miércoles, 30 de julio de 2014

¡Perra, vida!

Mi perra está triste,
ni come,
ni bebe, apenas se mueve.
Tiene un agujero a cada costado,
tan pequeña es
que ayer la cogieron de un solo bocado,
tan pequeña es
que está triste y ya no mueve el rabo...
Mi perra es más blanca
que el cielo blanco,
más buena
que el cielo blanco
y más triste
que el cielo blanco, toda ella.
Tan solo una mancha marrón
tiene en la cara,
como si alguien, despistado,
se la hubiera derramado.
Mi perra, cuando te mira, habla,
pero no como un perro estúpido
o una persona: como una estrella.
Antes sí que se ponía alegre,
pero creo que el lomo le duele,
además del corazón...

lunes, 28 de julio de 2014

Clase de anatomía para poetas

-Te quiero –dijo ella con voz trémula.

-¿Por qué siempre me lo dices después de discutir?

-Tal vez solo quiera recordar algo importante…

-Vale - concluyó él.

A ella le pareció que se hacía menos nítido. Aun así le cogió la mano y, guiándola con la suya, a través del aire, la posó sobre su propio vientre, hacia un lado.

-¿Notas algo? Nada, ¿verdad? Debajo de esta piel que me recubre, justo debajo de la palma de tu mano hay un riñón.

Fue ascendiendo, su mano sobre la de él, y se detuvo en la linde de uno de sus senos.

-Por aquí, si me rajaras, encontrarías el hígado… - deslizando ambas manos hacia el centro de su pecho, prosiguió:- …y por aquí andaría el corazón, tal vez lo sientas, a éste, un poco. Podrías tocarlo incluso, si me rajaras. 

Le parecía ahora que ella misma se volvía menos nítida. Pero, como si hablara sola, siguió diciendo:

-Así te quiero yo, con mis vísceras… La sangre que corre entre mis venas les sirve de alimento, pero también a ella va a parar toda la porquería que el alma o la experiencia me hacen consumir. Es tóxica, y a veces duele, la piel que me recubre la camufla y parezco hasta bonita, pero yo no quiero máscaras… Prefiero ser cínica que hipócrita. No quiero volverme sombra, demasiados fantasmas hay ya sobre este mundo.

Cada uno volvía a tener las manos en su lugar, colgando de los brazos. Él no decía nada, ella callaba, y acaso estaría pensando todavía, tratando de descifrar, sobre sus venas, el ridículo mensaje que escondían y querían salpicar, incontenibles.

-Tampoco quiero ser veneno, pero quizá sea una víbora que vive aquí y ahora, y dentro de un momento sea otra cosa. ¡Soy volátil, lo sé, lo soy…! Sin embargo, hay algo que no cambia y que es mi esencia: mis vísceras siempre están ahí, inamovibles, y a veces hablan.

sábado, 26 de julio de 2014

Los zapatos quietos

Estoy sentada en una banqueta alta, frente a una mesita blanca, en la sala trasera de la tienda donde trabajo. Es una sala enorme, más que la propia tienda. Trabajo en un herbolario. Me encantan las plantas; secas y guardaditas en bolsas. La luz no la he encendido, pero se ve lo suficiente con la que entra desde la puerta. Pelo una manzana, no me dio tiempo a desayunar antes de salir de casa. El cuchillo se desliza suavemente por el borde de la fruta, rasgando su piel, mejor de lo que he pelado nunca una manzana. La atravieso: parto un trozo, y me lo llevo a la boca con la mano. La manzana cruje entre mis mandíbulas, su textura es arenosa. No sabe mucho a manzana, pero a quién le importa a qué sepa una manzana. Además, no tengo otra cosa que comer. Mientras mastico miro distraídamente un cartel enorme que hay apoyado en el suelo, contra la pared, debe de llegarme hasta la cintura. Es de una crema. La mayor parte del cartel la ocupa, tremendamente ampliada, la cara de un niño bebé que sonríe, con ojos enormes, y asoma cuatro dientes. Por detrás se ve a su madre, borrosa, que también parece sonreír. Pero la cara del niño me absorbe y me da miedo. Es terrible que pueda detenerse así, para siempre, un momento tan sencillo como ese, en que dos personas ríen en el salón de su casa. Pero luego en la fotografía ya no ríen, ni siquiera están ahí, es todo una mentira, una burla cruel del tiempo y hacia el tiempo. De repente se oyen pasos en el piso de arriba, que hay sobre la tienda; siempre se oyen. Son pasos como de mujer, lentos pero firmes, y también hacen que me entre un miedo espantoso. Porque en realidad es espantoso no saber quién camina por encima de nosotros. Sigo masticando, el último trozo de manzana, con su textura arenosa, y noto los dedos pegajosos. Odio eso. Si pudiera, me lavaría las manos cada cinco o diez minutos, pero el agua no está para malgastarla, ya se sabe. Eso sí, cuando te duchas, si eres como yo, de los que te pierde el agua caliente, casi ardiendo, a veces es inevitable dejar que el líquido se escurra por tu cuerpo de forma innecesaria. Es como una caricia. ¿Y Quién va a decir que no a una caricia? Tiro los restos de la fruta a una caja de cartón cualquiera y salgo hacia el mostrador. No ha venido nadie y todavía siento un poco de miedo.

