posición. Dormiré de todos modos, pensó. Cerró los ojos y se perdió en un vaho confuso que no terminaba de guiarle hasta el subconsciente. Al rato oyó un golpe y volvió a la realidad, aunque no se molestó en abrir los ojos; se propuso no enfadarse demasiado con los vecinos, pues no era sano ni para ella ni para ellos. Dormiría de todos modos. De repente fue consciente de sus manos, una de ellas había rozado algo, y al instante supo que se trataba de sus tapones. Más que rozar, parecían haberse metido solos en el hueco de su palma. Se los puso y prácticamente al instante se durmió. Los tres parecían tener una relación especial, el contacto de los objetos con sus orejas tenía un efecto casi mágico. Al despertar, como era de esperar, ya no los tenía. Sin embargo su gato seguía en el mismo sitio, ahora con los ojos cerrados y sin ganas de molestar. Cuando se despejó, sintió que tenía que dar las gracias a alguien por algo. Pensó en su abuelo. Sin duda, debía de ser él. 

domingo, 22 de septiembre de 2013

Nxxxnn-nn(xnxnnnn=nn[n/nnn¬xxnnnnxn#nnnn@

(Se recomienda activar la canción antes de empezar a leer el texto; si crees que no vas a poder concentrarte hazlo igualmente).
Quieres comprar algo que necesitas, miras muchas cosas en muchas tiendas, pasan los días y no encuentras exactamente lo que quieres porque es posible que ni siquiera estés segura de cómo lo quieres. Pero nada te convence, te desesperas y aún así sigues buscando. No te das por vencida, sabes que está en alguna parte; esa cosa existe. Vuelves a mirar cosas, tiendas muy juntas, abarrotadas de productos, y de repente la ves y apartas la vista: es imposible haberla encontrado. Y sin embargo está ahí, entre todo lo demás, única, sola, tan diferente... Te ha encontrado. Entre miles de cosas te ha encontrado; estaba ahí, esperándote, sabiendo que también tú la encontrarías a ella. Porque estabais destinadas, porque solo tú te fijarías en ella, porque solo tú la estabas buscando con tanto ahínco. La miras otra vez, deseas seguir buscando por si hay otra mejor, pero no la hay, y te vas convenciendo de ello progresivamente. Sientes un molesto pitido en el oído izquierdo que no sabes si procede de ti o del exterior. Y de pronto ese algo te habla y el resto se detiene; sus palabras no tienen ningún sentido pero te están hablando, a ti, únicamente. Se le forman unas manos, y una boca, no tiene ojos. La boca se mueve, su voz es aguda. Lo compras, por fin tienes lo que tanto tiempo has andado buscando y te sientes orgullosa de ello. Siempre encuentras las gangas, por mucho que te cueste. La cosa vuelve a ser un objeto inerte en una bolsa, que sostienes mientras caminas a casa, deseosa de estrenarla. Otra vez el molesto pitido. Abres la puerta, la cierras con estruendo como diciendo “estoy aquí y lo he conseguido, ¡que todos se enteren!”. Pero no hay nadie. Llegas al cuarto y sacas el algo y lo observas. Es tan bonito, cuanto más lo miro más me gusta. Lo abrazas y giras, y giras, y sientes que te elevas mientras giras; hasta sientes cómo te das una hostia contra el techo y caes a la realidad. Ahora tiene piernas, y otra vez boca, pero no brazos. Te da pena que no tenga brazos, pero te cagas demasiado como para pensar en otra cosa que no sea salir corriendo al baño para evacuar. Oyes el pitido insoportable. Una vez finalizada la misión vuelves al cuarto y sientes angustia: no está. Claro, se ha ido andando con sus piernas, pero no debe de andar muy lejos, porque sabe que nos pertenecemos la una a la otra. Oyes un crujido. Entonces la ves subida en lo alto del armario, con sus piernas colgando como cuerdas, y ahora también con brazos, que sostienen una bolsa de patatas fritas que se lleva a la boca y mastica. Suelta una risa burlona, gira la bolsa y las patatas vuelan por la habitación y algunas se detienen sobre tu cabeza. Te enfadas, porque vuelves a oír el pitido y no te gusta a lo que está jugando, y subes a una silla para alcanzar a la maldita cosa. Para tu sorpresa, no ofrece resistencia, de hecho te está abrazando con sus brazos finísimos, y eso te enternece. Os abrazáis mutuamente, y de pronto te descubres apretando más y más, sin ganas de estrangularla pero sin poder evitarlo. Ella se da cuenta e intenta escapar, rodáis por el suelo, os mordéis… Y un golpe seco. ¿Ha entrado alguien en casa? Oyes el pitido mucho más intenso. ¡Te vas a volver loca!
Un instante después, apenas un segundo, te descubres en el suelo de tu cuarto sin nada entre los brazos, un poco aturdida porque no sabes qué haces ahí tirada, con todo lo que tienes que hacer.

