miércoles, 30 de abril de 2014

Ocurrió un día malvado

Decidimos ir a la Feria del Libro que instalaban todos los años en el parque del Retiro, en Madrid, donde nosotros vivíamos desde lo que nos parecía demasiado tiempo. Quedamos por la mañana temprano, sobre la hora de comer: la una. El madrugón me dejó exhausta, así que no pude llegar antes de la una y media, sin embargo, Dylan no estaba allí, ¿se habría ido? No, llegó diez minutos después por culpa de un apretón de última hora; podría no habérmelo creído, pero por desgracia conocía el trágico aparato digestivo de mi amigo, y su pésima salud en general, por lo que no pude hacer otra cosa que creerle y compadecerle, casi le agradecí que hubiera venido hasta aquí. Nos dirigimos hasta el principio de la interminable hilera de puestos, cargados de libros y de autores que iban a firmar, e intentamos colarnos en ellos uno a uno para presentar nuestro tan estimado –por nosotros mismos- trabajo. Sabíamos que éramos excepcionales, originales, y poseíamos todo lo necesario para triunfar como artistas y darnos a conocer, dar a conocer nuestras patéticas vidas plasmadas en papeles en forma de relatos y poesías, Dylan incluso había escrito una novela con un interesante argumento sobre un perro que baila. A decir verdad, solo intentamos infiltrarnos en aquellos puestos en los que lo veíamos más fácil, o bien porque tenían la puerta de atrás abierta y nos resultaba fácil asestar un golpe disimulado a quien hubiera dentro, o porque el estante donde reposaban los libros era tan bajo que se podía saltar, y otras tácticas por el estilo, de las que emplean los profesionales en las películas o libros que mi amigo y yo tanto conocíamos debido a nuestra escasa vida social: ni siquiera entre nosotros nos agradábamos, y a veces, cuando quedábamos, fingíamos extraviarnos para perdernos de vista un rato. Esto llamaba un poco la atención, en el sentido de que era poco creíble, pues siempre nos terminábamos encontrando en el mismo sitio en que nos desviábamos, pero odiarnos era nuestro secreto. De modo que cada uno llevábamos impreso un pequeño libro, cuyas páginas habíamos recortado cuidadosamente nosotros mismos y cuya cubierta habíamos construido con cartones duros y pintura acrílica. Quedaron resultones, sin embargo, si lo que queríamos era hacernos pasar por autores de prestigio que presentaban su último libro, más valía que nos metiéramos en el primer McDonald que encontráramos a atiborrarnos de patatas fritas mientras llorábamos por nuestro fracaso.
En el par de pequeños puestos en que conseguimos hacinarnos, llamábamos a voces a la gente para que se acercara, lo que a mí me daba un aspecto de gitana de mercadillo que pretendía vender a cualquier precio sus últimas berenjenas, y Dylan… en fin, ni siquiera sabía gritar, así que simplemente le ignoraban. Un par de personas, a los que tal vez inspirábamos más lástima que interés propiamente dicho, se acercaron y pudimos explicar con detalle nuestro estilo y obra, pero sospecho que solo nos estuvieron entreteniendo hasta que vino un segurata que medía lo que calculé en torno a los 2 metros de largo y 4 de ancho, y con uno solo bastó para que desapareciéramos de allí para siempre con nuestros libros cochambrosos bajo el brazo, pues desde entonces nos tienen prohibida la entrada al parque por ese y otro motivo que relataré a continuación.
Desolados y sin saber qué hacer, no solo para lanzarnos al estrellato, sino para rellenar lo que nos quedaba de día (para una vez que salíamos de casa, nos daba pereza incluso volver), nos encaminamos hasta el famoso lago con intención de observarlo, pues no teníamos un centavo, el segurata nos había robado todo nuestro dinero a cambio de no denunciarnos a la policía: en total diez cochinos euros, pero ahora ni para alquilar una barca teníamos.
Entonces observamos el lago, Dylan se coló por la valla que lo cercaba y tuve que ayudarle a salir, quitarle un alga de la cabeza, y luego se me ocurrió el plan. Un elaborado plan que nos permitiría acceder a las barcas y obtener, gratis, el paseo que anhelábamos sobre las verdes y pestilentes aguas que veíamos. El plan era ir hacia las taquillas, colarnos entre la gente y correr mucho para que nos diera tiempo, a uno a desatar la barca, y a otro a obtener un par de remos. Mi tímido amigo aceptó el plan, me felicitó efusivamente por mi inteligencia y nos pusimos manos a la obra. Yo desataría la barca, él iría hacia el puesto de los remos. Colarnos fue fácil: había mucha gente a pesar del moribundo estado del lago y de las barcas, y apenas nos vieron un par de personas, a las que pisamos sin querer, pero al confundirnos con cucarachas nos dejaron pasar de largo. El principal problema fue que, al pasar por delante de la taquilla, la mujer de dentro dio un grito de alarma y el viejo y gordo barquero empezó a perseguirnos, moviéndose pesada y exageradamente de un lado a otro en un intento de correr. A mí me dio tiempo de sobra a desatar la última barca, pero mi pobre amigo volvió con un ojo semicerrado por un puñetazo que había recibido en el puesto de los remos, donde le habían zurrado por imbécil. Nos montamos de un salto y con el pie empujamos la barca lo más lejos posible de la orilla, dispuestos a iniciar nuestro místico paseo por las aguas del Retiro y a reequilibrar nuestras energías espirituales, que tan afectabas se habían visto en los últimos momentos. Sin remos, tuvimos que meter los brazos hasta el codo para poder desplazarnos, pero a los cinco minutos asumimos nuestra descoordinación y lo dejamos, de todas formas ya no nos podían alcanzar, y al rato estábamos flotando a la deriva sobre el centro del lago, sin dirigirnos la palabra, con cara de idiotas y ajenos a los gritos de los trabajadores y de la seguridad. No obstante, no pudimos ignorar el ajetreo que habíamos ocasionado cuando apareció un helicóptero sobrevolando nuestras cabezas, en el que una voz masculina hablaba a través de un altavoz y nos ordenaba detenernos inmediatamente, a pesar de que estábamos parados y medio dormidos, despanzurrados a lo largo de la barca (aun así sobraba más de la mitad) de forma totalmente inofensiva, lo que nos impedía comprender por qué se había originado todo eso. Solo queríamos ser felices. Mi amigo Dylan se puso nervioso ante el espectáculo y se lanzó al lago, a sus nebulosas y putrefactas aguas, en un penoso intento de suicidarse. Lo peor fue que yo hice lo mismo, le seguí, no para suicidarme, sino para ocultarme y fingir que nunca había estado allí, mas no logré aguantar la respiración por más de diez segundos y salí pidiendo socorro o un flotador donde agarrarme; siempre me dio miedo el mar y temía que algo me agarrara, algo mutante, desde las profundidades, pese a que, si me esforzaba un poco, podía hacer pie, pero eso me daba más miedo aún. Busqué a mi amigo mientras chapoteaba y lo encontré unos brazos más allá, flotando y sin vida. Más tarde, cuando nos sacaron, comprobamos que solo había ingerido aquella sustancia líquida en que flotaban las barcas y la mierda y le había sentado mal. Nadie comprendió nuestra actuación, aquello que nos había impulsado aquel día a saltarnos tantas normas sociales, fueran o no delito, y ni nosotros mismos pudimos explicarlo de otra forma que no fuera “porque nos apetecía”, y por lo visto les dimos tanta lástima que simplemente nos largaron del parque para siempre, bajo la amenaza de que, si volvíamos a alterar el orden público alguna vez más a lo largo de nuestra vida, nos mandarían a un manicomio o nos pondrían a trabajar en el McDonald. Mi imagen de mí con gorra y uniforme, sirviendo en bandejas patatas fritas a gente que iba a llorar por su fracasos me causó tanto pánico que agarré a mi amigo por el brazo, me lo eché a la espalda y salí pitando del lugar, mirando mal a todos los presentes. A Dylan creo que le dio más miedo pensar en el manicomio, porque allí no solían poner patatas fritas y era probable que no le dejaran llevarse sus juguetes de coches y tractores, y tampoco sus galletas Oreo.

