viernes, 5 de diciembre de 2014

El amor vomitado en las esquinas, qué bello es...

Me siento tan frágil como un pajarillo
que se acerca sutil a una migaja
con miedo a poder ser pisoteado
de repente -¡pum!- mientras la come.

Así me siento y solo así contigo,
porque eres algo abstracto como el aire
y sin embargo se lo puede llevar
volando al pajarillo y estrellarlo
contra una valla o contra algo más duro,
si cabe, que una ceniza antigua, un
cuerpo eterno, un cuerno de unicornio
o una pluma rota y muy, muy triste.

¿No sabes tú cómo me siento? Mira,
estoy aquí encogida y tengo frío,
y sin embargo tú sonríes, lindo,
volando o esperando ríos claros;
qué turbios los dejaste, y el pasado
¿por qué apenas se nota ahí en tu espalda?

Me tienes que enseñar a levantarme
porque es que a mí se me ha olvidado, ¿sabes?
Lo sé, lo sé, ya sabes que te engaño...
¡Que bien me sé yo levantar sin nadie!
Mas nunca viene mal la mano amiga.
Pero es que te he lanzado el corazón
y aún lo estás mirando cual la miga
que no se come el pajarillo inquieto,
¡y que soy yo, soy yo la pajarilla!
Pero tú has entendido aquello ya
de que no hace ningún bien picotear
el corazón de aquella que te ama,
¡y no te acercas, pues me quieres libre!
Y por eso tampoco te alejas tú de mí,
esperando estás, sí, que lo recoja
y lo vaya devolviendo a su lugar.

No hagas nada, que ya te estoy queriendo,
¿ahora vienes? Así pues, ya lo sé bien
que entera tú me quieres, sabia y libre.
Y ahora sí me arropas con tus brazos
solo porque no te lo estoy pidiendo.
O igual no es eso, no sé, quizás...quizás
no quieras otro pecho que no es este,
que tenga cicatrices menos grises
o que sea, siquiera, más perfecto.

¿Y qué si luego no se entienden ellos,
el uno sin el calor que vierte el otro?
¡Que no tenemos nada que temer, nosotros!
Y que si tengo miedo a ser pisada
es porque no me dé tiempo a comemerme
cada miga que suelte, para mí, tu alma.
Y cuando menos te lo esperas...¡zasca! hay una alcantarilla 
en medio del paso de cebra.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Si no es ahora ¿cuándo?

No es momento de lamentaciones,
es la época, la vida, el Gran Todo
de las lamentaciones.
De modo que coged las mantas grises
y sentaos en cualquier ladera verde,
imprescindible es que sea de noche
y que los conejillos se asusten de nosotros.
Pálidas sombras, pero firmes, somos
y no queremos ser, mas ¿qué?
Resignarse es imperativo
ante la gran nube nocturna y
su ojo vasto, plagado de legañas.
Nosotras sentimos las cosas infinitas,
como el asco
y poco más,
nosotras, que vamos tanteando la inocencia,
culpables somos desde que nacimos
de un terrible vientre huraño
-acaso lo único que nos ha acogido
en vida-,
y de unas garras que apresaron nalgas...
Y de una sangre que querría volverse mermelada
seguimos ahí sentadas, en la ladera verde
mirando los pajarillos, los pajarillos que nunca vuelven...

domingo, 2 de noviembre de 2014

Naufragio en el jardín de las flores asesinadas por suicidio

Estaba yo con mi amor
sentada en una terraza,
yo me puse frente al sol,
pedimos unas patatas.
Llenóse el lugar al instante,
por madres, madres y más madres:
ni sus aspectos eran galantes
ni pinta tenían de interesantes.
Fijéme en dos florecillas,
con gafas y tono serio, la una,
la otra nada decía,
y es que su fiel compañera
se afilaba las espinas
y contaba, con voz fina,
cuán dura su vida era…
Tenía una suegra horrible
la florecilla, temible,
y un marido machista
al que tenía que cuidar.
Vaya, vaya, menuda novedad,
la auténtica tragicomedia
de una chica de ciudad…
Mi amor comía sus patatas
y yo mis orejas alargaba
mientas comía las mías,
(se estaban quedando frías
y una sensación pastosa
recorría toda mi boca).
Por lo visto la florecilla, a su florero,
no le daba bien con el plumero,
por lo visto la florecilla,
con su pico, tenía que cuidar
y cuidar a sus chicos,
por lo visto la florecilla, su marido,
trabajaba mucho y cuando llegaba
estaba molido…
¿De qué se queja esta flor seca?
¡Se oyó una voz, lo juro, la oí!
Ni hablar ni oír ni escupir deja,
¡claro, lo quiere hacer todo ella!
Si fracasar es de humanos
más humano es decidir fracasar.
No caigan palabras en saco vano,
no cesarán los arroyos de manar
porque  una florecilla se tire
a la que haya que salvar.
¿No ves que te has arrancado
y sin raíces te has quedado?
Ya no puedes agarrarte,
pero, si hay que naufragar,
elige tú la dirección, elige tú el lugar.
Que a las aguas las palabras
no le vienen a bañar.
¡Pobre florecilla desgraciada
la que tenía que asentir!
¿Sería también su vida
un supuesto sinvivir?
Miré a las demás florecillas
hacia uno y otro lado
y eran muy parecidas todas:
así el pelo recogido,
allá el niño, el plato, el abrigo.
Magnífico jardincillo
de pétalos marchitados.
“¿Yo voy a ser como ellas?”
le pregunté a mi amor.
“Dímelo, pues, sé sincero.
Pero no me mires a los ojos
por si acaso me lo creo…”
Comíose sus patatillas
y no me hizo ningún caso:
me miró,
esbozó una de sus sonrisas
y, sin compasión, me besó.


(A modo de aclaración, decir:
que la autora de esta entrada 
contra el fracaso no tiene nada.
En la vida hay pocas opciones,
entre ellas: fracasar, o ser fracasada.
Mas pretende destacarse en estos versos
esa cierta hipocresía de victimizarse
por los propios actos hechos
y cargar el peso solo en brazos ajenos.
Sin más ni más, me despido,
así mismo,
tan rápido vengo como rápido ya me he ido...) 

domingo, 5 de octubre de 2014

Cómo brillar tras un cristal opaco

Gustaría de no hablar con nadie por no molestar,
por no ser analizada y, sobre todo,
por no molestar.
Hablaría solamente con poemas
cual chinches supurándome las venas,
si pudiera,
o lazos que besaran mis muñecas.
Hablaría de mis penas
y luego nada,
me iría por ahí a ser feliz:
niebla, árboles, correr desnuda.
Si nos desnudásemos más ante la gente
hablaríamos menos y escucharíamos más,
e, irónicamente, menos. Oh paradoja
cruel de los hijos de la vida.
Tocadme los senos, madre del aire,
cubridme de pieles perfumadas de las flores,
buscadme un huequecito al lado de una ardilla,
cavadme un agujero o un sepulcro
donde pueda yo comer arena,
para usar la boca en otra cosa que escupir. 

martes, 16 de septiembre de 2014

Yo sé que tú tenías vida...

