martes, 29 de octubre de 2013

Todo solo todo


No quiero que el sol me muerda otra vez, ahora que he dejado tendidas algunas cosas que no espero que se sequen, pero así sé dónde están, no quiero que molesten. Hoy bailé desnuda sobre una inmensidad inaceptable, comparé mis senos con el polen de las flores y me peiné el pelo con unas ramas de las que se enredan en los dedos amarillos. No quiero que el sol me ladre otra vez, que ya bastante daño hacen los andares ausentes sobre los andenes, las escaleras que no saben si suben o si bajan ni a quién. Quiero que sople esa melodía en mi oído una y otra vez, nana na nanana na, la he odiado tantas veces como a aquel piano que agonizaba entre sus dedos mientras su alma florecía bajo mis ojos de escarcha. Y sin embargo todo lo que nace muere y aquí estamos, quejándonos de que nos piquen las abejas y se mueran, creyendo que la lluvia que cae vuelve a caer, pero no, las gotas nunca son las mismas nunca. Todo lo que necesitamos no existe, todo lo que existe no lo necesitamos, por eso me permito escupirme y contemplar mis entrañas en el asfalto al lado de las hojas que el otoño ha desahuciado. Matémonos un poco más con música, ella es quien nos falta para sentirnos un poco vivos. Porque lo que no mata no hace vivir voy a cambiar de melodía como si nada, voy a sintonizar cualquiera de los labios que me acepten, voy a acechar cualquiera de los labios que me ignoren. Voy a cenar patatas fritas, total, no hay nadie que vaya a decirme que cambie el canal de mis recuerdos, aunque sé que estarán ahí cuando quiera escalar hasta las nubes y me dirán que no es seguro y que no tengo alas pero yo sé que sí, lo que pasa es que están mordidas, como aquella mariposa a la que le mordieron las alas y no quiso suicidarse. Es una línea curva que asciende y que desciende para bañarse un rato en el lago y luego vuelve a ascender esto que están haciendo con nosotros que nos dejamos hacer. Cuándo perdimos el control sobre aquel amanecer que no existe porque estamos vacíos porque estamos llenos. Y siempre queremos verlo pero nos quedamos encerrados en casa de nadie y preguntamos qué está mal. Dicen que la gente que no piensa y yo sé que no, todos pensamos unos en naranjas y otros en manzanos pero todos, todos sabemos cuándo debemos estar en casa para comer aunque nadie nos espere. Y solo algunos encienden la tele mientras tanto, y solo algunos sucumben en el bosque girando muy despacio sobre la punta de sus dedos. Todo lo que quiero es girar en el bosque, muy despacio, bajo la punta del cielo.

martes, 22 de octubre de 2013

Para una palabra más

A veces siento la necesidad
de hablarte y me digo: háblale
y voy decidida hasta el pc y,
con la mano temblorosa,
escribo tu nombre,
quizás abro tu pestaña.
Háblale, pregunta cómo está,
si tiene nuevas metas en la vida,
si… Sencillamente habla,
pregunta si está vivo.
Pero no preguntes nada más.
Entonces veo tu foto
en tu pestaña sin ojo
y aparece otra pestaña
y me miran las dos muy quietas.
Habla, estúpida, di algo,
es ÉL. Es él, mejor será
que no le hables,
mejor será que haga su vida,
aunque sea infeliz,
que la haga sin ti.
De todas formas no tienes fuerzas
para una palabra más. 

Oremos al ssseñor

Si una gota baila entre colores
en tus ojos,
si escuchaste temerosa un coro
de esas voces.
Si dejaste que murieran antes
de vivirte,
si la niebla puso los matices
sin matarte.
Si buscaste a ciegas entre cajas
tus miserias
y encontraste huecos de sequías
entre paja.
Si relojes cuentan sobre el árbol
los minutos
y derraman su tristeza mudos
en el charco,
y de tristeza forman un lago
que es el mundo.
Si macabras muecas te acompañan,                          Imagínate muerto, 
si muy quietas                                                                             imagínate volar,
van callando las palabras viejas,                                                                          imagínate muerto
si no hay nada                                                                                                                      pues así vivirás.
que te pueda atormentar hiriendo
tus entrañas,                 
si moribundas verdades vagan                     
en silencio.                                                                         
Si te miras al espejo roto                                                                     
de la vida                                                                                                                      
y solo ves sombras y huidas                                                                             
sin decoro.
Si me miras a los ojos flacos
y me gritas
y de mi boca brota una risa
de hombre manco. 

