domingo, 27 de septiembre de 2015

Sumergida

Una arruga, estás recorriendo la arruga de un señor de 80 años que pasea lentamente, apoyándose en un carro con ruedas, por la acera hacia el parque. Tienes las manos secas, tienes los labios secos, pero también tienes seco el vacío. Ahora miras dentro del cubo y no ves un agujero negro, ves algo: agua, frutas, arena... qué se yo. Tienes las uñas deformes y amarillas, pero lo que importa son las manos. Recorres el meandro de un río. Te mojas los pies, encuentras a un perro. El lugar empieza a llenarse de gente; son solo voces, voces que se esconden detrás del sol para soñar sin dar la cara. Tú sueñas a pecho descubierto, sin sujetador oprimiéndote las venas. La sangre circula y te vuelves río, porque desde la orilla resbalas hasta el agua y te hundes en ella. Es ahí donde hallas el silencio. Abres los ojos, sumergida, y encuentras a alguien que se mueve frente a ti con tus mismas maneras. Como si fuera un espejo, pero no. Estiras el brazo con el dedo índice buscándote, y te tocas con el dedo tu otro dedo de ti misma, de tu otra tú. Sonríes y te sonríes. Un estallido de luz. Tremendo. La otra flota, va ascendiendo, con sus cabellos dispersos en todas direcciones entorno a su cara. Ya solo queda agua, cierras los ojos. Un pájaro en el árbol: el mundo sin ti. 

Correr entre mariposas

-Pórtate bien -se despedía la madre de Edurne-. Y ayuda a los abuelos ¿eh?
La niña lloraba enganchada a su vestido, abrazándole las piernas. En el fondo quería quedarse allí, pasar el verano en el campo, los dos meses rutinarios desde que era bien chiquita. Pero ahora tenía ocho años y podía verbalizar la pena por la marcha de su madre.
-Te quiero -añadió simplemente, aún anegada en unas lágrimas que cada vez fluían más lentas a través del río de su cara, dando paso a una extraña serenidad.
-Yo también, cariño.
Dos horas después, su abuela le vertía un cazo de lentejas en el plato de la cena. No cabía duda de que la niña engordaría en ese tiempo, como cada verano. Ni de que, como cada verano, la niña sería feliz.
-¿Mañana podré ver a Lilí? - quiso saber Edurne.
-Claro. Ahora no porque está durmiendo -dijo su abuelo.
Lilí era una vaca de tres años a quien la niña había cogido cierto cariño el pasado verano. Cuando las vacas salían a pastar por los campos vasquenses, Edurne solía acompañarlas sin miedo, y elaboraba coloridos ramos con las flores que encontraba para dárselos a Lilí. A cambio, Lilí le lamía los brazos con su áspera lengua y dejaba que se acurrucara junto a ella. Era una vaca grande, pero esto no intimidaba a la niña, pues de entre todas las demás vacas solo parecía tener ojos para ella. Ni siquiera había querido tanto a Bambú, el ternerito a quien amamantaba aquel verano. Le parecía tan frágil que tenía miedo de hacerle daño. “Pero aunque no pueda jugar contigo de lo pequeño que eres, tu mamá te cuidará, así que no te preocupes” le había dicho Edurne, plantándole un beso en el rosado hocico.
A la mañana siguiente, Edurne se bebía la leche a toda prisa para poder salir al aire libre. Quería correr entre las mariposas.
-¿Es de Lilí? -preguntó, sosteniendo el vaso entre ambas manos.
-No -respondió su abuela mientras le cepillaba el pelo-. Porque Bambú ha crecido y Lilí ya no da leche.
-Ah -murmuró la niña satisfecha, aunque no sabía muy bien a qué se refería.
Todavía con los restos de leche en la comisura de los labios, Edurne salió corriendo al establo para saludar a su vieja amiga.