Tu padre abre la puerta y pregunta:
-¿Qué haces? ¿Compraste la mochila?
No contestas. Miras alrededor por si acaso la compraste y no lo recuerdas, pero no hay nada. Niegas con la cabeza y tu padre se va. Te levantas del suelo sintiéndote muy mal, tampoco recuerdas tu cuarto tan vacío. Sabes que te faltan cosas y te sientes igual de vacía que la estancia, como si solo te tuvieras a ti misma, como si no importaras nada y cualquier signo de aprecio del pasado fuera una blasfemia, una burla cruel e irónica. Empiezas a pensar que estás enferma, te sientas en el borde de la cama, más tarde decides tumbarte, con las manos sobre el regazo. Un rayo de sol se cuela por la ventana y revolotea sobre ti, y aunque no sientes su calor no te resulta extraño. No sabes cómo es morir pero sientes que lo estás haciendo. Te deshaces. No puedes moverte, aunque ni siquiera lo intentas. Tu único signo de vida parecen ser los ojos. Un pánico atroz se apodera de ti cuando ves que la piel de tus brazos se oscurece y se vuelve rígida y áspera. Ocurre lo mismo con el resto de tu cuerpo; te estás trasformando en algo y a medida que avanza el proceso sientes que te va dando igual, dejas de sentir. Oyes un pitido lejano que se apaga. Y sabes lo que está sucediendo porque de repente lo ves todo claro: te estás convirtiendo en un objeto.  

jueves, 5 de septiembre de 2013

Poesía, ¿eres tú?

Ella, poesía,
observó a los hombres
a través de los milenios;
y ahora ella la leía
bajo un viejo alcornocal
hueco de rabia.
Se decía que en místico arrebato
había quemado sus recuerdos
en la mar, quiso olvidar,
quiso leer y soñar.
No era menester
oler las rosas.
Lucía entre los dientes
sonrisa armoniosa
de hadas y sirenas.
Su cráneo se abría
y de él surgían muchas cosas.
Su pelo se escurría
y danzaba al son
de una musiquita misteriosa.
Corría entre las flores,
nadaba entre las olas.
“Si te sientes triste, llora;
si estás alegre, ríe”.
Pero ella reía cuando lloraba
y lloraba cuando reía;
estaba loca,
nadie lo entendía:
ella poseía poesía. 