jueves, 3 de octubre de 2013

Pajaritos sin colores

-Bien, Amanda – dice el doctor con voz grave y tranquila–. Ahora voy a contar desde diez, y cuando llegue a cero estarás profundamente dormida.
Diez, nueve, ocho… La muchacha está sentada frente a una mesa, con los ojos cerrados y los brazos colgando a ambos costados, como nubes alrededor de su vestido blanco. Siete, seis, cinco, cuatro… La voz del doctor es dulce pero firme. Tres, dos, uno, cero.
El doctor la mira un instante dudoso y sigue con la operación.
-¿Cómo te encuentras, Amanda?
No contesta. Al rato:
-Bien – con un deje de voz.
-¿Qué ves?
-Nada… No hay nada, pero siento una brisa.
-¿De dónde viene esa brisa?
-De allí – levanta un brazo y señala al doctor. Lo deja caer.
-Bien, ¿qué ves allí?
-Cucarachas.
-¿Puedes coger el bolígrafo?
Amanda alza la mano derecha sobre la mesa y lo coge sin necesidad de abrir los ojos, como si lo intuyera o recordara de alguna forma que ya se encontraba allí. Junto al boli hay un papel.
-En ese folio puedes escribir o dibujar lo que quieras, ¿de acuerdo?
El doctor se apoya con su bata blanca en el marco de la puerta; está acostumbrado a las sesiones, no le suponen ningún esfuerzo, ninguna sorpresa.
Durante un rato, ni la muchacha ni él dicen nada. El doctor la observa mientras ella escribe algo. Al principio la letra es inteligible, pero poco a poco comienza a coger forma.
-¿Qué escribes?
-Lo que me está dictando.
-Yo no te estoy dictando nada, Amanda.
-Pero ella sí.
-¿Quién es ella?
Amanda arruga la cara con gesto contrariado o molesto. No quiere dar explicaciones, parece enfadada. Al relajar la cara una lágrima escapa por su mejilla.
-¿Por qué lloras?
-Por la chica de la nariz bonita – gime. Ha dejado de escribir y ahora agacha la cabeza; el pelo la protege el rostro del doctor. Sigue gimiendo.
-Tranquilízate.
Los sonidos van cesando, pero no levanta la cabeza. La mano sigue sobre el boli y el boli sobre el papel. Su mano parece de papel, su piel, pálida, parece de papel, y su vestido son nubes, pero su pelo… Su pelo es negro azabache, muy largo y ligeramente ondulado, como lluvia que grita.
-Dime quién es ella, Amanda. La chica de la nariz bonita.
-No quiero.
-¿Por qué?
-La odio.
-¿Por qué la odias?
De repente, la muchacha levanta la cabeza y se queda como pensando. Los ojos cerrados en todo momento como lagos muertos. Pareciera que está mirando al doctor a través de los párpados, muy fijamente.
-Dímelo – exige la voz, dulce y grave.
-¡Porque tiene la nariz bonita! – grita ella, al tiempo que da un puñetazo sobre la mesa.
Amanda echa la cabeza hacia atrás, hacia el techo, y abre la boca. Se lleva las manos a la cara y se acaricia. Sonríe.
El doctor se ha quedado en un punto muerto y no sabe cómo seguir, pero sigue preguntando por miedo a que se le vaya de las manos.
-Háblame de aquellas cucarachas.
-Ya no están.
-¿Adónde han ido?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Quizá se las haya comido la chica.
-¿Por qué dices eso?
-Porque ella es así – su voz es monótona-. Ella puede hacer lo que quiera y está bien.
Amanda da un respingo sobre la silla, asustada por algo pero queriendo disimularlo.
-Viene hacia aquí – dice, sin esperar respuesta del doctor.
Se encoge, abrazándose con los brazos su cuerpecito.
-Cuéntame qué está pasando.
-No quiero que venga. Viene pero nunca termina de llegar - susurra.
-¿Por qué la tienes miedo?
Amanda no contesta, está ausente y callada, y al doctor no le gusta. Tampoco le gusta cuando se levanta y empieza a dar pasitos lentos por la habitación con sus pies descalzos; aprovecha este momento para leer el papel que ha sido escrito. “Tú no eres yo, tú no eres yo, tú no eres yo.” Y más abajo: “Yo no soy ella, yo no soy ella, yo no soy ella, ¿por qué?” Y más abajo: “Él dice puedes escribir y dibujar aquí pero no sabes dibujar y siempre que escribes muere algo.” Amanda no se choca con nada, en su cerebro debe de estar grabado el esquema de la habitación, en su cerebro que se niega a ser investigado. Camina y se para junto a la pared de papel marrón con florecillas, la mira sin ojos y levanta sus manos todo lo que puede para tocarla con ellas; las arrastra de arriba a abajo, la acaricia con cariño. Otra vez, de arriba a abajo, como si quisiera darle un masaje. La araña y el papel se le queda en las uñas y aparecen tres hilos blancos. Y empieza a derretirse. La pared va cediendo poco a poco entre las manos de Amanda, que ahora está quieta, y ahora vuelve a pasearse, muy cerca siempre de las paredes, que van cediendo, van cediendo. Como algo líquido, el techo también gotea pero las gotas no llegan a desprenderse. El doctor está muy quieto, parece haber perdido toda voluntad, parado en el mismo lugar junto a la puerta, apoyado en el marco. Todo es una masa, todo se ha abandonado y está desapareciendo, es una revolución que no está siendo presenciada. Cuando Amanda se queda con los pies enterrados, ya no se mueve tampoco, se abandona también junto a su mente. Amanda la nube de papel, la ausente, la insignificante. Ya no delirará nunca más sobre las hojas y las muertes del otoño, ya no tendrá doctor y el doctor no tendrá pacientes, porque todo se ha ahogado en su propia materia sin sentido, la forma ya no está y el alma nunca ha sido. 