Me siento tan cansada, confusa, humillada, indignada, furiosa y triste que no sé por dónde empezar. Y es que vengo de Tordesillas, del Toro de la Vega, o como yo prefiero decir: de ese lugar donde han matado, una vez más, a un toro a lanzadas. Esta vez le ha tocado a Elegido. Llegamos con mucha incertidumbre -cuatro chicas más y yo, que compartimos el coche y a las que me referiré como "las chicas"- sin saber lo que nos íbamos a encontrar aunque intuyéndolo. Pero os aseguro que cualquier intuición no sirve con lo que en realidad vives allí. El corazón desbordado en un ambiente taurino a más no poder. El pueblo infestado de gente, en un ambiente hostil donde todos te miraban a la cara para barajar si eres de "ellos" o de "los otros". En la plaza encontramos a un grupo de personas que ya están gritando por la abolición del festejo, rodeados de taurinos. Nosotras preferimos no involucrarnos, todavía. Indecisas, vamos de un lugar a otro, nos paramos, hablamos con más gente que se ha desplazado hasta allí, no tenemos ningún plan, o mejor, ningún plan parece servir ahora, que nos vemos acorralados. Siento miedo. Miedo de que me identifiquen, no la policía, sino los taurinos, lo cual es bastante fácil por el estilo de la ropa, aunque nos hemos esforzado en ir lo más normal posible. Muchos de ellos, jovenes o viejos, van con bastones con pegatinas, vestidos de fiesta, de encierros, subidos a caballos y portando lanzas... Algunas lanzas da miedo verlas, de lo largas y afiladas que son -unos 50cm, lo que creo que es ilegal, pero para qué vamos a hablar de legalidad-. Me acerco a un caballo cuyo lancero, montado sobre él, se ha parado a hablar con alguien. Miro a los ojos al animal, parece ausente, acostumbrado a aquello. Le miro las riendas que lleva en el hocico, le levanto la cadena que va por debajo de su barbilla y veo que tiene una herida con sangre que debe de escocerle al tener la cadena ahí incrustada. Pero no se queja, ¿quién iba a escucharle, de todas formas? No para de sonar música taurina por los altavoces que me está provocando un leve dolor de cabeza. Eso no puede ser bueno para la salud, mi cerebro lo sabe. Anuncian cada dos por tres el famoso torneo del Toro de la Vega, que será a las 11:00. Al rato, vemos que hay jaleo en torno a la rotonda de antes, nos acercamos: están desalojando a los activistas que protestaban. Yo voy con el móvil en la mano, me pongo en primera fila y lo grabo. Grabo y oigo cómo todos los hombres que me rodean, la mayoría de avanzada edad, insultan y humillan a los que van sacando por el "paseito" del recorrido. Les llaman de todo, en especial insultos machistas. Un repaso, así por encima: "¡Guarra!""¡Zorra!""¡Vete a tu país!""¡Tírala al río!""¡Déjala caer, hombre!"(a una chica que llevaban en volandas)"Depílate el chocho""Vete a limpiar". Algunos activistas van sujetos por los brazos por los agentes, otros van andando (pero acompañados), a otros se los llevan en volandas... Cuando empiezan a molestarme algunas personas, pues he levantado sospechas tras 3 minutos de grabación, nos vamos. Seguimos sin saber qué hacer, ¿esperar que salgan espontáneos y unirnos a ellos para taponar alguna zona? ¿qué? La gente empieza a correr, uno de los caballos que monta la guardia civil parece haberse asustado, lo que por otro lado es lógico, todo está lleno de gente y no  precisamente tranquila. Tras otro rato de indecisión nos enteramos de que están taponando el puente y nos dirigimos hacia allí sin dudar. El problema es que hay que pasar por el recorrido, en medio del vallado tras los cuales todos los taurinos, ya caldeados, esperan la salida de Elegido e insultan a los que pasan. Todavía vamos caminando, rápido, con decisión, por entre los insultos y los guardias, que traen gente, cuando noto que alguien me coge del brazo con fuerza y tira para impedirme avanzar. Siento pánico y me hace mucho daño, inmediatamente le digo al guardia civil que no me toque, un hombre adulto pero joven, con gafas de sol y mucha mala hostia, delgado pero musculoso, y no demasiado alto. Me intento soltar y le grito, pero él me zarandea con saña, me sigue apretando de una forma, a todas luces, desproporcionada: resulta evidente que no solo está haciendo su trabajo sino que se lo ha tomado como algo personal. Me suelta y me coge otro, que me trata de forma más humana mientras me sigo quejando y arrastrando, pues tengo claro que encima no les voy a facilitar el trabajo. Me sueltan junto a un pequeño grupo, aún en el camino del vallado, nos sentamos y nos agarramos para ofrecer resistencia. Al final nos sueltan uno a uno y nos llevan, a mí entre dos, uno por cada brazo, mientras suelto las piernas y me dejo caer, y ya de paso la "gente" me insulta. Casi estamos llegando donde nos iban soltando a todos, ya fuera del recorrido, cuando me cogen otros dos policías de las piernas y me llevan en volandas. 4 personas para sacar a una chica de 48 kilos. Me siento satisfecha. Junto a los demás activistas, me miro los brazos: completamente doloridos y rojos, lo cual no me importa tanto como el recuerdo del primer guardia que me cogió, que ejerció la ley por su propia cuenta ensañándose con una agresividad cuya procedencia no quiero entrar a valorar. Me cago en sus muertos y sigo adelante. Las chicas están también conmigo. Hemos conseguido retrasar el evento, pero desde que entramos en Tordesillas supimos que no íbamos a poder evitar la muerte de Elegido... Sencillamente eran demasiados. Suenan los cohetes de salida. Impotencia y rabia contenida. Los activistas ya no molestamos allí, estamos parados sin saber qué hacer, quiero gritarles a todos que se muevan, que tenemos que hacer algo, algo más. Algunos se han ido hacia la vega, donde lancearán al toro, y algunos vuelven para informar de que están agrediendo a algunos compañeros. Una de las chicas dice que un policía ha dicho, literalmente, que si vamos hacia allí lo que pase es cosa nuestra, allí no pueden protegernos porque "no pueden ir". Eso significa que los taurinos podrían habernos dado una paliza y ellos no hubieran hecho nada. Lo cual es más o menos lo que sucede... Bajando una pequeña rampa de tierra hay varios policías que pretenden que no pasemos a la explanada para acceder a las talanqueras, detrás de las cuales están ya los corredores y lanceadores. Yo corro todo lo que puedo para ir allí, junto a los otros que están, y animo a la gente con señas. Al rato vienen corriendo en estampida, sorteando a los policías, lo cual me emociona un poco a pesar de la tensión. Sin embargo... ¿qué podemos hacer ya? Sin saber muy bien cómo ni por qué, veo en el cielo piedras y objetos que vienen o van y salgo corriendo lo más lejos posible. Detrás de unos matorrales hay un hombre meando y se sorprende. No quiero correr más peligro así que me vuelvo con las chicas, lejos de la vega... Me dicen que han visto a una chica muy grave, sangrando, y que nadie hacía nada, solo los activistas intentaban acercarla hasta la ambulancia como podían, y mientras los policías han ido corriendo a la zona de conflicto a cargar o a formar un cordón (¿no decían que no podían ir?¿en qué quedamos?). En fin, que asustada, cabreada y desilusionada, empiezo a pelearme verbalmente con los pocos taurinos y taurinas que también estaban viendo el espectáculo desde allí. Un hombre adulto con una vara (con la que posteriormente amenazará a una mujer que le reprochaba) y su hija de unos 7 años al lado está discutiendo con algunos de los nuestros, que le critican la educación que les están dando a sus hijos y exigen que se lleve a la niña, que está callada pero llorando, lejos de aquel lugar donde se maltrata a los animales. Al final se acaba yendo, no sin callarse. Y seguimos discutiendo con otros. Oigo comentarios de activistas que han sido agredidos físicamente por gente del pueblo, ya sea con empujones, bofetones, patadas... No les basta con la vejación verbal y con el acoso sutil. Esto me lleva a plantear una cuestión... más allá de que la muerte del toro en semejantes condiciones sea una tragedia: ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Qué hay...? Hay, como mínimo, una educación basada en la violencia y muy arraigada, la violencia hacia lo diferente. No sienten empatía hacia un animal que está sufriendo, y al que se creen con derecho a maltratar por diversión, solo porque es diferente a ellos -de otra especie-, de la misma forma que se ríen y maltratan a los que no pensamos ni somos como ellos. La prueba es que siempre que quieren atacarnos aluden a nuestro aspecto, a nuestra condición de mujeres (machismo, el hombre es inferior a la mujer), e incluso se inventan cosas que nos atribuyen, como que somos unos gandules, okupas, que estamos pagados... para justificar su actitud hacia nosotros, para justificarnos como "malos". Uno de los argumentos más patéticos que he escuchado hoy, y por desgracia se sostienen a menudo es "¿Qué pasa con los niños que pasan hambre?¿Y qué pasa con las guerras?" ¿Qué tendrá que ver? Que haya atrocidades en el mundo no justifica las cometamos nosotros y más aún si son temas sin relación alguna. En resumen, viendo la educación y el 'paleterío' de la generación más vieja en ese pueblo, no me extraña que las siguientes sigan el mismo camino, y más cuando se castiga al diferente (como ha dicho una periodista agredida, yo temería hasta por mi vida si viviera allí y tuviera que declararme antitaurina). Pero todo esto sucede por una razón más... porque los políticos lo permiten con sus leyes absurdas. Hoy es un día de decepción profunda con la humanidad. Si bien he visto cómo hay gente buena dispuesta a soportar vejaciones por luchar en lo que cree, en un mundo mejor, no ha sido suficiente: ellos, los ignorantes, los que no han podido o querido liberarse de las imposiciones culturales, de las creencias predefinidas, para buscar sus propios valores... ellos son muchos más, y van ganando. 
Al volver en coche, vimos en un prado un montón de toros pastando bajo el tenue sol del día nublado, y una de las chicas dijo: "Míralos qué tranquilos están...¿a que no molestan a nadie?"
Yo no he visto los ojos de Elegido aunque haya estado allí, luchando por su vida, pero he visto los ojos de la humanidad... y me ha guiñado uno.
"Herido está de muerte, el pueblo que con sangre se divierte"- Juan Ramón Jiménez.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Desconcierto

Está a punto de formarse un poema
en el centro más íntimo del caos
de mi pecho –es como un ovillo
de colores deshecho
pero todos los colores son el negro.
Está a punto de formarse,
como si alguien, algo, no sé,
fuese a ponerse a tejer con él.
Dibujará mariposas con mi angustia
que se derretirán con este calor que yace
junto a mí.
Será un poema de miel y de mar
que nadie, nadie entenderá.
Y yo tendré que ponerme gafas
para quitármelas y estamparlas,
de repente, contra el suelo,
para romper sus cristales y fingir mi indignación.