jueves, 29 de agosto de 2013

Hueso de melocotón

Hoy he tenido una especie de revelación que me ha angustiado el corazón terriblemente y por unos instantes se me ha antojado lo peor del mundo. No es nada en lo que no hubiera pensado antes, pero lo pensé con tal intensidad que podría haberme quitado la vida si hubiera durado un poco más. Sucede que, entre pensamiento y pensamiento inconexo, algo en mi interior planteó la posibilidad de que yo no pudiera volver a amar nunca más. Si hay algo peor que no ser amado, es no poder amar.  Eso pensé.
Ahora que no soy presa de un sentimiento intenso que nubla la razón, recuerdo cuántas veces he deseado precisamente eso: no sentir nada. Lo he llegado a desear con tanta fuerza que resultaba desproporcionada para mi corta edad, pero no he sabido vivir de otra manera que dando tumbos, y así he llegado hasta aquí; aparentemente casi entera. Ahora intento correr más rápido que el miedo y el dolor, hasta el punto de que a veces me pregunto si no me estoy engañando a mí misma, sin embargo juraría que no he visto la realidad más cerca. Una vez alguien me dijo algo así: “he aprendido a ser como el viento, resbaladizo, incapturable”. También yo me siento de esta forma, con la necesidad de que nadie me vuelva a atrapar, ni siquiera yo misma. Voy tomando de todo un poco (si estás pensando en droga, también sirve), miro a los ojos a la gente y no doy a las cosas la importancia que se merecen, sino la que a mí me apetece. Si la vida tiene que ser una montaña rusa, rápida y constante, que lo sea, pero no volveré a quedarme quieta en una bajada; se supone que tiene que ser divertido. Río más que nunca y por cosas de las que probablemente no debería. Me atrevería a decir que parezco tonta y ridícula, y hago las veces de bufón intentando hacer reír a los demás, pero no sabéis lo bien que me siento.
Últimamente hay noches en las que no duermo, días en los que tengo algo de ansiedad, raramente hago lo que me propongo en el horario establecido –por mí-, mi habitación no podría estar más desordenada, estar en la calle es prácticamente una necesidad y suelo pasar el tiempo como esperando a que suceda algo que no sé lo que es. Tal vez huyendo. En verdad creo que no espero nada, me ciño a los acontecimientos o los creo. La idea de lo efímero de las cosas hace que vaya por ahí a toda velocidad, igual por eso me gusta patinar, y me digo que da igual durar muchos años o pocos, lo importante es vivir mucho en poco tiempo, o simplemente vivir.
Parece mentira que ésta sea yo, quien hace poco se afanaba en buscar paz, tranquilidad, identidad. Nunca me había sentido más yo, o al menos no era consciente de ello. Sin embargo parece que tengo múltiples personalidades –supongo que influye el tramo de montaña en el que estés-, y no podría ser otra persona diferente a mí. Es tan absurdo, pero tan aterrador cuando se siente real… En fin, supongo que todo esto me convierte más o menos en una mala persona desde ciertas perspectivas, pero he aprendido que es mejor ser cruel que ser víctima de la crueldad. Reconozco que soy perversa y en ocasiones me importa un carajo lo que sienta mi interlocutor, y disfruto con estas cosas perversas, ¡y, por qué no, me gusta la promiscuidad! A veces quisiera ser deseada solo para decir: Eh, soy mía y de nadie más, aparta. ¿Qué diría Buda de mi ego? Pero no me siento más que nadie (bueno, lo intento, porque hay personas con las que no se puede);
intento ir a mi bola, pasar por los sitios sin hacer mucho ruido o bien haciéndolo todo, y meterme de vez en cuando donde no me llaman. La teoría y la práctica siempre han sido, en mi caso, cosas completamente distintas a la hora de llevarlas a cabo. Y tampoco es que ahora sea muy diferente.
El quid de la cuestión es: odio el amor tanto como él me odia a mí, pero el amor, lo que se dice amor, lo tengo por todas las cosas -menos por el amor-. Amo los amaneceres y los atardeceres, las noches y sus gajos de mandarina, la poesía y leer, aunque reconozco que leo menos de lo que debería. Tampoco me he olvidado de los gatos y otras cosas, solo he ido creciendo dejando atrás lo (in)necesario. Sigo siendo aquella poeta que nunca he sido, sigo teniendo heridas (más ciertas éstas que aquéllas), y las cicatrices ya no duelen tanto –sí, ignorante, las cicatrices también duelen-. También yo necesito cariño, me gustan los abrazos y las frases susurradas al oído, y mi nombre pulcramente mencionado. Amo a mis amigas, a mis amigos, a mi familia. Amo cosas que antes odiaba y odio cosas que más tarde amaré. Y, aun así, la mayoría de las cosas me dan igual. Definitivamente, no voy a buscar algo que no quiere ser encontrado, suficiente tengo con encontrarme a mí misma entre tanto caos violentamente ordenado. 
Aún os veo.

miércoles, 28 de agosto de 2013

En La Manga no.

