sábado, 26 de diciembre de 2015

El color psicodélico de las pestañas.

La niebla cubre todo el suelo hasta las rodillas
y al cerrar los ojos veo
el color psicodélico de las pestañas.
Mi culo está donde siempre,
los pájaros están donde siempre,
el ruido está donde siempre
-su origen aún se desconoce-.
No es cierto que al llamar a un árbol “¡Madera!”
te responda,
no es cierto que si gritas “¡España!”
España te responda.
Pero sí que yo tengo
un sombrero de hojas,
un gato con cara de perro,
oveja,
insecto,
ardilla voladora
-ardillus voladorus preferirían
llamarla algunos-.

¡Qué drama descubrir que se es un esqueleto,
qué drama descubrir que tienes corazón
y piensa!
Me da miedo que el cielo sea un mar
que pueda desplomarse sobre mí
en cualquier momento.
Por suerte siempre tendremos cuerdas,
madera,
un país...

CÓMO QUISIERA

Quisiera poder contarte a ti
la forma en que se posa el sol sobre las piedras,
la ausencia inesperada de las nubes,
la forma en que se hunde mi mano
en el pelo de un caballo.

Quisiera contarte a qué sabe la tierra,
que cuando caminas por encima
no importa dónde llegues,
solo si tienes bien atados los cordones de las botas
que se hunden en ella felizmente.

Es tal mi pasión por comunicarte el silencio,
o cómo escarban entre las hojas secas
del jardín dos cuervos…

Y los animales: las ovejas, los corderos,
los gatos, los perros grandes y pequeños.
Y los animales:
los pavos,
las hormigas.

Y este sol que no se va
que es permanente
que quiere a las montañas
y es muy superior a la escritura…

Quisiera poder contarte todo esto,
aprender a hacer barro o perfumes
de niebla
pero no lo entiendo.
No entiendo la lengua de las mariposas,
por eso solo puedo contarte que estoy sola
y que me gusta.
Y que estar sola solo tiene sentido
si estás salvaje.

Venvenvenvenvenvenvenven

Ahora voy a comer leche con galletas como lo hacía el abuelo: troceándolas todas dentro y comiéndomelas con la cuchara cuando estén blandas...
Ahora me hundo en la más absoluta miseria al recordar que no está, ahora reuno a todos los pianos del mundo para que me lloren. Y recuerdo su jersey verde de lana, o de lo que fuera, pero sobre todo su risa, nuestras risas, que delataban, desnudos, nuestros sentimientos. Su risa, su risa sin dientes. 
Podría olvidar cualquier cara menos la suya, ¿acaso no he olvidado la de Javi en cuatro días? Pero casi recuerdo cada arruga en el rostro de mi abuelo. Ojalá no recordar este dolor que siento ahora. Tan puro. Letal. 
Abuelo... he comprado galleas María. Tienen fibra, pero no mucha. No saben igual, pero solo ven...