Perder es siempre encontrarse de cara. 
O era al revés...

lunes, 18 de agosto de 2014

Apaleadme, pero con un poema


Desesperadamente busco y busco
un algo, qué sé yo qué, misterioso,
capaz de comprender esta agonía
que me hiela, no sé con qué, los ojos.

Desesperadamente, despertando
sombras que yacen, muertos que conozco,
simas de sueño, busco y busco un algo,
qué sé yo dónde, si supieseis cómo.

A veces me figuro que ya siento,
qué sé yo qué, que lo alzo ya y lo toco,
que tiene corazón y que está vivo,
no sé en qué sangre o red, como un pez rojo.

Desesperadamente, le retengo,
cierro el puño, apretando al aire sólo...
Desesperadamente, sigo y sigo
buscando, sin saber por qué, en lo hondo.

He levantado piedras frías, faldas
tibias, rosas, azules, de otros tonos,
y allí no había más que sombra y miedo,
no sé de qué, y un hueco silencioso.

Alcé la frente al cielo: lo miré
y me quedé, ¡por qué oh Dios!, dudoso:
dudando entre quién sabe, si supiera
qué sé yo qué, de nada ya y de todo.

Desesperadamente, esa es la cosa.
Cada vez más sin causa y más absorto
qué sé yo en qué, sin qué, oh Dios, buscando
lo mismo, igual, oh hombres, que vosotros.

miércoles, 30 de julio de 2014

¡Perra, vida!

Mi perra está triste,
ni come,
ni bebe, apenas se mueve.
Tiene un agujero a cada costado,
tan pequeña es
que ayer la cogieron de un solo bocado,
tan pequeña es
que está triste y ya no mueve el rabo...
Mi perra es más blanca
que el cielo blanco,
más buena
que el cielo blanco
y más triste
que el cielo blanco, toda ella.
Tan solo una mancha marrón
tiene en la cara,
como si alguien, despistado,
se la hubiera derramado.
Mi perra, cuando te mira, habla,
pero no como un perro estúpido
o una persona: como una estrella.
Antes sí que se ponía alegre,
pero creo que el lomo le duele,
además del corazón...

lunes, 28 de julio de 2014

Clase de anatomía para poetas

-Te quiero –dijo ella con voz trémula.

-¿Por qué siempre me lo dices después de discutir?

-Tal vez solo quiera recordar algo importante…

-Vale - concluyó él.

A ella le pareció que se hacía menos nítido. Aun así le cogió la mano y, guiándola con la suya, a través del aire, la posó sobre su propio vientre, hacia un lado.

-¿Notas algo? Nada, ¿verdad? Debajo de esta piel que me recubre, justo debajo de la palma de tu mano hay un riñón.

Fue ascendiendo, su mano sobre la de él, y se detuvo en la linde de uno de sus senos.

-Por aquí, si me rajaras, encontrarías el hígado… - deslizando ambas manos hacia el centro de su pecho, prosiguió:- …y por aquí andaría el corazón, tal vez lo sientas, a éste, un poco. Podrías tocarlo incluso, si me rajaras. 

Le parecía ahora que ella misma se volvía menos nítida. Pero, como si hablara sola, siguió diciendo:

-Así te quiero yo, con mis vísceras… La sangre que corre entre mis venas les sirve de alimento, pero también a ella va a parar toda la porquería que el alma o la experiencia me hacen consumir. Es tóxica, y a veces duele, la piel que me recubre la camufla y parezco hasta bonita, pero yo no quiero máscaras… Prefiero ser cínica que hipócrita. No quiero volverme sombra, demasiados fantasmas hay ya sobre este mundo.

Cada uno volvía a tener las manos en su lugar, colgando de los brazos. Él no decía nada, ella callaba, y acaso estaría pensando todavía, tratando de descifrar, sobre sus venas, el ridículo mensaje que escondían y querían salpicar, incontenibles.

-Tampoco quiero ser veneno, pero quizá sea una víbora que vive aquí y ahora, y dentro de un momento sea otra cosa. ¡Soy volátil, lo sé, lo soy…! Sin embargo, hay algo que no cambia y que es mi esencia: mis vísceras siempre están ahí, inamovibles, y a veces hablan.

sábado, 26 de julio de 2014

Los zapatos quietos

Estoy sentada en una banqueta alta, frente a una mesita blanca, en la sala trasera de la tienda donde trabajo. Es una sala enorme, más que la propia tienda. Trabajo en un herbolario. Me encantan las plantas; secas y guardaditas en bolsas. La luz no la he encendido, pero se ve lo suficiente con la que entra desde la puerta. Pelo una manzana, no me dio tiempo a desayunar antes de salir de casa. El cuchillo se desliza suavemente por el borde de la fruta, rasgando su piel, mejor de lo que he pelado nunca una manzana. La atravieso: parto un trozo, y me lo llevo a la boca con la mano. La manzana cruje entre mis mandíbulas, su textura es arenosa. No sabe mucho a manzana, pero a quién le importa a qué sepa una manzana. Además, no tengo otra cosa que comer. Mientras mastico miro distraídamente un cartel enorme que hay apoyado en el suelo, contra la pared, debe de llegarme hasta la cintura. Es de una crema. La mayor parte del cartel la ocupa, tremendamente ampliada, la cara de un niño bebé que sonríe, con ojos enormes, y asoma cuatro dientes. Por detrás se ve a su madre, borrosa, que también parece sonreír. Pero la cara del niño me absorbe y me da miedo. Es terrible que pueda detenerse así, para siempre, un momento tan sencillo como ese, en que dos personas ríen en el salón de su casa. Pero luego en la fotografía ya no ríen, ni siquiera están ahí, es todo una mentira, una burla cruel del tiempo y hacia el tiempo. De repente se oyen pasos en el piso de arriba, que hay sobre la tienda; siempre se oyen. Son pasos como de mujer, lentos pero firmes, y también hacen que me entre un miedo espantoso. Porque en realidad es espantoso no saber quién camina por encima de nosotros. Sigo masticando, el último trozo de manzana, con su textura arenosa, y noto los dedos pegajosos. Odio eso. Si pudiera, me lavaría las manos cada cinco o diez minutos, pero el agua no está para malgastarla, ya se sabe. Eso sí, cuando te duchas, si eres como yo, de los que te pierde el agua caliente, casi ardiendo, a veces es inevitable dejar que el líquido se escurra por tu cuerpo de forma innecesaria. Es como una caricia. ¿Y Quién va a decir que no a una caricia? Tiro los restos de la fruta a una caja de cartón cualquiera y salgo hacia el mostrador. No ha venido nadie y todavía siento un poco de miedo.

viernes, 18 de julio de 2014

¿Nadie grita?