El agua era casi cristalina, la arena no era del todo lisa, al andar podías pisar conchas u otras cosas que prefería no saber. A pesar de mi respeto al mar, no era la primera vez que me bañaba en una playa con tantas olas. Mi principal miedo era la posible presencia de criaturas marinas que pudieran atacarme. Nunca entendí por qué la gente se adentraba con tanta parsimonia en aquellas aguas salvajes; lo mínimo que podía suceder es que les picaran las medusas, y sin embargo era lo que más temían. Pero por lo general -y eso que siempre iba mirando al suelo o intentándolo- solo veía pequeños peces que resultaban inofensivos porque siempre huían cuando te acercabas. En realidad nunca llegó a atacarme ningún bicho, ni siquiera una miserable medusa. Nadie se explicaba mi acusado temor al mar, no obstante, a mí me resultaba lo más racional y prudente. ¡Cuántas muertes, cuántos avistamientos de animales peligrosos a lo largo de los años…! Así que me mantuve firme en mi temor, si es que me quedaba otra opción.
Esta vez iba, como tantas otras, procurando mirar el suelo a través del agua, no alejarme mucho de la orilla y esquivar cualquier cosa sospechosa (una alga, una sombra…). Había una fuerte corriente que te arrastraba hacia la derecha y, para mi sorpresa, más que asustar me divertía. Comencé a jugar con las olas lanzándome contra ellas o dejando que me arrastraran donde quisieran; pero mis temores no tardaron en aflorar de golpe. Algo me tocó el pie y chillé. No es éste un acto inusual, pues siempre lo hacía cuando algo me rozaba por debajo del agua, aunque fuera un objeto inerte y común.
Me dispuse a correr para alejarme del lugar cuando comprobé que la cosa “me agarraba”. El agua solo me llegaba a la cintura y hubo un momento de calma que me permitió, dentro de mi pánico, observar lo que era: una culebra. Del susto no pude gritar, me paralizó y lo siguiente que hice fue huir. Pero otras culebras, quién sabe cuándo y cómo habían aparecido, se enredaban también en mis piernas y me hacían tropezar. Su contacto era asqueroso; me rozaban con sus cuerpos viscosos como una caricia infernal. Agradecí que, después de todo, no me causaran otro daño más allá del psicológico. Entre tropiezo y tropiezo la corriente me arrastraba con cada caída y me alejaba más y más de nuestra sombrilla, pero a pesar de mis socorros nadie se inmutó. Aquello parecía no estar sucediendo para el resto del mundo.
Empecé a dar patadas a las criaturas: se alejaban pero inmediatamente volvían y se reían de mí, y yo miraba en todas direcciones, sobre todo hacia atrás. Mis mayores miedos siempre tenían su origen atrás, donde el mar se prolongaba hasta el infinito como una broma cruel, cruel y bella. Me aterraba pensar qué podía ocultarse ahí, ¡y el los tiburones! Se decía, y se creía firmemente, que nunca podrías encontrar un tiburón en esa zona del Mediterráneo, que las probabilidades eran ínfimas, lo cual me tranquilizaba, mas no lograba erradicar mi creencia de que acechaban en todas partes. Solo esperaban el momento oportuno. Por otro lado, no esperaba encontrarme uno jamás, pero cuando pensaba en ellos corría a refugiarme en tierra firme. Yo era el único de mi familia –tal vez del mundo- que sabía correr en el agua, no sé cómo aprendí.
Las culebras comenzaron a irse sin causa aparente, la descubrí cuando volví a mirar atrás. ¡Una aleta de tiburón! Se acercaba lentamente, porque sabía que por mucho que yo corriera conseguiría alcanzarme. Una agonía indecible se apoderó de mí. En un principio pensé que si no me movía quizás pasaría desapercibido, pero un segundo después decidí que lo más sensato era correr y corrí más rápido que nunca; como en todas las situaciones límite de la vida, no había tiempo para razonar ni lamentarse. Caí en un hoyo y el animal aprovechó el momento para atacarme, lo noté en cuanto hincó sus dientes en mi pierna. Maldigo la hora en que Dios dotó de tantos dientes a un solo animal, he barajado la hipótesis de que se confundió, o le sobraron, y no le quedó más remedio que dárselos a esta bestia. Mi grito desgarrador no alertó a nadie, seguí avanzando hasta la playa, tan cercana y tan imposible, arrastrándome con el tiburón coleando violentamente sin soltar mi carne. Me pregunté por qué no me la arrancaba ya de cuajo y acababa con tanto dolor. Todo a mi paso se volvía rojo, y yo estaba a punto de desfallecer. Un instante después ya no había dolor, solo una sed terrible y un absurdo desolador.


Caí, pero lo conseguí. Estuve muerto sobre la arena y al abrir los ojos vi las estrellas. Porque era de noche y porque me faltaba media pierna. Ya no había nadie allí, ni siquiera las cobardes culebras que se habían aliado con el diablo. ¿Y yo…? ¿Acaso alguien puede asegurar que estaba yo?

domingo, 25 de agosto de 2013

Relato de dos prostitutas

Estaban dos chicas sentadas en un banco descascarillado y un viejo las observaba en la distancia. Una de ellas miró hacia atrás, pero no vio nada. Los murciélagos cazaban polillas bajo la luz de la luna, que se confundía con la de una farola moribunda que yacía sobre el vacío. Y, aunque al mirar atrás Sonia no vio nada, al volver la vista al frente vio el rostro del anciano entre esta luz. Muy pocas personas tenían la capacidad de ver las almas muertas; Sonia era una de ellas. La tierra empezó a desaparecer, los arbustos, las farolas, las casas podridas desaparecieron y a sus pies surgió una masa blanca y deforme llena de rostros. Quiso lanzarse a ella y besarlos, y lo hizo. Uno de ellos la atrapó y ella intentó huir, forcejeando, hasta que le miró y descubrió que era él. Él, que se había ido, con quien había soñado tantas noches…
-¿Quién eres? – preguntó Sonia.
-Nadie.
-Entonces, ¿por qué te veo en mis sueños?
Pero justo en ese momento él se desvaneció de entre sus brazos y apareció de nuevo la tierra, la hierba, las farolas y las casas que se inclinaban esperando a derrumbarse –pues hay quien solo quiere ser ruinas-.  A su lado, Cristina, y más allá el viejo, quien las observabas tras sus rejas invisibles. Solo que ahora era una persona de carne y hueso, a pesar de que hacía mucho tiempo que no tenía alma porque se la había echado de comer a los conejos. Todo siguió: la luna llena vertía su leche sobre los campos de trigo y un caballo resoplaba. 

jueves, 1 de agosto de 2013

Conclusión


Las calles huelen a ratas en almíbar
y el cielo es una gelatina
que cuelga frágilmente
sobre nuestras arqueadas articulaciones.
Desprovistas de silencio
las cloacas intentan atraernos
con bastones
dignos del dios de las cigüeñas.