El establo era un recinto de madera con paja en el suelo, agua y comida, donde se cobijaban unas cuarenta vacas, incluyendo sus terneritos. A veces estaban separadas las madres de las crías, especialmente a la hora del ordeño. Edurne se asomó por encima de la puerta y buscó a Lilí con la mirada. Como no la veía, se asustó, y empezaron a dolerle los dedos de los pies de ponerse de puntillas. De pronto, recordó que había memorizado el número del pendiente (como ella decía) de su oreja. Quitó el cerrojo y entró en el establo, cerrando la puerta tras de sí. Casi todas las vacas se asustaron un poco y se apartaban a su paso, seguidas de sus bebés; otras simplemente la miraban, curiosas. A éstas pudo ir acariciándolas y mirándolas el número. Sin embargo, cuando vio a Lilí no le hizo falta, porque su cerebro descodificó perfectamente la mancha blanca de su ojo derecho, haciéndole saber que era ella.
-¡Lilí! -gritó entusiasmada.
Corrió hacia el animal y colgóse de su cuello. Lilí no se movió, y movía bruscamente hacia ella la cabeza, como regañándola por haberla dejado sola tanto tiempo.
-¿Dónde está Bambú? ¡Ya verás! En un rato iremos a pasear, y buscaremos mariquitas y saltamontes.
Edurne oyó que su abuelo la llamaba y salió del establo en dirección a casa.
-Ya sabes que quiero que tengas cuidado cuando entres  en el establo y andes con las vacas -le advirtió su abuelo.
Sin embargo, algunos lo tachaban de imprudente, porque nunca había prohibido a la niña relacionarse con las vacas a su antojo.
-Sí, yayo. ¿Cuándo van a salir?
-En media hora, cuando venga Martzelo.
Martzelo era el pastor que guiaba a los animales por el monte y los traía de vuelta. Tenía cincuenta años, la piel curtida y corría el rumor de que no se había quitado la boina ni para la boda de su hija.
-Nena, ¿qué quieres para comer?
-Lo que tú quieras, yaya.
Edurne esperaba impaciente en el balancín del jardín, pero no tardó en correr hacia el prado por donde salían las vacas cuando abrían el portón. Allí se sentó y esperó. Cuando Martzelo llegó la saludó.
-¡Anda que no está hermosa tu vaca, niña! ¡Y rebelde! Te echa de menos, sin dudarlo.
Finalmente llegó el momento en que los animales salieron en manada, y algunos tenían tanta emoción por ver y pisar de nuevo la verdura que arrancaban en saltos de alegría mientras corrían. Lilí solía ser de aquellas, pero esta vez solo caminaba tranquila.
-¡Lilí, querida!
Edurne la recibió con su gran sonrisa, y se puso a su lado el resto del camino, contándole historias que le habían pasado y otras que se inventaba.
Cuando regresaron a casa, sobre la hora de comer, Edurne parecía afligida y su abuela la interrogó. Entonces la niña aprovechó para contarle sin tapujos sus preocupaciones.
-Ya no salta, abuela, y me he fijado en que tiene la mirada triste. Me da besos pero solo si se los pido. Creo que ya no me quiere -se interrumpió para secarse una lágrima-. ¿Y si ya no se acuerda de mí...?
-¡No digas eso, boba! Si supieras todo lo que me ha estado preguntando por ti… Anda que no la hemos cuidado, para cuando vinieras. Lo que pasa es que ya es un año más mayor. Pero hay otras vacas que saltan y juegan como nadie, ¿por qué no haces más amigas?
-¡No! -Edurne se ofendió-. ¡Yo la quiero a ella! ¡Solo a ella!
Y se fue corriendo a encerrarse en el cuarto.
Al rato tuvo que salir a comer, y ya estaba más calmada.
-Venga, nena, que he hecho el pescadito que te gusta. Me tienes que comer, ¿eh?
La ternura de su abuela no conseguía coser las grietas que empezaban a salirle en el corazón. Las mismas que le habían hecho enfurecer de pura tristeza, tal vez imaginada. Pero Edurne era una niña y se creía todo lo que se decía a sí misma, más, si cabe, que los adultos. De modo que Lilí había dejado de quererla.
Normalmente solía contar todo lo que había hecho durante el día, pero no habló en toda la comida. Además, estaba entretenida sacándose las espinas de la boca. De repente sintió una arcada al masticar un trozo de pescado, que se le había hecho bola en la boca, y lo escupió. Empezó a llorar.