Se oye un gallo
y seguidamente cae una bomba desde el cielo,
                                        y otra,
                            y otra,
y no es lluvia
es ansia rota que destroza
y mata.
Es Gaza,
es un niño corriendo en una playa y,
después, un niño que ya no corre más.
¿Puedes sentir eso,
lo mismo que yo siento?
¿Puedes oír el silencio?¿El dolor?
¿Por qué están callando casi todos?
¿No pueden oír lo que yo oigo?
Qué poco se atreven los humanos
a gritarle a la muerte
cuando no es la suya.
¡Corred, animallilos, no estáis solos!
Tan solo sois muy desgraciados,
vosotros, el pueblo palestino.
Se oyen sirenas,
sirenas que no tienen mar,
se oyen sirenas
al otro lado de la ciudad.
¿Qué es eso?
(El cielo se ilumina.)
¿Es que alguien nos viene a salvar?
Se oye un canto y,
de repente, el silencio,
y luego estalla -el grito-
y más sirenas.
¡Les da igual, les da igual,
que nuestros niños muertos están!
Está lloviendo fuego,
amigo, que viene hacia esta tierra:
vete a refugiar. ¿Pero dónde...?
Y el infierno ¿dónde está?
Por favor, por favor, Jesús, Mahoma, Alá,
que esto cese ya.
(¡Aquí está! ¡Aquí está!
gritan los palestinos al pasar.)

lunes, 14 de julio de 2014

El valle nocturno

En la sierra de Guadarrama de Madrid, a unos 52 kilómetros al norte de la capital, se encuentra el valle de La Jarosa, en cuyo centro yace un pequeño pantano rodeado de praderas de margaritas y menta-poleo que perfuman el aire y, tras ellas, extensas pendientes con pinos silvestres y algunos riachuelos. Entre esta vegetación, sumergida en los árboles, se encuentra una casa de fachada blanca y tejado grisáceo oscuro, donde habita el guarda del pantano. El guarda del pantano es un señor viejo y demasiado solitario que se ha resistido, bajo cualquier circunstancia, a abandonar aquella casa donde vive desde siempre. Su función no se sabe exactamente, pues hace mucho tiempo que allí en la sierra no hay nada de valor que a nadie interese robar, salvo quizás las cuatro vacas que mantiene el propio hombre, y un par de gallinas, perdidas la mayor parte del tiempo. Por otro lado, la depuradora del embalse tiene sus propios guardias bien pagados. El guarda del pantano simplemente está ahí, vigilando el pantano, y la verdad es que nunca ha sucedido nada perturbador en el valle, ya sea porque él está ahí o porque nada había de suceder. Una noche, sin embargo, se despertó inquieto de repente, tomó su linterna y salió, somnoliento, a comprobar que todo estaba bien. La noche era tan cerrada, tan sin luna, que apenas veía el camino bajo sus pies, y no lograba deshacerse por completo del sopor que le embargaba. Tal vez fuera eso, o no, por lo que instantes después se encontró con un ciervo al lado de un árbol, al que el viejo guarda miró y escuchó decir –sí, decir- “ya están aquí”, mientras el animal le miraba fijamente. El viejo sacudió un poco la cabeza, volvió a mirar y encontró al ciervo comiendo hierba.
-¡Eh! – trató de llamar su atención, pero el ciervo ni se inmutó.
Siguió pues, caminando, y pensando, a pesar de su alucinación, en qué querrían decir esas palabras. ¿Quiénes podrían ser ellos? ¿Y dónde estarían? El viejo quiso volver a casa a por una pala, o a por su bastón, para tener algo con que protegerse, pero algo le impulsó a seguir hacia delante, por los caminos que no conducían al pantano, sino que se alejaban de él. Subiendo una ligera pendiente escuchó ruido entre unos matorrales a su izquierda y, antes de que pudiera asustarse, apareció ante sus ojos una liebre, que se paró en el centro del camino y le miró fijamente. Ésta era una conducta ciertamente extraña en una liebre. El guarda del bosque esperó a que cruzara al otro lado, pero en lugar de eso escuchó al animalillo decir, con voz muy fina, como un pitido:
-Han vuelto, han vuelto y no se van.
El viejo, ya harto de tanto desconcierto, se decidió a entablar conversación con la liebre, preguntando:
-¿Quiénes han vuelto? ¿Dónde están?
El animal se asustó al oír la voz ronca y rajada del anciano, pero mientras huía hacia la maleza, se le oyó lanzar al aire unas palabras:
-Arriba, junto a los grandes peñascos. ¡Pero, recuerda, siempre vuelven!
El guarda del pantano, con la mano pegada a su linterna, avanzó con tímidos pasos hacia donde el animal le había indicado. Aquellas rocas estaban apenas a unos metros de distancia, por eso iba con cuidado.
-¿Hay alguien ahí? –gritó.
El hombre era demasiado viejo como para inventar otra frase con que increpar a los supuestos alborotadores. Como siempre sucede en estos casos, nadie contestó. No obstante llegaron hasta sus roídos oídos algunos sonidos que no correspondían a la vegetación o a la fauna habitual, pues parecían más bien como murmullos apagados.
-¡Salgan de ahí cuanto antes! – ordenó con decisión el guarda. Tenía la seguridad de que, fuera quien fuera, hubiera venido para lo que hubiera venido, si había alguien se escondía detrás de los grandes peñascos que tenía enfrente, alzados en aquella montaña como estatuas majestuosas contrarias al tiempo.
No avanzó más, se limitó a escuchar con toda su atención, de modo que escuchó ruidos de nuevo detrás de las rocas, esta vez como pisadas que hacían crujir las agujas de los pinos y los palos. El viejo tenía los nervios a flor de piel a causa de la incertidumbre, fue esto lo que le impulsó a avanzar rápidamente rodeando la roca, y fue así como descubrió con desagrado que, efectivamente, había dos personas ahí: una pareja de jóvenes semidesnudos que trataban de vestirse inútilmente.
-¡Aparta eso, viejo! – dijo la chica, refiriéndose a la luz de la linterna, mientras terminaba de abrocharse los pantalones y agarraba la camiseta para ponérsela.
El viejo accedió, desconcertado, y volvió sobre sus pasos al otro lado del peñasco. Sentía como si, en ese preciso instante, el velo de sueño que le había cubierto durante la noche desapareciera de pronto. Estaba más despierto que nunca, pero no lograba encajar los acontecimientos que se habían sucedido, empezando desde que se despertara de golpe. ¿Cómo era posible que, a esa distancia de su casa, pudiera haber oído cualquier cosa estando dormido? Su sueño solía ser tan profundo que había quien le había creído muerto o en coma en ciertas ocasiones. Irónicamente, nada podía despertar al guarda del pantano que no fuera él mismo, y difícilmente puede despertarse uno a sí mismo mientras duerme. El viejo ni siquiera quería reflexionar sobre su charla con los distintos animales: no tenían ningún sentido. Sin duda, estaba enloqueciendo. Sus párpados hinchados querían llorar, pero justo aparecieron los dos jóvenes, ya vestidos, y le preguntaron.
-¿Qué ocurre?
-Nunca viene nadie por aquí de noche, ¿qué es lo que hacéis?
-Pues me parece que está bastante claro -sostuvo el chico-. ¿Es que no podemos estar aquí? Además, eso que dice es mentira: nosotros solemos venir.
El viejo no supo qué contestar. Sinceramente, le era indiferente, pero por alguna razón se vio obligado a responder.
-El monte de noche es peligroso, muchachos... -Hizo una pausa y añadió: -Mirad, haced lo que os venga en gana, pero no perturbéis la paz del bosque.
Les dio la espalda y emprendió su vuelta a casa, dejando atrás las risas ahogadas de los jóvenes.
-¡Buenas noches!- gritó ella. Y, tras una pausa: -¡Y gracias!
El viejo giró la cabeza hacia ellos, con una mirada indescifrable, y vio que la chica agitaba su mano en señal de despedida. Cuando ya lo perdieron de vista, los dos volvieron a meterse detrás del peñasco, de donde no tardarían en escaparse gemidos de placer entre crujidos de agujas de pino y palos. El guarda del bosque, que había terminado de descender por la pendiente, ya no oía nada. Se encontraba al pie del pantano, y había apagado su linterna. Echó un vistazo al otro lado, a la derecha, y vio su casa, que tenía las luces encendidas. Era lo único que brillaba en la oscuridad, y se dio cuenta, con cierta aflicción, de que, de alguna manera, perturbaba la paz del bosque. Se echó sobre las invisibles margaritas y, apoyando la cabeza sobre un brazo, se dispuso a dormir allí mismo. No es cierto que su casa era lo único que brillaba en la oscuridad. Ahora la luna, grande y redonda, se derramaba sobre las tranquilas aguas, cuyo cómplice silencio hizo que, por fin, el viejo pudiera dormir aquella noche. 

