viernes, 28 de febrero de 2014

Hoy quiero...

Ser un muro, al que acaricien las olas, pero muro.
Ser un muro y, a los pies,
el mar bramando con violencia, pero bello,
y verlo y soportarlo y sostener
a las personas que pasan por encima y que se van,
o que se lanzan al abismo y viven –y hasta vuelven-
o mueren y se hunden.
Ser un muro, erguido en medio de la nada que nos mueve,
erguido y sólido cual hielo
hecho de mar, hecho de frío,
hecho de ríos y, a lo lejos, las montañas y,
sobre ellas, la nieve donde pastan congeladas las ovejas
de un señor que hace ya tiempo murió y se lo comieron.
Ser un muro, sobre el que choquen las olas, pero muro.

viernes, 14 de febrero de 2014

No olvides tus raíces en cualquier parte

Aunque estaba sentada en el vagón de siempre, en la línea de Metro de siempre, de pronto tuvo la seguridad de que el tren no se desplazaba por las vías, sino por agua. Miraba a través del cristal de enfrente y veía una representación exacta en su cabeza de lo que sucedía: un río con abundante agua se prolongaba por toda la red de vías del subsuelo, y flotaban sobre él a toda velocidad, fluyendo suavemente sobre peces invisibles. Podía oír el chapoteo, aun cuando no era posible oír más que su propia respiración o la de alguien a su lado, mientras veía los rostros agitándose ligeramente por el movimiento del tren sobre la niebla. A esas horas siempre flotaba en el ambiente un sopor insoportable, y ella misma no podía evitar conceder de cuando en cuando una tregua a sus párpados, que querían cubrir sus ojos a toda costa. Entonces se sucedían en su mente, no despierta pero, sin duda, tampoco dormida, una serie de impresiones…

"Mi sensibilidad ha alcanzado tal nivel que puedo oír la respiración del mosquito que hay posado en el extremo opuesto del vagón, pero lo curioso es encontrar otro rastro de vida al de la humana en un lugar tan frío. Todo cobra, sin embargo, un color intenso. Una muchacha un poco más allá me llama la atención: está de pie y siente algo, hace tiempo que me cuesta identificar lo que esto significa. Tiene un violín y está tocando en mitad del escenario de un teatro vacío y lujoso, plagado de butacas rojas que se desangran bajo la triste melodía. Lleva un vestido blanco, lo que me hace comprender que nunca he tenido valor para acercarme a ninguna dama que llamara mi atención. ¿Seré yo una dama de vestido blanco? Y más aún: ¿seré yo esa dama que estoy observando? Tal vez le falten algunas manchas al vestido, inconcebible yo con algo tan limpio y poco sucio. Estoy en una biblioteca, hay alguien más conmigo, lo percibo como una sombra, nos disponemos a sentarnos junto al fuego. Nunca antes he visto este lugar, me parece que corresponde a una de esas mansiones que salen en las películas antiguas; aquel lugar era el único que parecía merecer la pena en esos sitios, las letras son un lugar inseguro pero firme donde vivir aunque solo sea un rato, un rato que podamos hacer nuestro para siempre, para siempre que vivamos o muramos. Me siento en un sillón de terciopelo verde oscuro, antes quito un libro que hay encima y, una vez sobre mi regazo, lo acaricio como si fuera un gato suavísimo. En él puede leerse “Proust”, lo demás está borroso. Lo que no me gusta demasiado del fuego es que caliente, pues tienes que averiguar el punto exacto donde ni te abrasas ni te roza el frío que hay detrás; te cubre de manera incompleta, pero para compensar es bello y naranja y nunca el mismo. La sombra ha desaparecido y ahora yo también, puesto que veo un desierto. Atravieso el desierto y no encuentro más que una flor. Una flor de tres pétalos, insignificante. La arena cruje a pesar de que no tengo zapatos, la aparto un poco con el pie y veo que, bajo ella, todo es papel, y como no tengo nada con que escribir me entra pánico. Quien ha escrito un poema en el desierto sabe que siempre es fácil volver ahí. Completamente indefensos y asustados, simplemente esperamos que algo pase, y no queremos pasar el desierto, sino que él pase, que pase y se olvide de nosotros. Siento pena por la rosa porque, vaya donde vaya el desierto, ella no va a poder tener sus raíces en otra parte. Y algo me dice: “tú”, y me señala, y yo pienso que es de mala educación, pero también es de mala educación abandonar rosas, y esto el principito lo sabe bien. Cansada de tantas impresiones, me dejo caer sobre un párpado y oigo ecos de susurros que dicen “eres radiactiva, eres radiactiva, eres radiactiva”. “¿Por qué?”, grito extrañada, para que mi voz se pierda y se haga eco y así me la pueda contestar. “Porque brillas con luz propia”, y reconozco esa voz que jamás podría haber pronunciado esas palabras, tan poco originales que le terminan calando a una. Pero luego ya solo hay silencio, y visualizo en medio de esa nada, que tanto se parece a una galaxia, unos brazos que se estiran y ondean como un río, como un río…"

Se despertó con el sobresalto que produce el sentir que la cabeza está cayendo en el vacío. Una parada más, un pitido, un pulsar el botón que brilla, un brusco abrirse de las puertas y ya estaba subiendo las escaleras mecánicas hacia la calle. Ya adelantando acontecimientos, pensaba en que el aire de hoy olería especialmente a contaminación. Sus pulmones se quejarían de forma impertinente, no por ellos, sino por los árboles, que, si había llovido durante el trayecto, tendrían a sus pies una masa de agua radiactiva y siniestra que más valía que no absorbieran. Es gusto de las vísceras pasar el tiempo quejándose por todo. El semáforo se pondría en rojo justo cuando ella llegara a la línea de la carretera, y, durante los segundos que precedían a este color, mientras caminaba deprisa, barajaría la posibilidad de cruzar corriendo sin probabilidad de morir atropellada. No obstante no lo haría, sabía la inutilidad de correr y el placer de la falsa indiferencia. Así que le tocaría esperar impaciente, porque tenía que ir a casa, y aunque no fuera a hacerse allí nada urgente, era preciso darse prisa para llegar; así lo dicen las normas de ciudad, solo se pasea un poco tranquilo por los parques, si no quieres que nadie te odie tienes que comprarte unos zapatos rápidos… Todo esto imaginaba antes de que los últimos escalones la llevaran a su destino: la puerta, esa que pesaba tanto pero que tanto deseaba ver por las tempranas mañanas para que la protegieran del frío húmedo de un invierno particular. Se miraba los pies al caminar, de manera inconsciente, como si comprobara que sus zapatos estaban en condiciones para llevarla por el mundo, y abrió la puerta distraída, inclinando su peso hacia adelante para tener más fuerza. Y miró y no había llovido, porque el sol brillaba con fuerza y no había arcoíris. Su cara no cambió, no obstante sintió anhelos en el corazón al ver un verde prado ante sus ojos, salpicado de árboles y flores de colores pálidos aquí y allá. Había un conejo que saltaba. Se quitó los zapatos y los dejó allí, esperando encontrarlos al día siguiente cuando tuviera que volver a coger el tren, si volvía.