Pobre el pez que yace en la pecera
de algún palacio maligno
y pobre aquél que vive
en ríos contaminados de azufre,
pues no es más
quien más larga tiene la cabeza
sino quien más corto tiene el pene. 

Una serie de progresivos desvaríos

Tu sombra baila sobre el asfalto mientras
las gramíneas se susurran cosas al oído,
cosas hermosas y cosas tenebrosas
y cosas, cosas, cosas,
siempre cosas…
Algo me aprieta en el centro del pescuezo
y una mancha lo emborrona todo
con la gracia
de mil alfileres aceitosos.
¿Oyes esos pajarillos?
Vienen a comerte el cráneo.
Arden en deseo los cepillos
por ser peines.
Arden achicorias entre gases putrefactos
de verdad y, despiadados,
gritan los alveolos al respirar.
No cuentes tus secretos al silencio,
ahora existe el teléfono,
ahora bailan las sombras
y gustan los sueños.
Los rinocerontes jamás fueron tan bellos. 

*Información adicional:

Achicoria:
1. f. Planta herbácea de la familia de las compuestas, de hojas dentadas, ásperas y comestibles.

Realmente creo que soy una achicoria.

viernes, 26 de julio de 2013

Y cae, cae, cae...

Oh lágrima que desciendes
por montes iracundos,
desperdicios de épocas pasadas
en que consumíamos con exceso.
Tu estela no nos servirá
para evadirnos de errores futuros,
pues aquí yacemos
con todos nuestros huesos que agonizan
entre finísimas venas de colores.
Las aves ensordecen
al picotear los ojos de los muertos;
no son muy diferentes
de quien se posa debajo de un búho.
Aquí, lágrima,
pura
y sola
y otra vez pura,                                       
solo hallarás condena.                                                               ¡! Gasten cuidado al asomarse a la ventanita
Por eso te pido que te seques,
que no cedas,
que desertes.

viernes, 19 de julio de 2013

Se oye una melodía

Él es casi un anciano, pero sin el casi. Tiene una joroba subida en lo alto de su espalda y se sostiene inclinado sobre los objetos del enorme vestíbulo de la lujosa, impecable mansión para poder andar. Ella le observa desde la planta superior, ataviada con un vestido largo y elegante. De repente salta y cae lentamente, precediendo a su vestido, como si fuera un pájaro de grandes  alas, en el centro del vestíbulo. Comienzan a bailar agarrados; giran y giran al son de la música clásica. Él sostiene su mano y su cintura y ambos conforman la absoluta armonía de una melodía. Van bajando el ritmo hasta detenerse y ella comienza a derretirse escurriéndose hasta un extraño sumidero. Él se convierte en escarabajo y corretea con graciosas patas hacia la cocina, donde vuelve a trasformarse en un camello. Siente sed y bebe el agua de un cuenco que hace que regrese a su forma original de anciano. Entonces se sienta sobre una de las sillas, entorno a una mesa, y es consciente de la verdad terrible: ella ya no está. 


miércoles, 17 de julio de 2013

Vagabundeando voy.

Hoy la luna parece un gajo de mandarina. Creo que hay alguien encerrado ahí adentro, pero no es lo suficientemente traslúcida para apreciarlo. He descubierto que hay arañas en el parque, arañas peludas con patas infinitamente largas que te persiguen aunque no vayan en tu misma dirección. A mí aún me están persiguiendo. También hay erizos -a los que, por cierto, tampoco gustan de que los persigan-. Ahora solo veo oscuridad y se oyen fuegos artificiales a lo lejos, o tal vez un perro bebiendo. Lo mejor del verano son las noches al aire libre. No sé dónde estoy, es probable que en ninguna parte, esperando y esperando. Pero no oigo pasos. Nunca se oyen. He visto a un anciano que apenas podía sostenerse sobre sus dos piernas empujar a su mujer en silla de ruedas, después de todo puede que aún queden cosas por las que luchar. Hay poetas que no miran la luna, sabéis. Escriben sobre ella pero no la ven. Se inventan que es maravillosa, se lo imaginan, pero no saben que a veces es una mandarina, y a veces es tan siniestra que da miedo observarla porque te mira con su sonrisa despiadada y temes que vomite sobre ti. O temes ver el nombre de alguna personita surcando tu cerebro. ¿Estará mirando la luna? A quién le importa. La luna, al igual que los pavos reales, no ha sido hecha para mirarla. Dejémosla en paz, y si la miramos que sea en silencio... Shhhh, que nunca sepa que he escrito esto. 

martes, 16 de julio de 2013

¿Te vas tú o me voy yo?