martes, 8 de julio de 2014

Hablando de pozos

En verano el calor, la gente, las terrazas, los helados de nube, los paseos nocturnos sin congelarse de frío, el miedo. En otoño, en primavera, en invierno, el miedo. El miedo a no haber echado la llave, el miedo a que aquella señora te mire mal por no sujetar al perro a tiempo, el miedo a la absoluta soledad, el miedo a que se manche el libro por comer cerca de él, el miedo a enfadar a tus padres, el miedo al silencio, el miedo a que tus amigos te abandonen, el miedo a suspender, el miedo a tener falta de calcio, el miedo a morir, el miedo a quedarte sin trabajo, el miedo a que tu pareja te abandone, el miedo a que te multen, el miedo a tener cáncer, el miedo a abandonar a tu pareja, el miedo a vivir, el miedo al miedo. No queremos darnos cuenta de que básicamente todo lo que impregna nuestra vida apesta a miedo, y te deja un tacto untoso en las manos en cuanto te acercas un poco y lo tocas para ver qué es. Sí, amigos, el miedo es la verdadera religión, la única. ¡Pero qué miedos tan absurdos pueden llegar a SER! ¡Y qué grandes! ¡Y qué bien huelen algunos! Algunos huelen a él. Hay que soltar lastre, hay que pasear más cogidos de la mano de nuestra sombra, hay que pasar más de todo, invitar a la risa a casa a tomar el té y decirle el nombre de tu gata. Invitar a la muerte a que recoja los trocitos de cristales, que hemos roto en arrebato, a que nos hable de la vida, y que nos de un par de hostias. Con la muerte se puede hablar, claro, con la vida no. Todos sabemos el aspecto de la muerte: capa negra, guadaña, huesos. Pero ¿qué aspecto tiene la vida? Yo me la imagino como un árbol de huesos que no para de florecer. Sin embargo, no seré yo quien os hable de la vida; cada uno que se hable a sí mismo, que a nadie va a importarle más que a ti lo que tú puedas decir. Por eso hay que usar limpiacristales con las palabras que nos vamos a decir, para que si se nos cae alguna y llamamos a la muerte a que nos ayude a recoger los trocitos se lo encuentre todo, al menos, reluciente. Que vea que aunque cerremos la puerta al miedo pueden seguir entrando cosas desagradables. 

miércoles, 2 de julio de 2014

Susurros del subsuelo

No sé si será ésta la noche –definitiva-,
ésta la hora,
o si seré yo la persona
que trepe por los versos que tiende aquella luna.
Lo que sé es que soy yo la que se muere
de frío ahora, en esta sombra.
Siento… siento como si fuese yo una arruga
que alguien trata de estirar, pero no puede
y suelta,
y del tirón me hago más chica
y enmudezco.
Y quiero mirar tus ojos
pero jamás oír tu voz,
y quiero tocar tus manos







con las mías,
pero me parecen absurdos los grillos
que tratan de cantar,
absurda cualquier forma de luchar.
Es por eso que mis manos cuelgan,
es por eso que mis labios callan
con la mariposa azul de la tristeza.
Y sigo mirando tu ventana,
pero no te llamo,
y es
por eso
que quiero oírme pero nada escucho.
¡Callad, callad!
Parece que algo me viene a buscar…
Es un perro viejo y huele mal,
pero con él no me hace falta hablar,
ni pensar,
ni siquiera ser algo.
¡Espera, perro viejo, perro hermoso!
Creo que no es noche de versos
ni de luna: iré contigo.
Mas solo si me llevas a algún charco,
al charco más sucio donde mirarme.

(Y al final son las manos las que callan,
mi boca te toca con estas palabras
que tanto odias
y mis ojos… a mis ojos los cubren dos ojeras
como párpados de piedra que quieren
ser mordidos por tus manos,
tocados por tus ojos,
hablados por esas palabras tuyas
que tanto odio).

miércoles, 25 de junio de 2014

A corazón abierto

Corre tan rápido como sus piernas se lo permiten con el viento en contra, a sus pies languidecen pensamientos de colores que dejan caer pétalos a su paso. Más allá, una pálida perla se esconde detrás de una roca a la orilla del mar blanco, con su rugir de olas silencioso e impenetrable. Estas olas se mecen en la tarde muy unidas, llevando su espuma pura a todos los granos de arena que aguardan su llegada, y a los que no. El cielo es apenas una mancha o un espejo; bajo él, no muy lejos de la playa, se cobija una tienda de madera oscura con grandes cristaleras, en cuyo interior se hallan numerosas almas que vuelan invisibles, revueltas y confusas. Aunque ha aflojado la marcha por el cansancio sigue corriendo, ahora por la blanda arena que, aunque a veces le hace tropezarse, no le hace daño en las rodillas ni en las palmas de las manos de tan blanda y fina. El agua moja los dedos de sus pies, ahí la arena es más dura y el mar incita a un abrazo con su inmensidad, pero sigue corriendo, no decae. Y el fluir de las almas estancadas entona un soplo apenas perceptible, que solo se queda en silencio cuando una mano se posa sobre el pomo de la puerta y vacila con abrirla. Entonces todo se para de repente: la hiperventilación de unos pulmones que han corrido, la gaviota que ha ido a picotear la perla a ver qué era, la nube que pasaba viajera y con lluvia, la araña que, en una esquina de la tienda, no se daba cuenta de que no tenía nada que atrapar. El mundo es un reloj sin manecillas, un ignorante, porque no hay ni una conciencia en ese instante… Hasta que algo empieza a revelarse con velocidad furiosa, atravesando todas las cosas, confundiéndose con el anterior instante de quietud, ¿no es acaso el mismo instante? La mano sobre el pomo, ahora todo pasa muy deprisa, pero pronto el tiempo regresa a su lugar posándose como ave en rama delicada, que se tambalea un poco hasta que al final cesa y la sostiene, y no ha pasado nada. El pomo gira con decisión, el aire vuelve a entrar salado en los pulmones, y una avalancha de almas sale como una corriente de aire hacia el mar abierto, cada una emprendiendo su camino alegre y expectante. Se deja caer sobre las rodillas, exhausta, y, cabeza gacha, esboza una sonrisa: lo ha conseguido. 
Pero ¿el qué? Hay algo que todavía no ha podido salir...
...y tiembla, tiembla un poco, sin hacer ruido, porque nadie se ha percatado de él.

Adiós, Alberto

Hoy ha pasado una puta desgracia, y es que alguien a quien apenas conocí durante unos meses, y nunca en persona, se ha ido. Me bastó para saber que era un buen chico, y para mí fue una experiencia enriquecedora haber compartido con él conversaciones, tontas, inútiles, profundas, la mayoría de ellas de esas que no puedes dejar pasar por alto porque de quien proceden tiene algo especial. Él era un poeta, me dijo que sus poesías más íntimas las escribía siempre a boli en un cuaderno. Ojalá que alguien las encuentre y le haga inmortal, pero, en cualquier caso, quien tiene amigos escritores nunca muere, y quien sabe dejar huella tampoco. Él vivirá en nosotros, en los que le conocimos un poco y en los que le conocieron más, en los poemas, en los soñadores, en el aire fresco y en los violines. Me decía que escribíamos casi la misma prosa y la misma lírica, que leerme a mí era como leerle a él. Ojalá que eso baste para que algo de esta ceniza que vomitan mis ojos y mis manos llegue hasta él. Cuando muere un poeta muere un trozo del alma de la tierra, morimos un poco todos. Pero no solo ha muerto un poeta, ha muerto Alberto, por eso me jode. 

No tenías derecho a morirte,
a darle la razón a esa puta.
Yo no puedo quedarme así,
sin saber si al final ibas a comprarte
aquel terrario con hormigas,
sin saber por qué no me enteré de nada
cuando te empezaste a ir
y, sobre todo, si alguno solo de tus pensamientos
fue para mí, en esos últimos suspiros.
¿Qué pasaba por tu mente? ¿Es cierto que no
te quedaban fuerzas?
Seguro que nunca se te acabó la poesía,
no pudo haber pasado también eso.
Sal ya, Alberto, de esta broma pesada
que me están gastando;
tú y yo teníamos que conocernos.
¡Me tuviste tantos días preocupada!
Te hablé, pero nadie contestaba,
claro, estas cosas son así,
nunca nadie contesta cuando pasa algo.
Nunca voy a perdonarte, que lo sepas,
que al final te hayas muerto,
¡dijeron que las palabras no podían morir!
Pero lo hacen, y se nos llevan por delante,
y no sé si primero se van ellas o nosotros
así que tienes que volver para decírmelo
y para llevarme a ese pueblo tuyo en Francia
que parecía tan bonito.
Ya verás, me voy a cabrear mucho
cuando me digan que todo es una broma,
pero aun así voy a sonreír
cuando sepa que tu pulmón está bien,
junto a ti, y que los dos os dais calor.
¿Y qué edad tenía? Pregunta la gente,
pero no me preguntan tu nombre
o si querías a tus perros,
o a cuántos habrás dejado en llanto
escribiéndote un poema cuando ya no estás,
cuando ya no estás…

-Cuando te leí por primera vez me pareció estar mirando un pedazo quebrado de un espejo que refleja el alma.
-Repúdiala todo lo que quieras, teme tanto como puedas esa maldición que es escribir, pero los poetas nos desnudamos en nuestros versos.