viernes, 18 de julio de 2014

¿Nadie grita?

Se oye un gallo
y seguidamente cae una bomba desde el cielo,
                                        y otra,
                            y otra,
y no es lluvia
es ansia rota que destroza
y mata.
Es Gaza,
es un niño corriendo en una playa y,
después, un niño que ya no corre más.
¿Puedes sentir eso,
lo mismo que yo siento?
¿Puedes oír el silencio?¿El dolor?
¿Por qué están callando casi todos?
¿No pueden oír lo que yo oigo?
Qué poco se atreven los humanos
a gritarle a la muerte
cuando no es la suya.
¡Corred, animallilos, no estáis solos!
Tan solo sois muy desgraciados,
vosotros, el pueblo palestino.
Se oyen sirenas,
sirenas que no tienen mar,
se oyen sirenas
al otro lado de la ciudad.
¿Qué es eso?
(El cielo se ilumina.)
¿Es que alguien nos viene a salvar?
Se oye un canto y,
de repente, el silencio,
y luego estalla -el grito-
y más sirenas.
¡Les da igual, les da igual,
que nuestros niños muertos están!
Está lloviendo fuego,
amigo, que viene hacia esta tierra:
vete a refugiar. ¿Pero dónde...?
Y el infierno ¿dónde está?
Por favor, por favor, Jesús, Mahoma, Alá,
que esto cese ya.
(¡Aquí está! ¡Aquí está!
gritan los palestinos al pasar.)