sábado, 14 de noviembre de 2015

Sorber una cucharada de tierra

El olor penetró en la habitación. Penetró, penetró, penetró… y el hombre no se dio cuenta de ello hasta que le abofeteó la cara. La vecina estaba cocinando. Se levantó de la cama y supo lo que tenía que hacer: ir al bar. Se embutió en sus pantalones y se abrochó delicadamente el cinturón raído. En el bar todo eran habladurías, como siempre: sobre fútbol, sobre mujeres, sobre caniches. Estaba harto. Decidió que tenía que hacer algo grande. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el zapato, asegurándose de que no quedara una ceniza viva para mirarle. No se molestó en volver a entrar para pagar. Pensó que deberían pagarle a él por todos los años que había desperdiciado en aquel lugar. Aún no era de noche y podían encontrarse viandantes en las aceras, por donde paseaba con las manos en los bolsillos. Un grupo de niños inspeccionaba cajas de cartón y otros objetos que había junto a unos contenedores. Se plantó ante ellos y los miró.
-¿Qué quieres?- preguntó uno.
-Llevadme hasta vuestro líder.
Como era de esperar, los críos no le llevaron a ninguna parte, le miraron mal y se fueron corriendo. Ya solo le quedaba pensar en Marta, y en por qué habían reñido la noche anterior; la noche anterior a las dos últimas semanas. No había razón para que ella se enfadara por haber encontrado aquellas bragas en su habitación, ni siquiera él sabía de quién eran. Es decir, no había estado con ninguna otra mujer; probablemente fueran de la casera, o de quienquiera que se hubiera alojado antes en la pequeña casa de alquiler. Pero por toda respuesta se había acomodado en el sofá a fumarse un cigarrillo hasta que ella se calmara. Por supuesto, eso nunca ocurrió, y ahora estaba solo. No le importaba en exceso. Se puso de buen humor al recordar que estaba buscando una hazaña. Tenía la certeza de que algo acabaría ocurriendo si seguía caminando. Y así fue, contempló a Marta doblando una esquina. Sin embargo, no la siguió; no porque no se lo hubiera planteado, sino que había dejado disiparse el impulso, pues consideraba que su nueva hazaña había de estar necesariamente relacionada con algo nuevo. De pronto se detuvo y miró al cielo: le había sobrevenido un miedo irracional a que le cayera un piano encima y le aplastara hasta morir.
El hambre le había hecho entrar a un bar para cenar algo rápido, de modo que se encontraba sentado en la barra, esperando a que le sirvieran un pincho de tortilla. Pero en lugar de eso la camarera dejó ante él una cajita con una etiqueta que decía: “algo nuevo”. Quiso preguntar a la mujer, pero andaba de un lado para otro limpiando, como si nada. Miró a su alrededor para comprobar qué clase de broma era esa, y percibió que aquel no era un bar corriente, sino que poseía un aspecto singular. Las paredes estaban cubiertas con un papel que imitaba la madera, y había cuatro o cinco mesas dispersas acompañadas de sus respectivas sillas, viejas y elegantes. Se percató de un anciano solitario en una de las mesas . Tenía sombrero y barba corta canosa, y le miraba. No había nadie más en el bar. El anciano le asintió lentamente desde la lejanía, y el hombre no sabía si era un saludo o si se trataba del dueño de la caja y le estaba dando permiso para abrirla. Asumió esto último y se giró hacia la barra para observar la caja. Por alguna razón, sentía que aquel no era el lugar adecuado para abrirla. Al fin y al cabo podía ser cualquier cosa. La inquietud le hizo disculparse para ir al baño, aunque no había nadie alrededor con quien disculparse. Se encerró en uno de los baños y se sentó sobre la tapa del váter con la caja entre las manos. De pronto se sentía tan importante. La novedad. ¡La novedad! se repetía, misterioso. Le entraron unas ganas terribles de viajar; pensó en distintos lugares geográficos del mundo y de qué cosas debía aprovisionarse para sus aventuras. Pero no, ¿qué estaba diciendo? En el aquí y en el ahora, lo prioritario era descubrir qué contenía aquella caja. Desenganchó el cierre y le pareció eterno el tiempo que tardó en alzar la tapa para hacer visible lo que quiera que hubiera dentro. Y pronto deseó no haberlo hecho nunca. Había un insecto que, con toda certeza, era una cucaracha, y una nota en la que pudo leer: “pasado, presente y futuro”. El animal estaba boca arriba y parecía muerto, pero antes de que el hombre pudiera sentir repulsión se retorció y salió rápidamente de la caja. Le bajó por una de las piernas guiándose con sus enormes antenas y desapareció. Lo único que quedó fue un olor putrefacto de heces, que había tardado en llegarle a la nariz y le fue penetrando, penetrando, penetrando... todo su ser. 

