domingo, 19 de enero de 2014

Esto no es un diario o sí

A veces incluso los charcos tienen algo que decir. Sé que no es de buen gusto empezar nada con un "a veces", pero es que antes vi un charco con la forma exacta de un corazón inventado y fue lo primero que pensé. ¿Y por qué no? ¿Por qué no van a poder decir algo los charcos? ¿No es acaso el mundo una interpretación de lo que percibimos? Lo complicado viene cuando, no conformes con intentar explicarnos a cada paso lo que vemos, tenemos que interpretar también lo que no percibimos. La mente, esa gran hija de puta: ¿nosotros, quizá...? Mirad, yo ya no sé ni quién soy, supongo que es un punto al que todos tenemos que llegar; quiero pensar eso porque necesito, vilmente, creer que los demás también sufren el mundo tras su envoltorio. Me abruma no poder pensar en limpio. Quiero decir, no tiene mucho sentido poner en duda que somos nuestra historia, pero quisiera que se quedara un poco al margen a la hora de pensar, como dando cierta independencia a lo que quieres, o estás pensando, en ese momento... para poder saborearlo, para poder decir realmente "mira, estoy pensando esto", y no "estoy pensando esto junto a veinte cosas más". Pero la historia siempre esta ahí, ejerciendo su tirana dictadura sobre nosotros, y he aquí la paradoja que más duele: aunque la historia es siempre la misma, nos transforma constantemente. Porque nunca vemos algo con los mismos ojos; tal vez con uno sí, nunca con los dos. Los ojos, sí, también cambian, y esto es algo que ya estudió Aristóteles. Nos reinterpretamos una y otra vez hasta que llegamos al punto enmarañado que comentaba. Entonces te miras al espejo -siempre una se mira al espejo en toda historia- y solo ves un cascarón medio comido, y te preguntas: ¿quién coño se dedica a comer cascarones...? Y quisieras buscar esos trocitos que te han arrebatado por estúpida, y quieres prender fuego a esa red en la que vuelves a caer tarde o temprano, no sabes cómo pero tú, que no tienes ni idea de tejer, la has creado con tus neuronitas. Sin embargo no es eso lo que te hace ver cosas en los charcos, ver farolas que llueven, ver casas con ojos y boca, tal y como las dibujaría un niño de cinco años. No, no es eso, es solo que estás un poco atormentada ahí, bajo tus pestañas, pero las hojas viejas y secas se terminan cayendo... ¿no? No sé, en realidad da igual, lo único que significa todo esto es que una siente mucho pánico cuando siente cosas que ni siquiera puede explicar con palabras, que ni siquiera sabe si son, tal vez, un pensamiento, o tan solo un bichito que hay siempre en la cabeza, murmurando "ojalá estuvieras cuerda", "así disfrutarías de todo un poco más" o "deberías estar sintiéndote bien ahora mismo, sin embargo: hola".
Me van a disculpar mi léxico pero: ¿cómo mierdas se distingue un pensamiento de un sentimiento? ¿Y cómo se les puede poner mordazas a uno u otro?
Y luego está toda esa gente que escupe cosas como "piensa en positivo", "quiérete a ti misma", "te falta autoestima". ¡Y ya está...! ¡Creen haber llegado al fondo del asunto! Los más confiados creerán incluso habértelo solucionado. Por supuesto, tú no les has comentado tus inquietudes, pero ellos parecen adivinarlas, y te entra miedo porque igual es que tus ojeras, o tus ojos, como dos vidrios mugrientos, han aprendido a hablar y están confesando por ahí tus cosas. Pero no, estas cosas son mejor hablarlas con la pared cuando todos duermen o, en el peor de los casos, con un psiquiatra de esos que te encierran en pasillos largos y blancos y te dan un peluchito para que te pasees con él y entonces poder decir: ¿veis cómo se comporta? ¡Diréis que no está loca... Si el otro día se puso a hablar del cielo!

jueves, 9 de enero de 2014

Princesas

La chica parecía una princesita: era una princesita. Yo la observaba tímido desde unas mesas más allá. Quizás no tan tímido, pues no dejaba de mirarla, no podía. Ella, en cambio, no miraba a nadie, su vista estaba fija en el ordenador y de vez en cuando subrayaba algo en los apuntes. Yo la veía de frente. Su tez era de porcelana, pálida, sin imperfecciones; en las mejillas, algo rosáceo tenía pinta de ser colorete cuidadosamente aplicado. Sus cejas rubias estaban finamente perfiladas y, más arriba, su cabello rubio suavísimo había sido recogido en un peinado de princesita. Entre sus pelo asomaba, justo encima de la frente, una diadema plateada y brillante, con una estrella y algo más que no podía distinguir en la distancia. Era su corona de princesa. A veces levantaba la vista y sus ojos se convertían en destellos azules, acentuados por una línea azul o verde que llevaba dibujada en los párpados inferiores, destellos que lo atravesaban todo y nada –porque no miraba a nada-.
Por momentos conseguía concentrarme en mi lectura, pero ésta avanzaba lentamente, pues a cada instante tenía yo que mirar a aquella princesa como si fuera una obligación, como para comprobar que seguía allí y comprobar, a través de ella, mi propia existencia. Incluso tuve la esperanza de que me mirara, de que mi mirada atraería a la suya de alguna forma mágica y entonces nuestros ojos se encontrarían… Pero sabía que si eso ocurría mis ojos se apartarían rápidamente, pues no eran dignos de contemplar a semejante criatura; de modo que llegué a alegrarme de poder mirarla sin ser descubierto.
Intentaba analizar cada gesto, cada expresión o movimiento de la chica, como si así fuera a averiguar algo de ella, de su existencia, de sus propósitos. Sin embargo no había mucho que observar: casi no se movía, y su cara era del todo inexpresiva. Únicamente sus rasgos llamaban la atención de forma extraordinaria, aunque tal vez esa quietud formara parte del misterio.
Había algo más en todo este proceso. Algo en mi interior que luchaba por hacerse hueco para llegar, irónicamente, hasta mí. Era una voz muy débil que gritaba y deseaba ser oída, y decía algo así como: “Basta ya, tan solo es una chica normal que juega a ser princesa de un imperio que no le importa lo más mínimo más allá de sus perfectas narices. Tan solo es belleza.”
Por alguna razón me empeñaba en no dejar que esa voz me dominara, probablemente porque ninguna voz o palabra sabe más que un río o un árbol o una piedra.