Estaban dos chicas sentadas en un
banco descascarillado y un viejo las observaba en la distancia. Una de ellas
miró hacia atrás, pero no vio nada. Los murciélagos cazaban polillas bajo la
luz de la luna, que se confundía con la de una farola moribunda que yacía sobre
el vacío. Y, aunque al mirar atrás Sonia no vio nada, al volver la vista al
frente vio el rostro del anciano entre esta luz. Muy pocas personas tenían la
capacidad de ver las almas muertas; Sonia era una de ellas. La tierra empezó a
desaparecer, los arbustos, las farolas, las casas podridas desaparecieron y a
sus pies surgió una masa blanca y deforme llena de rostros. Quiso lanzarse a
ella y besarlos, y lo hizo. Uno de ellos la atrapó y ella intentó huir,
forcejeando, hasta que le miró y descubrió que era él. Él, que se había ido, con
quien había soñado tantas noches…
-¿Quién eres? – preguntó Sonia.
-Nadie.
-Entonces, ¿por qué te veo en mis
sueños?
Pero justo en ese momento él se
desvaneció de entre sus brazos y apareció de nuevo la tierra, la hierba, las farolas
y las casas que se inclinaban esperando a derrumbarse –pues hay quien solo
quiere ser ruinas-. A su lado, Cristina,
y más allá el viejo, quien las observabas tras sus rejas invisibles. Solo que
ahora era una persona de carne y hueso, a pesar de que hacía mucho tiempo que no tenía
alma porque se la había echado de comer a los conejos. Todo siguió: la luna
llena vertía su leche sobre los campos de trigo y un caballo resoplaba.
¿YISUS, ERES TU?
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