-Bien,
Amanda – dice el doctor con voz grave y tranquila–. Ahora voy a contar desde
diez, y cuando llegue a cero estarás profundamente dormida.
Diez,
nueve, ocho… La muchacha está sentada frente a una mesa, con los ojos cerrados
y los brazos colgando a ambos costados, como nubes alrededor de su vestido
blanco. Siete, seis, cinco, cuatro… La voz del doctor es dulce pero firme.
Tres, dos, uno, cero.
El
doctor la mira un instante dudoso y sigue con la operación.
-¿Cómo
te encuentras, Amanda?
No
contesta. Al rato:
-Bien
– con un deje de voz.
-¿Qué
ves?
-Nada…
No hay nada, pero siento una brisa.
-¿De
dónde viene esa brisa?
-De
allí – levanta un brazo y señala al doctor. Lo deja caer.
-Bien,
¿qué ves allí?
-Cucarachas.
-¿Puedes
coger el bolígrafo?
Amanda
alza la mano derecha sobre la mesa y lo coge sin necesidad de abrir los ojos,
como si lo intuyera o recordara de alguna forma que ya se encontraba allí.
Junto al boli hay un papel.
-En
ese folio puedes escribir o dibujar lo que quieras, ¿de acuerdo?
El
doctor se apoya con su bata blanca en el marco de la puerta; está acostumbrado
a las sesiones, no le suponen ningún esfuerzo, ninguna sorpresa.
Durante
un rato, ni la muchacha ni él dicen nada. El doctor la observa mientras ella
escribe algo. Al principio la letra es inteligible, pero poco a poco comienza a
coger forma.
-¿Qué
escribes?
-Lo
que me está dictando.
-Yo
no te estoy dictando nada, Amanda.
-Pero
ella sí.
-¿Quién
es ella?
Amanda
arruga la cara con gesto contrariado o molesto. No quiere dar explicaciones, parece
enfadada. Al relajar la cara una lágrima escapa por su mejilla.
-¿Por
qué lloras?
-Por
la chica de la nariz bonita – gime. Ha dejado de escribir y ahora agacha la
cabeza; el pelo la protege el rostro del doctor. Sigue gimiendo.
-Tranquilízate.
Los
sonidos van cesando, pero no levanta la cabeza. La mano sigue sobre el boli y
el boli sobre el papel. Su mano parece de papel, su piel, pálida, parece de
papel, y su vestido son nubes, pero su pelo… Su pelo es negro azabache, muy
largo y ligeramente ondulado, como lluvia que grita.
-Dime
quién es ella, Amanda. La chica de la nariz bonita.
-No
quiero.
-¿Por
qué?
-La
odio.
-¿Por
qué la odias?
De
repente, la muchacha levanta la cabeza y se queda como pensando. Los ojos
cerrados en todo momento como lagos muertos. Pareciera que está mirando al
doctor a través de los párpados, muy fijamente.
-Dímelo
– exige la voz, dulce y grave.
-¡Porque
tiene la nariz bonita! – grita ella, al tiempo que da un puñetazo sobre la
mesa.
Amanda
echa la cabeza hacia atrás, hacia el techo, y abre la boca. Se lleva las manos
a la cara y se acaricia. Sonríe.
El
doctor se ha quedado en un punto muerto y no sabe cómo seguir, pero sigue
preguntando por miedo a que se le vaya de las manos.
-Háblame
de aquellas cucarachas.
-Ya
no están.
-¿Adónde
han ido?
-¿Cómo
quieres que lo sepa? Quizá se las haya comido la chica.
-¿Por
qué dices eso?
-Porque
ella es así – su voz es monótona-. Ella puede hacer lo que quiera y está bien.
Amanda
da un respingo sobre la silla, asustada por algo pero queriendo disimularlo.
-Viene
hacia aquí – dice, sin esperar respuesta del doctor.
Se
encoge, abrazándose con los brazos su cuerpecito.
-Cuéntame
qué está pasando.
-No
quiero que venga. Viene pero nunca termina de llegar - susurra.
-¿Por
qué la tienes miedo?
Amanda
no contesta, está ausente y callada, y al doctor no le gusta. Tampoco le gusta
cuando se levanta y empieza a dar pasitos lentos por la habitación con sus pies
descalzos; aprovecha este momento para leer el papel que ha sido escrito. “Tú
no eres yo, tú no eres yo, tú no eres yo.” Y más abajo: “Yo no soy ella, yo no
soy ella, yo no soy ella, ¿por qué?” Y más abajo: “Él dice puedes escribir y
dibujar aquí pero no sabes dibujar y siempre que escribes muere algo.” Amanda no
se choca con nada, en su cerebro debe de estar grabado el esquema de la habitación,
en su cerebro que se niega a ser investigado. Camina y se para junto a la pared
de papel marrón con florecillas, la mira sin ojos y levanta sus manos todo lo
que puede para tocarla con ellas; las arrastra de arriba a abajo, la acaricia con
cariño. Otra vez, de arriba a abajo, como si quisiera darle un masaje. La araña y
el papel se le queda en las uñas y aparecen tres hilos blancos. Y empieza a derretirse.
La pared va cediendo poco a poco entre las manos de Amanda, que ahora está
quieta, y ahora vuelve a pasearse, muy cerca siempre de las paredes, que van
cediendo, van cediendo. Como algo líquido, el techo también gotea pero las
gotas no llegan a desprenderse. El doctor está muy quieto, parece haber
perdido toda voluntad, parado en el mismo lugar junto a la puerta, apoyado en
el marco. Todo es una masa, todo se ha abandonado y está desapareciendo, es una
revolución que no está siendo presenciada. Cuando Amanda se queda con los pies
enterrados, ya no se mueve tampoco, se abandona también junto a su mente.
Amanda la nube de papel, la ausente, la insignificante. Ya no delirará nunca
más sobre las hojas y las muertes del otoño, ya no tendrá doctor y el doctor no
tendrá pacientes, porque todo se ha ahogado en su propia materia sin sentido, la
forma ya no está y el alma nunca ha sido.
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