-¿Qué le pasa a la niña? -se preocupó el abuelo.
Después del postre, su abuela la leyó un cuento con voz dulce y se quedó dormida y contenta. Al despertar, aún somnolienta, se dirigió a la cocina con intención de merendar unas tostadas de mantequilla y mermelada que su abuela solía hacer y a ella le encantaban. Pero se detuvo antes de entrar, porque escuchó que dos personas conversaban y arrimó el oído.
-...y no me gusta que se encariñe con esa vaca -era la voz de su abuelo-. Ha tenido dos abortos y seguramente llame a Toni la semana que viene.
-Pero Iker, ¿es que no podemos esperar a que se vaya?
-Necesitamos el dinero, Idoya.
Edurne supo que estaban hablando de Lilí, pero no podía comprender de qué, porque no sabía lo que era un aborto. Sabía, no obstante, que no era algo bueno.
Como no quería que sus abuelos supieran que había estado escuchando, fue al salón y buscó entre las estanterías, cruzando los dedos, un diccionario. Encontró uno muy viejo, amarillo y con páginas sueltas y trató de recordar cómo le habían enseñado a usarlo en la escuela. Tardó un rato, pero dio con la definición. A decir verdad, con tres definiciones:
1.    Interrupción del desarrollo de un feto durante el embarazo, de forma natural o provocada.
2.    Fracaso, interrupción de algo antes de su realización completa.
3.    Cosa o ser imperfecto, engendro.
Volvió a buscar “feto” y “engendro”. Como no le entraba en la cabeza que Lilí pudiera haber tenido un engendro (criatura deforme o de gran fealdad), llegó a la conclusión de que Lilí había perdido, por alguna razón, un bebé, y que quizás por eso estaba triste.
Pasó los días siguientes cuidando y dando mucho amor a Lilí. Le preguntaba por su estado y le aseguraba que pronto tendría otro Bambú.
-Creo que hoy estás un poco más gordita, ¿y si ya viene?
Y le ponía la mano en la barriga por si sentía pataditas.
-Como cuando la tía iba a tener al primo. Tenía la barriga tan grande que parecía que iba a explotar- se reía.
Pasaron las semanas. Vaca y niña parecían más animadas. Lilí saltaba alguna que otra vez, y Edurne volvió a hacerle ramos.
-Si hago uno realmente bonito, nos casaremos- le prometió.
Una tarde, saboreando una de esas ricas tostadas, su abuela tuvo que confesarle algo.
-Edurne -la niña supo, por su voz seria, que algo pasaba-. ¿Cómo está Lilí?
La cara le cambió a la niña. Como siempre que hablaba de su vaca, le brillaron los ojos y se apresuró a contar mil historias.
-Muy bien, abuelita. Parece que ya no va tanto con las demás vacas porque quiere quedarse conmigo. Yo la obligo a hacer amigas y trato de empujarla hacia ellas, ¡pero es que es tan pesada!
Idoya la interrumpió.
-Cariño, te voy a contar un secreto, pero no se lo puedes contar a ella, ¿de acuerdo? Y tienes que prometerme que no te pondrás triste.
-Vale…
-Lilí está enferma.
Edurne abrió mucho los ojos al mismo tiempo que todo su cuerpo se paralizaba. También el corazón, para un instante después reanudar su marcha más deprisa que nunca. Los latidos se atropellaban unos a otros y se le subían a la garganta.
-¿Qué le pasa?
La niña adoptó una actitud desconfiada, no quería creerlo.
-No lo sé, me lo ha dicho tu abuelo, que es el que entiende de esas cosas. Pero creo que no le queda mucho tiempo…
Edurne comprendió. Eso explicaba muchas cosas. Porque aunque Lilí estuviera más animada, no lo estaba como antes, por mucho que ella tratara de convencerse.
-Abuela, ¿dónde está Bambú?
La niña no había memorizado su número y pensaba que estaba perdido entre los demás terneros.
-Bueno, jovencita, ya basta de hablar de vacas. Cálzate, que vamos a coger fresas y tomates. Voy a hacer un gazpacho que te va a encantar, ¿me ayudarás?