jueves, 17 de abril de 2014

Tener la mano muy larga

La luna está detrás de un trozo de costra
y mi brazo no es lo suficientemente largo
para salvarla.
Parece
que los patos vuelven a tener
forma de nube;
maldita distorsión la que me aflige,
supuro realidad,
camino a solas
entre escondrijos desgastados
y a veces los ecos dicen algo
sobre mí
que yo no escucho,
pues me estoy revolviendo en un trozo de piel
que se ha desprendido de mi cuerpo
y que, en esta noche fría,
al menos en ésta, me sirve de cobijo.
Ya se han ido las nubes de pato
y la han dejado sola,
ahora la miro y me mira
y no pasa nada,
porque ni siquiera dos humanos pueden jamás
llegar a encontrarse,
por muy largos que tengan los brazos.

sábado, 5 de abril de 2014

No quiero ser tragedia

No quiero ser tragedia
como lo puedan ser las vallas o las hadas,
los cuentos, las historias que dejamos
a medio terminar, las que ni siquiera
se comen los perros, porque no tenemos.
No quiero no poder identificarme,
señalarme con el dedo el pecho y decir
“esto es aquello”. Imagino
que me muevo por el mundo como alguien
que se conoce, y realmente me conozco
pero no me sé.
Y fíjate, que nos acusan de traición a los poetas,
por traición al mundo, a la verdad,
y nos dicen poco profundos,
pues tan profundos queremos ser.
Pero basta, basta de música que no dice nada
y nos deja decirnos a nosotros
y saca lo peor del alma, que es la melancolía
de nosotros mismos, que son los ojos
como cristales quebrados que se quieren chocar
unos con otros para reconstruirse acaso.
No, yo no quiero ser tragedia,
quiero encontrar ese algo
por lo que merezca la pena morir: la vida.
Quiero encontrarla, pero ahora no puedo,
quizás mañana, como ayer, que la acaricié
con los dedos y los párpados,
un poco brusca tal vez.
Sin embargo es tan bello que sepamos que está ahí,
que va a aparecer en cualquier momento,
cuando se canse de estar agazapada entre gazapos
que aún no han crecido lo suficiente como para llamarla:
es por eso no los ha abandonado.