viernes, 12 de abril de 2013

Un frío que no se aprecia


Tenía el mundo a sus pies y sobre su cabeza, pero sus pies flotaban en otro que poco tenía que ver con aquel. Desde allí veía las copas de los árboles, sus negras siluetas recortadas sobre el cielo gris azulado del anochecer, entre ellas sonreía una luna sin ojos, con sus dientes cada vez más brillantes. Tras ella fluía una carretera cargada de coches que desprendían un ruido incesante, se puso los cascos con la música muy alta y la ignoró. Se tumbó sobre el mullido césped primaveral y contempló su obra maestra. Porque aquel paisaje era sin duda obra suya, ¿quién si no había ido hasta el punto exacto para poder encontrarlo? Le pertenecería mientras siguiera allí, clavada en ese punto, absorbiéndolo. En cuanto se moviera de sitio lo perdería para siempre. De hecho mañana ya no estaría ahí; todo habría cambiado. No estaría el mismo murciélago volando haciendo eses, ni el mismo pájaro saltando de rama en rama, incluso si mañana volviera hasta ese punto exacto ella misma no sería la misma. Igual que alguien compra un cuadro que no ha pintado, aquellas pinceladas que ella no había dado eran suyas, tan solo un momento efímero. En el cielo moribundo empezaban a parpadear algunas estrellas; en realidad eran aviones, pero ella imaginaba que eran astros haciéndole señales para vete a saber qué. También revoloteaban un par de mariposas alrededor que le hacían sonreír, las asociaba con la esperanza y contemplarlas le proporcionaba cierta paz. Aquella chica andaba de puntillas entre un mundo y otro, intentando ignorar el miedo que le inspiraba la negra franja que los separaba. No tenía miedo a la franja, sino al miedo. Sin él el mundo era como ella, la chica que confundió a las polillas con mariposas, quería que fuera.

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