domingo, 12 de enero de 2020

Cosmogónica

Dijiste que tenía un agujero negro
en mi interior.
Y era verdad,
aunque nadie te hubiera
pedido opinión sobre mi alma.
Como si nadie te hubiera advertido
de no romper el corazón
a quien ya lo tiene roto,
me diste a entender
que tenía algo oscuro
que oscurecía a aquellxs
que se acercaban demasiado.

Sí,
yo tenía un agujero negro
en mi interior.
Pero déjame explicarte:
los agujeros negros,
aun siendo estrellas muertas
-o precisamente por eso-,
atraen hacia sí a todo
lo que hay a su alrededor,
y no es algo que busquen,
sencillamente ocurre.
Son el objeto cósmico
que más fuerza gravitacional tiene
porque tienen mucha masa y densidad.
Son tan complejos
que todavía son un misterio
para los astrónomos,
indescifrable y fascinante,
que incluso se sospecha
que podría permitir viajes
en el espacio-tiempo.
Es decir,
que quien se acerque a mí
tan pronto podría acabar
en la época del romanticismo
como teniendo tres hijas conmigo
en el minuto siguiente,
compartiendo piso,
discutiendo si damos a los gatos
pienso vegano.

A los agujeros negros no se los ve,
pero se los detecta.
Como yo detecté en ti
el tuyo.
No me mires así:
sé que no soportabas mi sombra
porque te recordaba a la tuya.
Te recomiendo
-sin que tú me lo hayas pedido
ni nada de eso-
que te aceptes cuanto antes;
es muy cansado andar constantemente
escondiendo la mierda
debajo de la alfombra.

Vuelve a llamarme cuando estés dispuesta
a besarme el agujero.
Pero, sobre todo,
llámame cuando seas capaz
de ver en mí
algo más que eso.
Hay muchos universos dentro de uno solo.
Y en cada uno de ellos
millones de estrellas:
el verdadero origen
de la vida.