Él me caló bastante bien y discutíamos por ello. "Baja las armas, poetisa", me decía, porque quería que me quitara el escudo que llevo siempre para defenderme de todo, y yo le decía que no, que no llevaba ninguno, pero nunca conseguí engañarle -o tal vez por desgracia sí-. Yo escribía pésimos poemas a causa de algunas conversaciones, y él se los guardaba en un documento de Word como si realmente valieran algo, y me echaba la bronca por decirme cosas así. Pero no te preocupes, amigo, que no dejaré de escribir, no lo haré.
Voy a terminar tanto sentimentalismo con unas palabras suyas, a propósito del libro "Momo", que ambos nos leímos y fuimos comentando a la vez...
"El tiempo no se pierde, porque no lo poseemos, porque no existe. El tiempo es otra invención más del humano. "Ahorrar tiempo". Es una idea bárbara. No se puede ahorrar tiempo, porque el tiempo se va, se pierde. Si no lo consumimos nosotros, se consume solo, como una manzana al aire.
Así que lo que mejor podemos hacer en esta vida es gastar el tiempo que tenemos. Porque si no lo gastamos nosotros..., la vida misma lo gastará sin que nosotros lo hayamos usado."

miércoles, 18 de junio de 2014

Carta a N de nadie, o de no sé

La mayor parte del tiempo la pasamos sin esperar descubrir nada nuevo, sin embargo, hay instantes de tremenda lucidez en que una parte minúscula del mundo o de los propios pensamientos nos es revelada de forma casi absoluta. Aunque no llegues a comprenderla del todo, la sabes, como si esa verdad se abriera paso a través de ti luchando por salir a flote y ser comprendida por completo. En uno de esos instantes me he dado cuenta de que nunca he escrito sobre ti, o más bien he estado evitando o reprimiendo cualquier manifestación de algo profundo y herido en mi ser que te corresponde. Es por eso que fui sin hacer ruido hacia mi habitación y ahora duerme a mi lado una gata negra mientras escribo entre las mantas como en los viejos tiempos con arrugas; tiempos que son amables, pero viejos, como esos ancianos de las residencias que, por desgracia, se acaban muriendo. Hay quien piensa que son demasiado viejos para sentir, demasiado pasado para ser futuro, pero la realidad es que solo hay que asomarse un poco a sus ojos para ver lluvia, lluvia que pasa. Yo no quiero esperar a verte en esa situación para arrepentirme de no haberte expresado lo que siento. Prefiero arrepentirme ahora, aun sabiendo que eso no va a hacer necesariamente que algo cambie. Imagina una chica escuálida, cabizbaja y empapada de lluvia que camina de noche por el bosque profiriendo extraños gritos que nadie entiende; creo que ese es mi destino, y que mi felicidad consiste en evitarlo un poco. Últimamente me das miedo y dueles: cada vez te veo más roca. Y ese es el problema, que dejas que cualquier sedimento forme capa sobre ti y se solidifique. Me pregunto dónde estarás y cuánto habrá que rascar para llegar hasta ti. Temo que sea necesario un pico y mucha fuerza, y yo soy demasiado delgada y me tiemblan las manos cada vez que intento acercarme al palo. ¡Que se acerque él! Me digo, y por si acaso me quedo cerca, esperando, mientras me convierto poco a poco en piedra. Es tanto el amor que necesito de ti que solo me salen insultos y palabras feas cada vez que intento explicarte algo que nunca vas a entender. Sé que la vida te ha enseñado a escupir fuego, pero todavía te falta aprender lo que es el agua. El fuego está muy bien cuando hace frío, pero quema a los humanos, por eso los humanos no pueden ser felices pretendiendo ser dragones. Lo que pasa cuando guardas tanto rencor, por muchas razones que tengas, es que te hundes en la tierra y empiezas a lanzar fuego a diestro y siniestro sin darte cuenta –o tal vez sí- de que eso no va a solucionar nada. Resulta irónico que alguien, tiempo atrás, tratara de demostrarme esto mismo: que el rencor es malo y no soluciona nada. Es malo pero es justo, decía yo, y aún me pregunto cuánto de razón guardan mis palabras. Sí he podido llegar, en cambio, a una conclusión: escribir es una consecuencia. Y soñar también. Al imaginar miento, pero también me salvo de la muerte de la vida. (Aunque, como digo yo… Benditos sean los que idealizan, porque ellos lo hacen realidad. Ellos crean.) Es posible que jamás hubiera sostenido una palabra entre mis dedos, salida de mi boca en un soplo, si hubiera sido eficiente mostrando al mundo, y a mí como parte de él, parte de lo que soy. Así que me quedo con esto, con un puñado de palabras escurriéndoseme entre las manos como agua que alivia. Oh destino que me aguarda entre los árboles, que traza pulcramente el camino donde he de pasar y, sobre él, coloca cada grano de arena y cada piedra. Oh abismo negro que nos separa a ti y a mí, y que con su baile impide la posibilidad de construir cualquier tipo de puente. Una vez más vengo sin saludar y me voy sin despedirme, no habiéndome dicho absolutamente nada, esperando la llegada de la Gran Hora donde ya es demasiado tarde, donde ya siempre es demasiado tarde. 
 

viernes, 30 de mayo de 2014

Por qué me gustan los gatos y odio a las personas

[Atención: contenido inflamable altamente infantil. Si se considera una persona lo suficientemente madura como para huir de aquí ahora, hágalo. Hágalo ya sin dudarlo]
*ejem*
Para mí, un gato es un ser peludo irresistiblemente achuchable; cuanto más gordo, más achuchable, y da igual lo antipático que sea, pues seguiré intentando establecer contacto con él con el único fin de achucharlo y asfixiarlo entre mis brazos. Sin embargo, no me pasa lo mismo con las personas, incluso siendo simpáticas conmigo puedo llegar a odiarlas. ¿Por qué ocurre esto? Os preguntaréis las mentes ávidas e inquietas, la razón es muy sencilla: los gatos no hablan. Es cierto que pueden ponerse a maullar en mitad de la noche por el pasillo sin venir a cuento y despertarte, pero no puedes odiarlos, porque son gatos. Ahora, que algún humano ose despertarme de la siesta y verá...
A un gato le da igual lo mucho que le quieras, porque como le toques un poco las narices te va a zampar un mordisco de los de llorar y va a seguir su camino felino hacia la auto-realización sin remordimientos mientras tú te desangras. Luego, en los momentos más inoportunos, irá a darte mimos, o debería decir a pedirlos o autoacariciarse usándote en su propio beneficio. Son adorables y no les importa serlo, son bordes y no les importa serlo. El caso es que ellos son así: se la suda todo, van a su rollo, la mayor parte del tiempo sin molestar a nadie o sin intención de hacerlo. Así soy yo también, solo que parece que yo sí molesto, ¿por qué? Porque los humanos hablan. Los humanos hablan, y con ello exigen, reprochan, generan ideas, se inventan hipótesis y teorías y, lo que es peor, creen llevar la razón en todo lo que dicen. Jamás verás a un gato indicándote cómo te tienes que vestir, cómo tienes que dirigirte a tal o cuál persona, qué gato es superior o inferior a él -obviamente todos son inferiores-, no te preguntará si deberá peinarse hacia un lado u otro, sencillamente no se peinará, ¿para qué? Pues eso digo yo, ¿para qué? ¿Para qué peinarse pudiendo tener un gato? Ya basta, lo único que va a exigirte es que le alimentes varias veces al día, que le dejes un hueco en la cama y que le dejes en paz. Pero una persona jamás va a dejarte que seas tú misma, te hará miles de preguntas y te dará un montón de órdenes sobre cómo tienes que comportarte con ella y con lo que le rodea, y en cuanto no te ajustes un poco al esquema te lo echará en cara a la menor oportunidad. ¡A la mierda los esquemas! Dejadme caminar sola y con gatos, que se confundan nuestras huellas y que nunca más tenga yo que volver a hablar con nadie. Aprenderé a maullar, y cuando algo me desagrade morderé y maullaré y me ahorraré el tener que dar elaboradas explicaciones sobre mi pensamiento que nadie va a escuchar. Los gatos no te obligan a ablandar tus ideas, no reprimen su parte irracional a no ser por las consecuencias, y hasta en eso les saco yo ventaja: estoy por encima de las consecuencias. ¿Cómo puede alguien estar por encima de las consecuencias siendo consecuencia? Tampoco un gato va a darte nunca una respuesta, y es que no la necesitas. ¡Y son tan limpios! Aprovechan cualquier ocasión para acicalarse, y con esa lengua puntiaguda con la que se lamen sin pudor los genitales luego te dan besitos espinosos que te exfolian la cara. Y si te descuidas se beben el agua de tu vaso, porque todo es de todos, y luego, inocente de ti, beberás como si nada de eso hubiera ocurrido. ¡Serán comunistas...! También pueden tirarse horas en coma, en la misma posición mirando un punto fijo -un punto que no eres tú, porque los gatos pasan de mirarte- con total indiferencia, olisqueando el aire, olisqueando una pared donde no hay absolutamente nada. Así son ellos, unos grandes exploradores, unos grandes aventureros indiferentes... ¿pero cómo indiferentes? diréis, indiferentes porque tienen que convivir con nosotros, los humanos, los que nunca se callan, nada oyen y observan demasiado haciendo muy poco.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Esa noche la primavera la había mandado fría y húmeda

