A las cuatro de la tarde cerró su cuaderno y se metió en la cama. No había terminado la tarea, pero tenía mucho sueño y decidió que era el momento de dejar que le venciera. Acogió a su gato, que venía a acurrucarse, con el brazo derecho mientras palpaba la mesa con la mano izquierda. Pero no encontraba lo que quería. Al fin alzó un poco la cabeza y comprobó que, efectivamente, no estaban, sus tapones para los oídos no estaban. Seguramente los habría perdido durante la noche; siempre se le terminaban saliendo. Pretendió salir de entre las sábanas a mirar debajo de la cama, pero desistió ante la mirada arisca de su gato, que por lo visto no deseaba moverse de posición. Dormiré de todos modos, pensó. Cerró los ojos y se perdió en un vaho confuso que no terminaba de guiarle hasta el subconsciente. Al rato oyó un golpe y volvió a la realidad, aunque no se molestó en abrir los ojos; se propuso no enfadarse demasiado con los vecinos, pues no era sano ni para ella ni para ellos. Dormiría de todos modos. De repente fue consciente de sus manos, una de ellas había rozado algo, y al instante supo que se trataba de sus tapones. Más que rozar, parecían haberse metido solos en el hueco de su palma. Se los puso y prácticamente al instante se durmió. Los tres parecían tener una relación especial, el contacto de los objetos con sus orejas tenía un efecto casi mágico. Al despertar, como era de esperar, ya no los tenía. Sin embargo su gato seguía en el mismo sitio, ahora con los ojos cerrados y sin ganas de molestar. Cuando se despejó, sintió que tenía que dar las gracias a alguien por algo. Pensó en su abuelo. Sin duda, debía de ser él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario