jueves, 3 de octubre de 2013

Pajaritos sin colores

-Bien, Amanda – dice el doctor con voz grave y tranquila–. Ahora voy a contar desde diez, y cuando llegue a cero estarás profundamente dormida.
Diez, nueve, ocho… La muchacha está sentada frente a una mesa, con los ojos cerrados y los brazos colgando a ambos costados, como nubes alrededor de su vestido blanco. Siete, seis, cinco, cuatro… La voz del doctor es dulce pero firme. Tres, dos, uno, cero.
El doctor la mira un instante dudoso y sigue con la operación.
-¿Cómo te encuentras, Amanda?
No contesta. Al rato:
-Bien – con un deje de voz.
-¿Qué ves?
-Nada… No hay nada, pero siento una brisa.
-¿De dónde viene esa brisa?
-De allí – levanta un brazo y señala al doctor. Lo deja caer.
-Bien, ¿qué ves allí?
-Cucarachas.
-¿Puedes coger el bolígrafo?
Amanda alza la mano derecha sobre la mesa y lo coge sin necesidad de abrir los ojos, como si lo intuyera o recordara de alguna forma que ya se encontraba allí. Junto al boli hay un papel.
-En ese folio puedes escribir o dibujar lo que quieras, ¿de acuerdo?
El doctor se apoya con su bata blanca en el marco de la puerta; está acostumbrado a las sesiones, no le suponen ningún esfuerzo, ninguna sorpresa.
Durante un rato, ni la muchacha ni él dicen nada. El doctor la observa mientras ella escribe algo. Al principio la letra es inteligible, pero poco a poco comienza a coger forma.
-¿Qué escribes?
-Lo que me está dictando.
-Yo no te estoy dictando nada, Amanda.
-Pero ella sí.
-¿Quién es ella?
Amanda arruga la cara con gesto contrariado o molesto. No quiere dar explicaciones, parece enfadada. Al relajar la cara una lágrima escapa por su mejilla.
-¿Por qué lloras?
-Por la chica de la nariz bonita – gime. Ha dejado de escribir y ahora agacha la cabeza; el pelo la protege el rostro del doctor. Sigue gimiendo.
-Tranquilízate.
Los sonidos van cesando, pero no levanta la cabeza. La mano sigue sobre el boli y el boli sobre el papel. Su mano parece de papel, su piel, pálida, parece de papel, y su vestido son nubes, pero su pelo… Su pelo es negro azabache, muy largo y ligeramente ondulado, como lluvia que grita.
-Dime quién es ella, Amanda. La chica de la nariz bonita.
-No quiero.
-¿Por qué?
-La odio.
-¿Por qué la odias?
De repente, la muchacha levanta la cabeza y se queda como pensando. Los ojos cerrados en todo momento como lagos muertos. Pareciera que está mirando al doctor a través de los párpados, muy fijamente.
-Dímelo – exige la voz, dulce y grave.
-¡Porque tiene la nariz bonita! – grita ella, al tiempo que da un puñetazo sobre la mesa.
Amanda echa la cabeza hacia atrás, hacia el techo, y abre la boca. Se lleva las manos a la cara y se acaricia. Sonríe.
El doctor se ha quedado en un punto muerto y no sabe cómo seguir, pero sigue preguntando por miedo a que se le vaya de las manos.
-Háblame de aquellas cucarachas.
-Ya no están.
-¿Adónde han ido?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá se las haya comido la chica.
-¿Por qué dices eso?
-Porque ella es así – su voz es monótona-. Ella puede hacer lo que quiera y está bien.
Amanda da un respingo sobre la silla, asustada por algo pero queriendo disimularlo.
-Viene hacia aquí – dice, sin esperar respuesta del doctor.
Se encoge, abrazándose con los brazos su cuerpecito.
-Cuéntame qué está pasando.
-No quiero que venga. Viene pero nunca termina de llegar - susurra.
-¿Por qué la tienes miedo?
Amanda no contesta, está ausente y callada, y al doctor no le gusta. Tampoco le gusta cuando se levanta y empieza a dar pasitos lentos por la habitación con sus pies descalzos; aprovecha este momento para leer el papel que ha sido escrito. “Tú no eres yo, tú no eres yo, tú no eres yo.” Y más abajo: “Yo no soy ella, yo no soy ella, yo no soy ella, ¿por qué?” Y más abajo: “Él dice puedes escribir y dibujar aquí pero no sabes dibujar y siempre que escribes muere algo.” Amanda no se choca con nada, en su cerebro debe de estar grabado el esquema de la habitación, en su cerebro que se niega a ser investigado. Camina y se para junto a la pared de papel marrón con florecillas, la mira sin ojos y levanta sus manos todo lo que puede para tocarla con ellas; las arrastra de arriba a abajo, la acaricia con cariño. Otra vez, de arriba a abajo, como si quisiera darle un masaje. La araña y el papel se le queda en las uñas y aparecen tres hilos blancos. Y empieza a derretirse. La pared va cediendo poco a poco entre las manos de Amanda, que ahora está quieta, y ahora vuelve a pasearse, muy cerca siempre de las paredes, que van cediendo, van cediendo. Como algo líquido, el techo también gotea pero las gotas no llegan a desprenderse. El doctor está muy quieto, parece haber perdido toda voluntad, parado en el mismo lugar junto a la puerta, apoyado en el marco. Todo es una masa, todo se ha abandonado y está desapareciendo, es una revolución que no está siendo presenciada. Cuando Amanda se queda con los pies enterrados, ya no se mueve tampoco, se abandona también junto a su mente. Amanda la nube de papel, la ausente, la insignificante. Ya no delirará nunca más sobre las hojas y las muertes del otoño, ya no tendrá doctor y el doctor no tendrá pacientes, porque todo se ha ahogado en su propia materia sin sentido, la forma ya no está y el alma nunca ha sido. 

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