Un pájaro intermitente dio una o dos vueltas a la luna y se esfumó. Las nubes sobre el claro azul no decían nada. Y yo no podía ver otra cosa porque estaba tumbada bocarriba sobre el césped.
-¿Estás viva? – preguntó él.
-No.
Hice una pausa y añadí:
-Pero tampoco estoy muerta.
-¿Y cómo estás?
-Vacía.
Era verdad. Ni siquiera podía sentirme mal en condiciones, había algo en el fondo de mi mente que me decía lo absurdo que era y me impedía mostrar cualquier expresión facial que no fuera apatía. Dicen que la cara es el reflejo del alma, tal vez esto sirva para confirmarlo. Me obligó por la fuerza –he de decir que no ofrecí mucha resistencia- a sentarme frente a él y me miró fijamente con esos ojos pardo-verdosos que tanto odiaba porque ya no eran míos.
-Di algo.
¿Cómo se atrevía a mirarme así? ¿Se daba cuenta de lo que gritaban mis ojos desde el fondo del vacío? No dije nada, no podía. ¿Qué iba a decir? No había absolutamente nada que decir, solo quedaba lamentarse y nunca me gustó dar pena o demostrar que soy vulnerable. Simplemente le devolví la mirada y estuvimos retándonos un rato. A veces sonreíamos, con esas sonrisas que llegan cuando menos sentido tienen… Pero yo seguía herida porque sabía que él pensaba en otras ninfas y me las imaginaba muy superiores, con cuerpos esculturales y caras pálidas y hermosas contra las que yo nada podía hacer. Estaba claro que tenían algo que no tenía yo: la posibilidad de tenerlo a él. Y yo solo podía conformarme con las migajas que se dignaba a ofrecerme de vez en cuando, porque sabía que tarde o temprano acudiría a comerlas de su mano. Porque tal vez me odiaba más a mí misma que a él. Estaba diluida en el más espeso de los lodos, el cual me impedía terminar de hundirme, por eso parecía paralizada. Por eso me negaba a hablar, a fingir que existía, pero no podía negarme a quedar con él. Había algo que yo no era capaz de asumir, y nadie lo entendía. Supongo que no nací para aceptar ni ser aceptada. De repente me lanzó un rotulador morado, me di la vuelta y escribí de cuclillas en el muro:
Hace tanto calor
que los pájaros no cantan;
estarán derritiéndose
en algún lugar…

Cuando los pájaros estaban a punto de convertirse en murciélagos nos levantamos y decidimos irnos. Quizá al revés. En cualquier caso no nos molestamos en recoger los plásticos que habíamos dejado por el suelo. Estaban cubiertos de hormigas que, por alguna razón, querían hacerlos desaparecer: allí no había ya nada que comer. Tal vez se los llevaron, quién sabe. Caminamos y caminamos. Finalmente yo no quería despedirme y así se lo hice saber:
-¿Me das un abrazo?
-No.
Pero me lo dio igualmente y se fue. Y ya no nos volvimos a ver, aunque seguro que sí vio a muchas otras. 

domingo, 14 de julio de 2013

Tac tac tac, suenan los zapatos al pasar

La gente pasea babeante bajo la gran cúpula con sus mandíbulas inferiores desproporcionadas y rebosantes de mugrientos dientes indispuestos. Los ojos muy abiertos. Algunos van juntos pero no se hablan -familias, parejas, amigos-, en su mente resuena únicamente un pensamiento, una especie de "sdhusifhaweiogfuweiotgju". Se dan la mano. Miran a todas partes, como buscando algo, cualquier cosa, aunque no la necesiten. Necesitan encontrar, aunque no se tengan. Sostienen bolsas en sus manos, es lo único que tratan con cuidado. Pasos descontrolados. En el interior de las tiendas también hay personas babeando, inclinándose sobre el mostrador miran a la puerta o a través de los cristales y a veces hacen gestos con los brazos para atraer a los paseantes. Algunos cambian de color, se vuelven morados, rojos, verdes, según el de los escaparates. Entran, manosean la ropa y otros productos, la lanzan por los aires sobre sus cabezas y sonríen, si es que con esa boca se le puede llamar sonrisa a lo que esbozan. Les gusta tanto que se la comen y la tienen que pagar, aunque algunos no pagan. Cuando intentan hablar suena algo parecido a "bla blu blá" y se sienten satisfechos. Saben lo que dicen, incluso pueden llegar a entenderse entre ellos. Sueño con el día en que la cúpula esté vacía, habitada solo por un aire que susurre abandonos a la nada. Un día en que, sin causa aparente, por el mero placer de ser, se derrumbe y de sus escombros crezca, por lo menos, una flor. 