Idoya consiguió distraer a Edurne el resto del día, pero una halo de tristeza la envolvía adonde quiera que fuera. Sentía tanta pena que no se atrevió a preguntar nada más sobre Lilí, como si así su cerebro pudiera reprimir la información que había recibido. Como si así todo fuera mentira. Sin embargo, cumplió con su promesa y no le dijo a Lilí nada sobre su enfermedad, para no preocuparla. Quería aprovechar para buscar las flores más bonitas, para hacer el ramo más bonito y poder casarse con Lilí. Pero un atardecer no pudo aguantar más y se delató. Las vacas ya estaban recogidas en el establo, y Edurne se quedaba allí hasta que su abuela la llamaba para cenar. La estancia estaba tranquila y silenciosa, solo se oían las pisadas de las pezuñas sobre la paja. La luz era tenue y anaranjada. Lilí posó su mirada sobre los ojos de Edurne, serena y majestuosa. La niña tuvo la impresión de que el animal tenía una mirada humana, como si una persona viviera dentro de ella y quisiera decirle algo, y rompió a llorar. Acto seguido se acercó a su cuello para abrazarla suavemente, apoyando la cara sobre su cálido cuerpo. Su abuela la llamó para cenar.
Los días seguían pasando. Una mañana, decidió desayunar zumo de naranja en lugar de leche. Era una mañana extraña porque su abuela no le había dado los buenos días. Sencillamente no había nadie en la casa. Todavía con las legañas en los ojos, salió al jardín, por donde no tardó en aparecer su abuela. La vieja mujer tenía el rostro demacrado.
-¿Estás bien, abuela?
-No, hija. Lilí…
-¡No! -gritó Edurne.
Salió corriendo hacia el establo, y del impulso tiró la silla al suelo.
-¡No, no, no! -seguía gritando.
Lloraba. No se dio cuenta de que estaba descalza y ni siquiera las piedras que se clavaba en los pies le hacían tanto daño como el hecho de saber que Lilí había muerto.
Antes de llegar al establo, reconoció el camión. Había arrancado y se estaba yendo. Era el camión que se llevaba algunos animales cuando había demasiado, le había explicado su abuelo. Hasta ahora no le había importado, pero algo dentro de ella la impulsó a seguirlo. Corrió hasta él y golpeó la parte trasera con las manos.
-¡Sacadla de ahí! ¡Sacadla!
Golpeó con tanta fuerza que se hizo sangre en los nudillos. Algunas vacas mugían. No reconocía el sonido de Lilí, pero sabía que estaba allí. El camión cogió velocidad y las piernas de Edurne ya eran demasiado lentas para alcanzarlo, a pesar de que corría con todas sus fuerzas. La niña se quedó atrás, y cuando comprendió que no había nada que hacer, cayó exhausta con las rodillas en la arena. El camión giró la curva del camino y pudo ver algunas vacas y terneros entre las rejillas. La miraban. Edurne se encontró por última vez con la mirada cuyo ojo derecho tenía una mancha blanca.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Caricia de árbol

En el valle del Miño, Joana bajaba por unas escaleras hasta el río. Era septiembre, hacía sol pero también se nublaba a veces. Se agachó para coger una flor morada.
-No la toques- escuchó a su espalda.
Era voz de hombre.
Se giró y fue un chico lo que vio, uno de su edad, unos 23 años. Su cara le resultaba familiar, era del pueblo de al lado, sin duda.
-Muy gracioso, Marcos…
-No me llamo Marcos -corrigió él.
-Y tampoco eres gracioso.
Hubo un silencio incómodo, suficiente para que Joana asimilara que estaba molesta por el susto, pero que en realidad no odiaba al chico.
-¿Por qué no he de tocarla? -todavía no se separaba de la flor, como desafiando.
-Mi abuela siempre decía que era la casa de las hadas… -esbozó una sonrisa lateral. 
Joana, desconfiada, no sabía si era burla o timidez lo que expresaba.