Historias de dormir

A las cuatro de la tarde cerró su cuaderno y se metió en la cama. No había terminado la tarea, pero tenía mucho sueño y decidió que era el momento de dejar que le venciera. Acogió a su gato, que venía a acurrucarse, con el brazo derecho mientras palpaba la mesa con la mano izquierda. Pero no encontraba lo que quería. Al fin alzó un poco la cabeza y comprobó que, efectivamente, no estaban, sus tapones para los oídos no estaban. Seguramente los habría perdido durante la noche; siempre se le terminaban saliendo. Pretendió salir de entre las sábanas a mirar debajo de la cama, pero desistió ante la mirada arisca de su gato, que por lo visto  no deseaba moverse de posición. Dormiré de todos modos, pensó. Cerró los ojos y se perdió en un vaho confuso que no terminaba de guiarle hasta el subconsciente. Al rato oyó un golpe y volvió a la realidad, aunque no se molestó en abrir los ojos; se propuso no enfadarse demasiado con los vecinos, pues no era sano ni para ella ni para ellos. Dormiría de todos modos. De repente fue consciente de sus manos, una de ellas había rozado algo, y al instante supo que se trataba de sus tapones. Más que rozar, parecían haberse metido solos en el hueco de su palma. Se los puso y prácticamente al instante se durmió. Los tres parecían tener una relación especial, el contacto de los objetos con sus orejas tenía un efecto casi mágico. Al despertar, como era de esperar, ya no los tenía. Sin embargo su gato seguía en el mismo sitio, ahora con los ojos cerrados y sin ganas de molestar. Cuando se despejó, sintió que tenía que dar las gracias a alguien por algo. Pensó en su abuelo. Sin duda, debía de ser él.