lunes, 26 de octubre de 2015

Nicolás

El maullido ronco de mi gato…
¡su ronco maullido!
¿Volverán sus cuerdas vocales
a funcionar?
¿Tendré que llorar?
Son cuerdas de arpa
que cantan sensibles
a la luna,
pero mi gato se equivoca
y en lugar de mirarla a ella
me mira a mí a los ojos,
pero mi gato se equivoca
y en lugar de preferir los bosques
se acurruca en mi regazo
ahora,
antes,
luego,
siempre.
En sus catorce años
mi gato a atormentado a mucha gente
con su fino arte del maullar,
quería que le abriéramos las puertas,
que le sirviéramos su comida,
exigía comer también la nuestra,
pero ahora
ahora apenas se le oye.
Su voz de anciano es algo roto
que suplica,
y a veces ni siquiera sale nada
de su boca,
más que un sonido es un aliento
que sufre de silencio.
Pero yo le oigo a mi gato,
yo le oigo:
veo cómo se le hinchan los pulmones,
como exhala su comentario
del momento
y actúo en consecuencia:
le abro la puerta,
le sirvo su comida
y a traición le limpio los oídos
si me acuerdo.
Yo sé que él dibuja con sus huellas,
por toda la casa,
un mundo donde yo pueda vivir
con cierta calma.
Y porque él sabe que su voz
soy yo quien la guarda
no tiene nada
que
temer,
¿verdad?
¿Verdad que no te vas a ir ya...?

jueves, 8 de octubre de 2015

Pintar de sangre el cielo

Me bajo en Chamartín y me siento al sol mientras viene el siguiente tren, cuando oigo un ruido terrible, como si viniera un avión a estrellarse directamente contra mí o a bombardearnos. Es un caza y ya ha pasado varias veces en diferentes direcciones. También han pasado un par de aviones más grandes, como si estuvieran desplazándose a alguna guerra. Me parece un estruendo horrible; mira, ahí van uno más y un helicóptero. Y el del caza seguramente quiso ser piloto para utilizar ese juguetito mortífero por placer. Por un momento sentí que estaba en Gaza o en Siria, donde ese es el día a día, donde mirar al cielo supone intuir alguna bomba. 
De pronto un ruido muy grande, un avión puntiagudo (con alguien dentro que lo dirige, esto es importante) que lanza algo, que cae, en un par de segundos, más lento que nada que hayas visto nunca y ¡BOOM! Alguien ha decidido que tu suerte tenga más sinsentido del que le correspondería por azar. Probablemente tu familia está muerta, ¿hay tiempo de buscar en los escombros? Si no has tenido la suerte de morir, estarás vivo o tendrás algún miembro amputado, y solo te quedará correr. Correr como si existiera la posibilidad de huir. 
Porque no olvidemos que alguien conduce un caza en algún lugar del mundo.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Sumergida

Una arruga, estás recorriendo la arruga de un señor de 80 años que pasea lentamente, apoyándose en un carro con ruedas, por la acera hacia el parque. Tienes las manos secas, tienes los labios secos, pero también tienes seco el vacío. Ahora miras dentro del cubo y no ves un agujero negro, ves algo: agua, frutas, arena... qué se yo. Tienes las uñas deformes y amarillas, pero lo que importa son las manos. Recorres el meandro de un río. Te mojas los pies, encuentras a un perro. El lugar empieza a llenarse de gente; son solo voces, voces que se esconden detrás del sol para soñar sin dar la cara. Tú sueñas a pecho descubierto, sin sujetador oprimiéndote las venas. La sangre circula y te vuelves río, porque desde la orilla resbalas hasta el agua y te hundes en ella. Es ahí donde hallas el silencio. Abres los ojos, sumergida, y encuentras a alguien que se mueve frente a ti con tus mismas maneras. Como si fuera un espejo, pero no. Estiras el brazo con el dedo índice buscándote, y te tocas con el dedo tu otro dedo de ti misma, de tu otra tú. Sonríes y te sonríes. Un estallido de luz. Tremendo. La otra flota, va ascendiendo, con sus cabellos dispersos en todas direcciones entorno a su cara. Ya solo queda agua, cierras los ojos. Un pájaro en el árbol: el mundo sin ti. 