lunes, 14 de julio de 2014

El valle nocturno

En la sierra de Guadarrama de Madrid, a unos 52 kilómetros al norte de la capital, se encuentra el valle de La Jarosa, en cuyo centro yace un pequeño pantano rodeado de praderas de margaritas y menta-poleo que perfuman el aire y, tras ellas, extensas pendientes con pinos silvestres y algunos riachuelos. Entre esta vegetación, sumergida en los árboles, se encuentra una casa de fachada blanca y tejado grisáceo oscuro, donde habita el guarda del pantano. El guarda del pantano es un señor viejo y demasiado solitario que se ha resistido, bajo cualquier circunstancia, a abandonar aquella casa donde vive desde siempre. Su función no se sabe exactamente, pues hace mucho tiempo que allí en la sierra no hay nada de valor que a nadie interese robar, salvo quizás las cuatro vacas que mantiene el propio hombre, y un par de gallinas, perdidas la mayor parte del tiempo. Por otro lado, la depuradora del embalse tiene sus propios guardias bien pagados. El guarda del pantano simplemente está ahí, vigilando el pantano, y la verdad es que nunca ha sucedido nada perturbador en el valle, ya sea porque él está ahí o porque nada había de suceder. Una noche, sin embargo, se despertó inquieto de repente, tomó su linterna y salió, somnoliento, a comprobar que todo estaba bien. La noche era tan cerrada, tan sin luna, que apenas veía el camino bajo sus pies, y no lograba deshacerse por completo del sopor que le embargaba. Tal vez fuera eso, o no, por lo que instantes después se encontró con un ciervo al lado de un árbol, al que el viejo guarda miró y escuchó decir –sí, decir- “ya están aquí”, mientras el animal le miraba fijamente. El viejo sacudió un poco la cabeza, volvió a mirar y encontró al ciervo comiendo hierba.
-¡Eh! – trató de llamar su atención, pero el ciervo ni se inmutó.
Siguió pues, caminando, y pensando, a pesar de su alucinación, en qué querrían decir esas palabras. ¿Quiénes podrían ser ellos? ¿Y dónde estarían? El viejo quiso volver a casa a por una pala, o a por su bastón, para tener algo con que protegerse, pero algo le impulsó a seguir hacia delante, por los caminos que no conducían al pantano, sino que se alejaban de él. Subiendo una ligera pendiente escuchó ruido entre unos matorrales a su izquierda y, antes de que pudiera asustarse, apareció ante sus ojos una liebre, que se paró en el centro del camino y le miró fijamente. Ésta era una conducta ciertamente extraña en una liebre. El guarda del bosque esperó a que cruzara al otro lado, pero en lugar de eso escuchó al animalillo decir, con voz muy fina, como un pitido:
-Han vuelto, han vuelto y no se van.
El viejo, ya harto de tanto desconcierto, se decidió a entablar conversación con la liebre, preguntando:
-¿Quiénes han vuelto? ¿Dónde están?
El animal se asustó al oír la voz ronca y rajada del anciano, pero mientras huía hacia la maleza, se le oyó lanzar al aire unas palabras:
-Arriba, junto a los grandes peñascos. ¡Pero, recuerda, siempre vuelven!
El guarda del pantano, con la mano pegada a su linterna, avanzó con tímidos pasos hacia donde el animal le había indicado. Aquellas rocas estaban apenas a unos metros de distancia, por eso iba con cuidado.
-¿Hay alguien ahí? –gritó.
El hombre era demasiado viejo como para inventar otra frase con que increpar a los supuestos alborotadores. Como siempre sucede en estos casos, nadie contestó. No obstante llegaron hasta sus roídos oídos algunos sonidos que no correspondían a la vegetación o a la fauna habitual, pues parecían más bien como murmullos apagados.
-¡Salgan de ahí cuanto antes! – ordenó con decisión el guarda. Tenía la seguridad de que, fuera quien fuera, hubiera venido para lo que hubiera venido, si había alguien se escondía detrás de los grandes peñascos que tenía enfrente, alzados en aquella montaña como estatuas majestuosas contrarias al tiempo.
No avanzó más, se limitó a escuchar con toda su atención, de modo que escuchó ruidos de nuevo detrás de las rocas, esta vez como pisadas que hacían crujir las agujas de los pinos y los palos. El viejo tenía los nervios a flor de piel a causa de la incertidumbre, fue esto lo que le impulsó a avanzar rápidamente rodeando la roca, y fue así como descubrió con desagrado que, efectivamente, había dos personas ahí: una pareja de jóvenes semidesnudos que trataban de vestirse inútilmente.
-¡Aparta eso, viejo! – dijo la chica, refiriéndose a la luz de la linterna, mientras terminaba de abrocharse los pantalones y agarraba la camiseta para ponérsela.
El viejo accedió, desconcertado, y volvió sobre sus pasos al otro lado del peñasco. Sentía como si, en ese preciso instante, el velo de sueño que le había cubierto durante la noche desapareciera de pronto. Estaba más despierto que nunca, pero no lograba encajar los acontecimientos que se habían sucedido, empezando desde que se despertara de golpe. ¿Cómo era posible que, a esa distancia de su casa, pudiera haber oído cualquier cosa estando dormido? Su sueño solía ser tan profundo que había quien le había creído muerto o en coma en ciertas ocasiones. Irónicamente, nada podía despertar al guarda del pantano que no fuera él mismo, y difícilmente puede despertarse uno a sí mismo mientras duerme. El viejo ni siquiera quería reflexionar sobre su charla con los distintos animales: no tenían ningún sentido. Sin duda, estaba enloqueciendo. Sus párpados hinchados querían llorar, pero justo aparecieron los dos jóvenes, ya vestidos, y le preguntaron.
-¿Qué ocurre?
-Nunca viene nadie por aquí de noche, ¿qué es lo que hacéis?
-Pues me parece que está bastante claro -sostuvo el chico-. ¿Es que no podemos estar aquí? Además, eso que dice es mentira: nosotros solemos venir.
El viejo no supo qué contestar. Sinceramente, le era indiferente, pero por alguna razón se vio obligado a responder.
-El monte de noche es peligroso, muchachos... -Hizo una pausa y añadió: -Mirad, haced lo que os venga en gana, pero no perturbéis la paz del bosque.
Les dio la espalda y emprendió su vuelta a casa, dejando atrás las risas ahogadas de los jóvenes.
-¡Buenas noches!- gritó ella. Y, tras una pausa: -¡Y gracias!
El viejo giró la cabeza hacia ellos, con una mirada indescifrable, y vio que la chica agitaba su mano en señal de despedida. Cuando ya lo perdieron de vista, los dos volvieron a meterse detrás del peñasco, de donde no tardarían en escaparse gemidos de placer entre crujidos de agujas de pino y palos. El guarda del bosque, que había terminado de descender por la pendiente, ya no oía nada. Se encontraba al pie del pantano, y había apagado su linterna. Echó un vistazo al otro lado, a la derecha, y vio su casa, que tenía las luces encendidas. Era lo único que brillaba en la oscuridad, y se dio cuenta, con cierta aflicción, de que, de alguna manera, perturbaba la paz del bosque. Se echó sobre las invisibles margaritas y, apoyando la cabeza sobre un brazo, se dispuso a dormir allí mismo. No es cierto que su casa era lo único que brillaba en la oscuridad. Ahora la luna, grande y redonda, se derramaba sobre las tranquilas aguas, cuyo cómplice silencio hizo que, por fin, el viejo pudiera dormir aquella noche. 