lunes, 8 de julio de 2013

Espérame allí

Parecía que hacía tan solo unos minutos que había estado con ella, y así era: ciento treinta y siete minutos. Ahora estaba en el aeropuerto, siguiendo a Pablo y Ana hasta la puerta de embarque, y pensaba en aquel momento casi mágico.
Todavía sentía el óleo rasgando la tela sobre la que la pintaba. Todavía la veía completamente desnuda sentada sobre el borde la cama, sin posar, solo mirándole como una especie de animalillo que no supo descifrar. La única norma era no hablar; a ella no le supuso un gran esfuerzo: era muda. Se comunicaban por gestos, pues aparte de no poder hablar, prefería observar que escuchar. Amaba febrilmente el silencio. Él se había sentado junto a ella con el lienzo sobre las piernas, a ratos se lo enseñaba por si tenía alguna sugerencia y ella le señalaba las partes que aún quedaban por dibujar. Como si pensara que fuera a dejar el dibujo sin terminar, le miraba a los ojos y deslizaba su mano, sin tocarse, sobre sus hombros y brazos, sobre su cintura o sus piernas. Él asentía entonces y seguía plasmándola en la tela: a cada instante se volvía más imperiosa la necesidad de hacerla inmortal.
Recordaba su fino pelo negro, cortado por encima del hombro como si la hubieran arrebatado algo, sus pechos cayendo sobre las costillas y su piel delgada… Apoyaba las manos sobre el filo de la cama como si fuera el ser más delicado del mundo. Y no podía pronunciar palabra, el mundo la había privado de ese don y eso era cruel. Muy cruel. Así que ahora odiaba a Dios más que nunca, pues en cambio le había concedido el don de un silencio forzado, la había condenado. Aunque quién sabe si era eso lo que le hacía infeliz. Apenas pudo leer en sus ojos, intentaba mirarlos lo justo porque no quería perderse en tanta tristeza, melancolía, inocencia, o lo que sea que guardaran. Aun así el deseo de mirarlos le traicionaba, y por momentos se olvidaba de que estaba desnuda, solo existían ellos bajo sus pestañas, que simulaban protegerlos como un velo. Se imaginó cómo sería su voz.
A pesar de que de vez en cuando le enseñara el lienzo, ella le había dado libertad para dibujarla como quisiera, es decir, no había mutilado su imaginación. Conforme pasaba el tiempo él se iba concentrando más en su labor y pronto dejó de mostrar lo que pintaba, ella, obviamente, no dijo nada, pero tampoco se mostró molesta, simplemente le dejó hacer. En realidad no sabía muy bien lo que hacía, parecía que alguien se había apoderado de su mano de alguna manera y dibujaba por él, como si aquel cuadro estuviera destinado a nacer desde el principio de los tiempos. El resultado fue sencillo pero no por ello menos sublime. La chica aparecía sobre el lienzo tal y como estaba: sentada desnuda sobre el borde de la cama, con la diferencia de que en su mano derecha sostenía un espejo que reflejaba su rostro con los ojos cerrados - aunque los tuviera abiertos-, como si estuviera soñando desde algún lugar divino, pues la pintura parecía estar rodeada de un aura celestial y, sin embargo, algo siniestra. 
Adrián tenía prisa por coger el avión, de modo que, contra su voluntad, no pudo demorarse mucho más en aquella habitación de la casa, que encerraba a la chica como si se tratase de una prisión desde la que no podía gritar para pedir ayuda. Satisfechos con el trabajo, procedieron a despedirse. Ella le pagó, se dieron dos besos, se miraron otro momento y finalmente se separaron. Él no sabía que al salir a la calle le había observado tras las cortinas. Cuando le perdió de vista, la chica se tumbó en la cama y entró en una especie de trance. 
Soñó con un lugar, una pantalla y un número.
Después fue entreabriendo los ojos vagamente, viendo el techo aparecer y desaparecer, y una vez despierta del todo se vio arrastrada, consciente pero de forma casi involuntaria, hasta el aeropuerto de la ciudad. No sabía por qué ni para qué, pero sabía exactamente qué billete tenía que coger. Y lo cogió.

viernes, 5 de julio de 2013

Más vale nunca que tarde.

Acabo de despertarme
porque no ha sonado el despertador:
todavía falta media hora.
Hace tanto calor
que los pájaros no cantan,
estarán derritiéndose
en algún lugar.

Estoy intentando escribir como él;
supongo que así es como se sienten
los espárragos
cuando los sacas del bote
sin previo aviso.
Todavía no se me da muy bien cagar.

Soñé que escribía poemas
compitiendo con el cerdo de mi ex;
obviamente ganó él.
Los míos no valían
un pimiento.
Y aquí me tenéis,
volviéndolo a intentar
otra vez
volviendo.

Le escuché leer
encerrado en el baño
uno de ellos
con voz trágica,
como si estuviera llorando.
Cuando terminó yo aplaudía
desde fuera.
Creo que decía algo sobre
huesos y gusanos.

Él siempre dice cosas.

Pero no os voy a engañar:
soy una zanahoria, por eso
me dejó y por eso
sueño con él
en vez de con tocinos.
Las hortalizas no tienen
corazón, o eso dicen,
yo he debido de robárselo
a alguien
y por eso está defectuoso.