Había un sujetador, a pesar de la penumbra podía distinguirlo. ¿Habían dado una fiesta allí? Probablemente no. Más bien parecía que alguien había tirado esa ropa por las gradas intermedias del anfiteatro, esa ropa que la gente no quiere y dona a los pobres en bolsas de plástico pensando que ellos sí van a quererla. En fin, se puso a curiosearla con la vista entre la oscuridad y siguió caminando por las gradas, bajo la luna, con las manos en los bolsillos. Esa noche la primavera la había mandado fría y húmeda, así que llevaba puesta la capucha y por eso tenía las manos heladas. Adelantaba un pie, giraba sobre él y de este modo iba girando sobre sí misma como una bailarina cansada y despreocupada, dando vueltas al anfiteatro; la soledad le devolvía una esencia que perdía en público y que solo se puede recuperar caminando y en silencio. Subió a las últimas gradas, donde adquiría más altura, y se sentó en la piedra. Tenía la sensación de que alguien la observaba; ¿serían unos ojos en aquel árbol? Miró a su alrededor pero, como esperaba, no había ningún alma, la gente se refugiaba en sus casas. Los pavos del parque aullaban a lo lejos, tal vez les molestaba la luz de las farolas, porque nadie les había preguntado a qué hora les venía bien que fueran apagadas, o tal vez solo maullaban porque los humanos eran estúpidos. Pero eso daba igual, porque se oía el ruido de los coches a lo lejos, y más allá veía las luces de algunas casas; desde allí lo veía todo, pero nadie la veía a ella, que, agazapada como un gato, recibía el viento en las mejillas con una leve sonrisa. Se sentía bien de estar viva y poder tocar algo tan muerto como el viento; casi podía cogerlo como a un pétalo con perfume o un bolígrafo roído. No necesitaba más que esa soledad y esa sensación, sí... pero la noche acabaría y llegaría el día siguiente, donde ya no estaría sola, estaría ella misma rellena de muchas más cosas, y rodeada de sonrisas que a veces pasarían por su lado y la harían también sonreír, a veces, pero ya no se sentiría flotar... y probablemente, en su escritorio, podrían encontrarse un puñado de papeles con poemas garabateados, destartalados y mediocres, peleándose entre ellos.


La mayor parte del tiempo vivo confusa
y asustada por la realidad
y le suelto mis púas.
Ni siquiera sé si mis padres
fueron erizos o me adoptó una cobaya
y me crió mal.
Los mayores no pronuncian el amor
a sus hijos porque lo han sufrido
y se lo lanzan como una patata seca
que ellos se empeñan en explorar,
entonces sufren y no hablan más de ello.
Así se perpetúa la eterna tragedia
del no saber querer,
junto a la confusión que nos hace
necesitar a otros para reducir
la incertidumbre de la soledad.
Una patata seca flotando en el mar
es un pésimo flotador.
La mayor parte del tiempo vivo confusa
y asustada
y desconfío de ella tanto como de mí.


No me pidas que no me escupa
en cada palabra,
que no hable con mis vísceras
porque, ¿quién me va a escuchar
si tú no estás?
Yo no puedo comunicarme
y por eso soy silencio.
Mi idioma es el de unos pasos
sin zapatos
y sin pies,
el de una caricia
con las uñas sin cortar,
áspera, áspera como la sal
y dulce como el tiempo que sonríe
y te consume como una taza de té.
Pero también sé de besos en los ojos,
de silencio con los ojos;
no me pidas que tenga párpados
ni orejas
porque tengo palabras calladas
que solo saben ladrar.
Pídeme el infierno, allí puedo arder
por cualquier cosa,
por hablar.
Te prometo que no sé reconocerme
y tengo sueño
de tanto mirarte las pupilas
y no te apagues, por favor,
sé mi infierno, sé mi perro
y te prometo no ladrar
ni prometerme con la muerte.
Por ti puedo ser un gato.
Por ti, soledad.

sábado, 3 de mayo de 2014

Las 10 señales de que se está viviendo el verdadero amor

(Parodia de este artículo).

1. Te deja entrar primero a cagar
Llegáis a casa dispuestos a descargar la maquinaria,. Si, antes de enfrascaros en una despiadada lucha por apoderarse del baño, te deja pasar primero significa que se preocupa por ti y por tu bienestar, por encima del suyo (por supuesto, si no solo no se lo ofreces tú sino que además aceptas es que a ti te importa una mierda su bienestar y eres una persona despreciable).
2. Miente
Le pillas viendo porno y pelándose el calabacín –o frotándose el hormiguero-, sin embargo insiste en que solo está excitado/a porque está pensando en ti y en todas las cosas que podríais hacer junticos; de hecho, solo lo ha hecho para ser mejor contigo en la cama (o donde sea) Esto demuestra que le importas y quiere mantener, por encima de todo, una relación contigo hasta que la muerte os separe.
3. Te regala una flor
Vais por el parque, los jardines están repletos de rosas y él, o ella, decide agacharse para cortar una y entregártela como muestra de amor verdadero. Tiene espinas y pincha, y en el fondo le da pena arrebatarle la vida a la planta, pero solo quiere complacerte y es por ello que antepone a sus ideas tus necesidades. No encontrarás a una persona como ésta, valórala.
4. Canciones
Estás en el supermercado un lunes de mierda pensando en tus desgracias cuando de repente suena la canción de Mercadona y te acuerdas de esa persona. Anuncian el litro de agua a 0,90 céntimos, no importa que sea tu oportunidad para ahorrar, porque estás pensando en ella, en los momentos que vivisteis juntos.
Si además aprovecha para cantarte canciones inventadas y estúpidas con cualquier excusa significa que contigo no tiene vergüenza y confía mucho en ti.
5. Compañía
Si cuando estás solo te desesperas y no aguantas para estar otra vez en su presencia, si tienes las paredes arañadas por la agonía, y hasta los brazos destrozados por los nervios, que te impulsan a autolesionarte bajo la culpabilidad de no hacer nada para estar juntos en ese preciso momento... No lo dudes,  lo que sientes es amor, independientemente de si estás bien o mal de la cabecita.
6. Te manda a la mierda
No solo no escucha atentamente todo lo que le dices, sino que te manda callar o a la mierda cuando algo no le interesa lo más mínimo, ahí hay sinceridad. Puedes contar con él para lo que necesites, su palabra es de fiar.
7. Sexo
Cuando le cuentas tus problemas no le importan lo más mínimo, pero aun así intenta consolarte metiéndote mano hasta en el DNI hasta que logra penetrarte –o ser penetrada-. ¿Qué mejor regalo que un orgasmo? Quiere que te sientas bien. Con esa persona en tu vida nunca tendrás tiempo para las lágrimas y viviréis en un mundo mágico de penes y vaginas.
8. Compromiso
Desde que está en tu vida no sientes otra cosa que ganas de abandonar el trabajo, los estudios o el sofá e irte a vivir a la selva a tener cachorros con él/ella. Sientes que ha llegado el momento de abandonar la civilización, incluso podrías prescindir de un brazo o de cualquier otro miembro sin el que pudieras seguir viviendo si eso supone una garantía de estabilidad, de que vais a estar siempre juntos.
9. Recuerdos
No puedes dejar de pensar en su persona y en todos los momentos que habéis vivido juntos. Si cuando cagas, cuando pasas tu lengua sobre un limón en la frutería o cuando te follas a tu gato vienen a tu mente su olor, el tacto de su piel y eso, no la dejes escapar: ha conseguido llegarte hondo y eso es la cima del amor, del amor verdadero.
10. Fe
Te has convertido al catolicismo. Crees en todo lo que te dice y en lo que tú le dices y necesitas creer en la vida eterna, el único lugar donde vuestro amor evidente y único podrá alcanzar el nirvana, el satori, la gloria, el paraíso, la plenitud absoluta. 