martes, 8 de julio de 2014

Hablando de pozos

En verano el calor, la gente, las terrazas, los helados de nube, los paseos nocturnos sin congelarse de frío, el miedo. En otoño, en primavera, en invierno, el miedo. El miedo a no haber echado la llave, el miedo a que aquella señora te mire mal por no sujetar al perro a tiempo, el miedo a la absoluta soledad, el miedo a que se manche el libro por comer cerca de él, el miedo a enfadar a tus padres, el miedo al silencio, el miedo a que tus amigos te abandonen, el miedo a suspender, el miedo a tener falta de calcio, el miedo a morir, el miedo a quedarte sin trabajo, el miedo a que tu pareja te abandone, el miedo a que te multen, el miedo a tener cáncer, el miedo a abandonar a tu pareja, el miedo a vivir, el miedo al miedo. No queremos darnos cuenta de que básicamente todo lo que impregna nuestra vida apesta a miedo, y te deja un tacto untoso en las manos en cuanto te acercas un poco y lo tocas para ver qué es. Sí, amigos, el miedo es la verdadera religión, la única. ¡Pero qué miedos tan absurdos pueden llegar a SER! ¡Y qué grandes! ¡Y qué bien huelen algunos! Algunos huelen a él. Hay que soltar lastre, hay que pasear más cogidos de la mano de nuestra sombra, hay que pasar más de todo, invitar a la risa a casa a tomar el té y decirle el nombre de tu gata. Invitar a la muerte a que recoja los trocitos de cristales, que hemos roto en arrebato, a que nos hable de la vida, y que nos de un par de hostias. Con la muerte se puede hablar, claro, con la vida no. Todos sabemos el aspecto de la muerte: capa negra, guadaña, huesos. Pero ¿qué aspecto tiene la vida? Yo me la imagino como un árbol de huesos que no para de florecer. Sin embargo, no seré yo quien os hable de la vida; cada uno que se hable a sí mismo, que a nadie va a importarle más que a ti lo que tú puedas decir. Por eso hay que usar limpiacristales con las palabras que nos vamos a decir, para que si se nos cae alguna y llamamos a la muerte a que nos ayude a recoger los trocitos se lo encuentre todo, al menos, reluciente. Que vea que aunque cerremos la puerta al miedo pueden seguir entrando cosas desagradables. 

miércoles, 2 de julio de 2014

Susurros del subsuelo

No sé si será ésta la noche –definitiva-,
ésta la hora,
o si seré yo la persona
que trepe por los versos que tiende aquella luna.
Lo que sé es que soy yo la que se muere
de frío ahora, en esta sombra.
Siento… siento como si fuese yo una arruga
que alguien trata de estirar, pero no puede
y suelta,
y del tirón me hago más chica
y enmudezco.
Y quiero mirar tus ojos
pero jamás oír tu voz,
y quiero tocar tus manos







con las mías,
pero me parecen absurdos los grillos
que tratan de cantar,
absurda cualquier forma de luchar.
Es por eso que mis manos cuelgan,
es por eso que mis labios callan
con la mariposa azul de la tristeza.
Y sigo mirando tu ventana,
pero no te llamo,
y es
por eso
que quiero oírme pero nada escucho.
¡Callad, callad!
Parece que algo me viene a buscar…
Es un perro viejo y huele mal,
pero con él no me hace falta hablar,
ni pensar,
ni siquiera ser algo.
¡Espera, perro viejo, perro hermoso!
Creo que no es noche de versos
ni de luna: iré contigo.
Mas solo si me llevas a algún charco,
al charco más sucio donde mirarme.

(Y al final son las manos las que callan,
mi boca te toca con estas palabras
que tanto odias
y mis ojos… a mis ojos los cubren dos ojeras
como párpados de piedra que quieren
ser mordidos por tus manos,
tocados por tus ojos,
hablados por esas palabras tuyas
que tanto odio).