Después soñé que a mi amiga
su novio rumano le dejaba,
eso creía ella
porque el chico no sabía
nada.
Lo que pasa es que no le apetecía
follar.
Yo me puse a contarle
mi experiencia con los hombres
y me llamó subnormal.
Espero que al menos aprendiera algo.

Luego abrí los ojos
y me dije: Sonia,
esa chica tenía razón,
¿quién era?
La zorra resultó
no ser mi amiga.

Tardé unos minutos en tomar conciencia
de cada estúpida parte
de mi cuerpo
y después me hice café:
no había dormido una mierda.

Palabrería insulsa

“Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan”
y tiene que venir alguien
a estirarnos el alma
a bocados que se enredan en la calma
de un vacío robado.
En absoluto conozco su rostro,
en absoluto me dejo arrastrar
por el agua que brota de sus ojos.
Oh nadie, tu herida no será
diferente de las otras;
tu piel me está diciendo
que no hay nada tras los huesos
que oculta:
ni siquiera un corazón de plata,
fino y duro, desecho de miradas.
Para ti, que no existen las palabras,
el suicidio tampoco es una opción,
pues no existe en tu pensamiento
como en el de la dama Pizarnik
y su rostro desfigurado tras poemas
que arden en un grito.
Algo recorre estas letras,
es un bicho
derritiendo sus patas
sobre abismos que almacenan
a personas de noches indistintas
con sus propios abismos;
es un hueco de veras,
es una confesión entre la arena. 

martes, 2 de julio de 2013

Miss Nobody.

Era muy frustrante: quería llorar y no podía. Se sentía fatal y no lograba liberar esa tensión que la oprimía. En cambio se sentía como paralizada, necesitaba urgentemente el llanto o quién sabe si terminaría volviéndose loca.
¡Expresar tanta tristeza! Resultaba tan difícil. No sabía cómo hacerlo, creía que simplemente debía llorar para que se fuera.
-¿Te presto una lágrima? – oyó decir a una voz invisible, dulce y delicada.
-Vale- respondió ella.
Pudo comprobar cómo una gota húmeda bajaba desde su ojo por la mejilla. Al llegar a la barbilla, se desprendió de su rostro y cayó lentamente al suelo.
La muchacha bajó la vista y vio que había ido a caer sobre un charco que había junto a sus pies.
¿Serían sus… y por eso le era imposible llorar? Mientras pensaba en esto se percató con horror de que el charco se iba haciendo más y más grande. O acaso era ella la que empequeñecía. Eso debía de ser, porque al poco comenzó a volverse menos nítida hasta terminar disolviéndose en aquel lago de lágrimas y agonía, como alguien que nunca hubiera existido. 

Y nadie pudo hacer nada por evitarlo. 

domingo, 30 de junio de 2013

Pavos reales a lo lejos

Este poema no es sino un cadáver que Malvado Dylan y yo hemos ido construyendo cuidadosamente con los miembros de diferentes personas, las cuales habitan en nuestro interior. El resultado de esto es un cadáver exquisito que tiene vida propia y nada tiene que envidiar a Frankenstein. Espero que os guste o, por lo menos, os asuste tanto que os quite las ganas de volver a leer un poema. 

Una lagartija reptando
entre árboles aborrecidos
que susurran lamentos obstinados
se ríe de las avestruces
procaces que se esconden al alba.
No tiene sentido arrojarse
sobre hierbas escocidas,
pensó,
sin un poco de humor,
y trepó a la copa de un árbol
para, en la distancia,
ver morir a un grupo de fusilados.

En otro lugar, el tiempo
titila entre ascensores
que suben quejumbrosos
y bajan apesadumbrados
cargando pesos muertos
de seres vivos
dedicados a la rutina anodina
y al húmedo incendio colectivo.

Los troncos carcomidos
ya no saben qué pensar,
la verde ceniza hierba
ya no sabe qué creer
y yo no sé qué decir
salvo que a mi izquierda
los veo morir, y a mi derecha
los veo llorar y sufrir.

Escupid vuestros deseos al aire,
pues nadie sabe qué vendrá después.
¡No dejéis que vuestras lágrimas
caigan sobre la tierra,
pues brotarán tumores del alma!
Y ya tenemos suficientes marcas
como para dibujar atardeceres vanos.
Lo que nos queda es un barco ebrio
náufrago de tempestad,
sediento de metamorfosis.

Estoy tan cansada
que ya no sé si soy
hombre o mujer,
si mi vagina es una vagina
o una puerta abierta al infierno.
A veces veo el agua correr
y me pregunto: ¿de dónde huye?
Y quiero ir con ella para
escapar de mis venas,
abandonar mi esqueleto,
cantar mentiras a los cementerios.

No sé si eso es un ciprés
o un trozo de mortadela podrida
o mi alma hecha pedazos,
o quizás solo sea el maullido de un ganso.