miércoles, 30 de abril de 2014

Ocurrió un día malvado

Decidimos ir a la Feria del Libro que instalaban todos los años en el parque del Retiro, en Madrid, donde nosotros vivíamos desde lo que nos parecía demasiado tiempo. Quedamos por la mañana temprano, sobre la hora de comer: la una. El madrugón me dejó exhausta, así que no pude llegar antes de la una y media, sin embargo, Dylan no estaba allí, ¿se habría ido? No, llegó diez minutos después por culpa de un apretón de última hora; podría no habérmelo creído, pero por desgracia conocía el trágico aparato digestivo de mi amigo, y su pésima salud en general, por lo que no pude hacer otra cosa que creerle y compadecerle, casi le agradecí que hubiera venido hasta aquí. Nos dirigimos hasta el principio de la interminable hilera de puestos, cargados de libros y de autores que iban a firmar, e intentamos colarnos en ellos uno a uno para presentar nuestro tan estimado –por nosotros mismos- trabajo. Sabíamos que éramos excepcionales, originales, y poseíamos todo lo necesario para triunfar como artistas y darnos a conocer, dar a conocer nuestras patéticas vidas plasmadas en papeles en forma de relatos y poesías, Dylan incluso había escrito una novela con un interesante argumento sobre un perro que baila. A decir verdad, solo intentamos infiltrarnos en aquellos puestos en los que lo veíamos más fácil, o bien porque tenían la puerta de atrás abierta y nos resultaba fácil asestar un golpe disimulado a quien hubiera dentro, o porque el estante donde reposaban los libros era tan bajo que se podía saltar, y otras tácticas por el estilo, de las que emplean los profesionales en las películas o libros que mi amigo y yo tanto conocíamos debido a nuestra escasa vida social: ni siquiera entre nosotros nos agradábamos, y a veces, cuando quedábamos, fingíamos extraviarnos para perdernos de vista un rato. Esto llamaba un poco la atención, en el sentido de que era poco creíble, pues siempre nos terminábamos encontrando en el mismo sitio en que nos desviábamos, pero odiarnos era nuestro secreto. De modo que cada uno llevábamos impreso un pequeño libro, cuyas páginas habíamos recortado cuidadosamente nosotros mismos y cuya cubierta habíamos construido con cartones duros y pintura acrílica. Quedaron resultones, sin embargo, si lo que queríamos era hacernos pasar por autores de prestigio que presentaban su último libro, más valía que nos metiéramos en el primer McDonald que encontráramos a atiborrarnos de patatas fritas mientras llorábamos por nuestro fracaso.
En el par de pequeños puestos en que conseguimos hacinarnos, llamábamos a voces a la gente para que se acercara, lo que a mí me daba un aspecto de gitana de mercadillo que pretendía vender a cualquier precio sus últimas berenjenas, y Dylan… en fin, ni siquiera sabía gritar, así que simplemente le ignoraban. Un par de personas, a los que tal vez inspirábamos más lástima que interés propiamente dicho, se acercaron y pudimos explicar con detalle nuestro estilo y obra, pero sospecho que solo nos estuvieron entreteniendo hasta que vino un segurata que medía lo que calculé en torno a los 2 metros de largo y 4 de ancho, y con uno solo bastó para que desapareciéramos de allí para siempre con nuestros libros cochambrosos bajo el brazo, pues desde entonces nos tienen prohibida la entrada al parque por ese y otro motivo que relataré a continuación.
Desolados y sin saber qué hacer, no solo para lanzarnos al estrellato, sino para rellenar lo que nos quedaba de día (para una vez que salíamos de casa, nos daba pereza incluso volver), nos encaminamos hasta el famoso lago con intención de observarlo, pues no teníamos un centavo, el segurata nos había robado todo nuestro dinero a cambio de no denunciarnos a la policía: en total diez cochinos euros, pero ahora ni para alquilar una barca teníamos.
Entonces observamos el lago, Dylan se coló por la valla que lo cercaba y tuve que ayudarle a salir, quitarle un alga de la cabeza, y luego se me ocurrió el plan. Un elaborado plan que nos permitiría acceder a las barcas y obtener, gratis, el paseo que anhelábamos sobre las verdes y pestilentes aguas que veíamos. El plan era ir hacia las taquillas, colarnos entre la gente y correr mucho para que nos diera tiempo, a uno a desatar la barca, y a otro a obtener un par de remos. Mi tímido amigo aceptó el plan, me felicitó efusivamente por mi inteligencia y nos pusimos manos a la obra. Yo desataría la barca, él iría hacia el puesto de los remos. Colarnos fue fácil: había mucha gente a pesar del moribundo estado del lago y de las barcas, y apenas nos vieron un par de personas, a las que pisamos sin querer, pero al confundirnos con cucarachas nos dejaron pasar de largo. El principal problema fue que, al pasar por delante de la taquilla, la mujer de dentro dio un grito de alarma y el viejo y gordo barquero empezó a perseguirnos, moviéndose pesada y exageradamente de un lado a otro en un intento de correr. A mí me dio tiempo de sobra a desatar la última barca, pero mi pobre amigo volvió con un ojo semicerrado por un puñetazo que había recibido en el puesto de los remos, donde le habían zurrado por imbécil. Nos montamos de un salto y con el pie empujamos la barca lo más lejos posible de la orilla, dispuestos a iniciar nuestro místico paseo por las aguas del Retiro y a reequilibrar nuestras energías espirituales, que tan afectabas se habían visto en los últimos momentos. Sin remos, tuvimos que meter los brazos hasta el codo para poder desplazarnos, pero a los cinco minutos asumimos nuestra descoordinación y lo dejamos, de todas formas ya no nos podían alcanzar, y al rato estábamos flotando a la deriva sobre el centro del lago, sin dirigirnos la palabra, con cara de idiotas y ajenos a los gritos de los trabajadores y de la seguridad. No obstante, no pudimos ignorar el ajetreo que habíamos ocasionado cuando apareció un helicóptero sobrevolando nuestras cabezas, en el que una voz masculina hablaba a través de un altavoz y nos ordenaba detenernos inmediatamente, a pesar de que estábamos parados y medio dormidos, despanzurrados a lo largo de la barca (aun así sobraba más de la mitad) de forma totalmente inofensiva, lo que nos impedía comprender por qué se había originado todo eso. Solo queríamos ser felices. Mi amigo Dylan se puso nervioso ante el espectáculo y se lanzó al lago, a sus nebulosas y putrefactas aguas, en un penoso intento de suicidarse. Lo peor fue que yo hice lo mismo, le seguí, no para suicidarme, sino para ocultarme y fingir que nunca había estado allí, mas no logré aguantar la respiración por más de diez segundos y salí pidiendo socorro o un flotador donde agarrarme; siempre me dio miedo el mar y temía que algo me agarrara, algo mutante, desde las profundidades, pese a que, si me esforzaba un poco, podía hacer pie, pero eso me daba más miedo aún. Busqué a mi amigo mientras chapoteaba y lo encontré unos brazos más allá, flotando y sin vida. Más tarde, cuando nos sacaron, comprobamos que solo había ingerido aquella sustancia líquida en que flotaban las barcas y la mierda y le había sentado mal. Nadie comprendió nuestra actuación, aquello que nos había impulsado aquel día a saltarnos tantas normas sociales, fueran o no delito, y ni nosotros mismos pudimos explicarlo de otra forma que no fuera “porque nos apetecía”, y por lo visto les dimos tanta lástima que simplemente nos largaron del parque para siempre, bajo la amenaza de que, si volvíamos a alterar el orden público alguna vez más a lo largo de nuestra vida, nos mandarían a un manicomio o nos pondrían a trabajar en el McDonald. Mi imagen de mí con gorra y uniforme, sirviendo en bandejas patatas fritas a gente que iba a llorar por su fracasos me causó tanto pánico que agarré a mi amigo por el brazo, me lo eché a la espalda y salí pitando del lugar, mirando mal a todos los presentes. A Dylan creo que le dio más miedo pensar en el manicomio, porque allí no solían poner patatas fritas y era probable que no le dejaran llevarse sus juguetes de coches y tractores, y tampoco sus galletas Oreo.