Al cabo de un rato, ambos paseaban por el monte, por un entresijo de árboles a los que Joana se iba sujetando mientras le explicaba que era poco probable que pudieran vivir ahí, si tenían un tamaño superior al de un mosquito o una mariquita. Eran pequeñas y frágiles las flores, en comparación con las hadas, que preferían excavar en la corteza de los árboles.
-De todas formas -concluyó- me parece que este bosque tiene pinta de estar habitado por trasgos.
Y le miró.
-Muy graciosa…
-Y me llamo Joana.
Él se quedó con Marcos. Marcos tuvo que irse, y Joana se quedó en bragas y sujetador y se tiró al río.
“Maldita estúpida…-se oía en sus pensamientos-. ¿Por qué le habré seguido el juego? ¿Existe, existirá alguna vez en el mundo, por alguna penosa razón, una conversación más ridícula y patética que ésta que acabo de tener? Prefieren excavar la corteza de los árboles… En fin”.
A Joana le gustaba nadar contra corriente, y en ello estaba cuando de repente gritó. Algo se había chocado contra ella, y tardó unos segundos en desenrollárselo de las piernas. Era una lamprea. Sin más. Pero pasó tanto miedo que se apresuró hasta la orilla. Estaba saliendo, y ya solo le faltaba sacar un pie del agua… cuando sintió que algo le agarraba. Esta vez no fue un accidente, aunque se trataba también de algo viscoso. Joana no gritó, porque se quedó sin aliento. Tiraba de su pierna, y lo otro, del tacto de una mano, tiraba hacia el agua ganándole terreno.
-¡Déjame en paz! -se defendió-. ¡Socorro!
Pero el pueblo quedaba más arriba y no solía venir nadie por la zona, por eso se bañaba. Consiguió zafarse de su captor. Se giró rápidamente para volver a por su ropa, empapada, con el nervio a flor de piel, y marcharse cuanto antes. Entonces se topó con algo que la hizo creer que, definitivamente, estaba alucinando. Se esforzó, en apenas medio segundo, por recordar si había tomado alguna seta, como aquella vez, de esa parte del bosque que ella sabía… Pero no había ido por allí. Así que no le quedó más remedio que enfrentarse, temblando, a aquel rostro que tenía frente al suyo, un poco más abajo, y analizarlo. Era un rostro horrible de mujer; no deforme, pero de color verde aceituna, recubierto de una sustancia viscosa y transparente, con trozos más oscuros adheridos a la piel que parecían algas. El pelo, anaranjado, era largo, pegajoso y estaba enredado. Olía mal. La estructura del ser era humana, no obstante estaba más encorvado y tenía los dedos ligeramente más largos, sin uñas. Joana se sentó, mareada, en el suelo y empezó a llorar. “Esto no puede ser un trasgo -se decía-. Ni siquiera puede ser verdad”. El ser la miraba, quieto, y de vez en cuando miraba el río. Pareciera que esperara algún tipo de señal. Llegó un punto en que Joana ya no estaba asustada. Había perdido el miedo con su última lágrima y, de pronto, se lanzó a morderle un pie al monstruo. Un alarido emanó de la boca de la mujer viscosa, que dejó a la vista sus dientes puntiagudos, amarillos y negros. Su lengua era morada.
La mujer agarró a Joana por el pelo y, de la fuerza, le arrancó un mechón. Pero lo más grave es que, aunque no tenía uñas, le clavó la punta de los dedos, que terminaban como en un cartílago afilado, y la cabeza le chorreaba sangre.
-¡No, no, no! ¿Por qué? -gritaba Joana, con sangre en los párpados, deseando que alguien la ayudara.
De repente fue sintiendo sueño… y se despertó.
Todo había sido una pesadilla. Bueno, todo no. Estaba en una camilla, y junto a ella su madre y su novio.
-¿Estás bien? -la preguntó el muchacho, acariciándole la cabeza con ternura.
-Me han vuelto a dar esa mierda de medicación, ¿verdad?
Él asintió, resignado, como dando a entender que había sido lo mejor.
-Me siento fatigada y cansada. Casi me cuesta mantener los ojos abiertos…
-Pero Silvia… -comenzó su madre.
-Me llamo Joana- susurró antes de dormirse.
La madre y el chico cruzaron una triste mirada.