Correr entre mariposas

-Pórtate bien -se despedía la madre de Edurne-. Y ayuda a los abuelos ¿eh?
La niña lloraba enganchada a su vestido, abrazándole las piernas. En el fondo quería quedarse allí, pasar el verano en el campo, los dos meses rutinarios desde que era bien chiquita. Pero ahora tenía ocho años y podía verbalizar la pena por la marcha de su madre.
-Te quiero -añadió simplemente, aún anegada en unas lágrimas que cada vez fluían más lentas a través del río de su cara, dando paso a una extraña serenidad.
-Yo también, cariño.
Dos horas después, su abuela le vertía un cazo de lentejas en el plato de la cena. No cabía duda de que la niña engordaría en ese tiempo, como cada verano. Ni de que, como cada verano, la niña sería feliz.
-¿Mañana podré ver a Lilí? - quiso saber Edurne.
-Claro. Ahora no porque está durmiendo -dijo su abuelo.
Lilí era una vaca de tres años a quien la niña había cogido cierto cariño el pasado verano. Cuando las vacas salían a pastar por los campos vasquenses, Edurne solía acompañarlas sin miedo, y elaboraba coloridos ramos con las flores que encontraba para dárselos a Lilí. A cambio, Lilí le lamía los brazos con su áspera lengua y dejaba que se acurrucara junto a ella. Era una vaca grande, pero esto no intimidaba a la niña, pues de entre todas las demás vacas solo parecía tener ojos para ella. Ni siquiera había querido tanto a Bambú, el ternerito a quien amamantaba aquel verano. Le parecía tan frágil que tenía miedo de hacerle daño. “Pero aunque no pueda jugar contigo de lo pequeño que eres, tu mamá te cuidará, así que no te preocupes” le había dicho Edurne, plantándole un beso en el rosado hocico.
A la mañana siguiente, Edurne se bebía la leche a toda prisa para poder salir al aire libre. Quería correr entre las mariposas.
-¿Es de Lilí? -preguntó, sosteniendo el vaso entre ambas manos.
-No -respondió su abuela mientras le cepillaba el pelo-. Porque Bambú ha crecido y Lilí ya no da leche.
-Ah -murmuró la niña satisfecha, aunque no sabía muy bien a qué se refería.
Todavía con los restos de leche en la comisura de los labios, Edurne salió corriendo al establo para saludar a su vieja amiga.
El establo era un recinto de madera con paja en el suelo, agua y comida, donde se cobijaban unas cuarenta vacas, incluyendo sus terneritos. A veces estaban separadas las madres de las crías, especialmente a la hora del ordeño. Edurne se asomó por encima de la puerta y buscó a Lilí con la mirada. Como no la veía, se asustó, y empezaron a dolerle los dedos de los pies de ponerse de puntillas. De pronto, recordó que había memorizado el número del pendiente (como ella decía) de su oreja. Quitó el cerrojo y entró en el establo, cerrando la puerta tras de sí. Casi todas las vacas se asustaron un poco y se apartaban a su paso, seguidas de sus bebés; otras simplemente la miraban, curiosas. A éstas pudo ir acariciándolas y mirándolas el número. Sin embargo, cuando vio a Lilí no le hizo falta, porque su cerebro descodificó perfectamente la mancha blanca de su ojo derecho, haciéndole saber que era ella.
-¡Lilí! -gritó entusiasmada.
Corrió hacia el animal y colgóse de su cuello. Lilí no se movió, y movía bruscamente hacia ella la cabeza, como regañándola por haberla dejado sola tanto tiempo.
-¿Dónde está Bambú? ¡Ya verás! En un rato iremos a pasear, y buscaremos mariquitas y saltamontes.
Edurne oyó que su abuelo la llamaba y salió del establo en dirección a casa.
-Ya sabes que quiero que tengas cuidado cuando entres  en el establo y andes con las vacas -le advirtió su abuelo.
Sin embargo, algunos lo tachaban de imprudente, porque nunca había prohibido a la niña relacionarse con las vacas a su antojo.
-Sí, yayo. ¿Cuándo van a salir?
-En media hora, cuando venga Martzelo.
Martzelo era el pastor que guiaba a los animales por el monte y los traía de vuelta. Tenía cincuenta años, la piel curtida y corría el rumor de que no se había quitado la boina ni para la boda de su hija.
-Nena, ¿qué quieres para comer?
-Lo que tú quieras, yaya.
Edurne esperaba impaciente en el balancín del jardín, pero no tardó en correr hacia el prado por donde salían las vacas cuando abrían el portón. Allí se sentó y esperó. Cuando Martzelo llegó la saludó.
-¡Anda que no está hermosa tu vaca, niña! ¡Y rebelde! Te echa de menos, sin dudarlo.
Finalmente llegó el momento en que los animales salieron en manada, y algunos tenían tanta emoción por ver y pisar de nuevo la verdura que arrancaban en saltos de alegría mientras corrían. Lilí solía ser de aquellas, pero esta vez solo caminaba tranquila.
-¡Lilí, querida!
Edurne la recibió con su gran sonrisa, y se puso a su lado el resto del camino, contándole historias que le habían pasado y otras que se inventaba.
Cuando regresaron a casa, sobre la hora de comer, Edurne parecía afligida y su abuela la interrogó. Entonces la niña aprovechó para contarle sin tapujos sus preocupaciones.
-Ya no salta, abuela, y me he fijado en que tiene la mirada triste. Me da besos pero solo si se los pido. Creo que ya no me quiere -se interrumpió para secarse una lágrima-. ¿Y si ya no se acuerda de mí...?
-¡No digas eso, boba! Si supieras todo lo que me ha estado preguntando por ti… Anda que no la hemos cuidado, para cuando vinieras. Lo que pasa es que ya es un año más mayor. Pero hay otras vacas que saltan y juegan como nadie, ¿por qué no haces más amigas?
-¡No! -Edurne se ofendió-. ¡Yo la quiero a ella! ¡Solo a ella!
Y se fue corriendo a encerrarse en el cuarto.
Al rato tuvo que salir a comer, y ya estaba más calmada.
-Venga, nena, que he hecho el pescadito que te gusta. Me tienes que comer, ¿eh?
La ternura de su abuela no conseguía coser las grietas que empezaban a salirle en el corazón. Las mismas que le habían hecho enfurecer de pura tristeza, tal vez imaginada. Pero Edurne era una niña y se creía todo lo que se decía a sí misma, más, si cabe, que los adultos. De modo que Lilí había dejado de quererla.
Normalmente solía contar todo lo que había hecho durante el día, pero no habló en toda la comida. Además, estaba entretenida sacándose las espinas de la boca. De repente sintió una arcada al masticar un trozo de pescado, que se le había hecho bola en la boca, y lo escupió. Empezó a llorar.
-¿Qué le pasa a la niña? -se preocupó el abuelo.
Después del postre, su abuela la leyó un cuento con voz dulce y se quedó dormida y contenta. Al despertar, aún somnolienta, se dirigió a la cocina con intención de merendar unas tostadas de mantequilla y mermelada que su abuela solía hacer y a ella le encantaban. Pero se detuvo antes de entrar, porque escuchó que dos personas conversaban y arrimó el oído.
-...y no me gusta que se encariñe con esa vaca -era la voz de su abuelo-. Ha tenido dos abortos y seguramente llame a Toni la semana que viene.
-Pero Iker, ¿es que no podemos esperar a que se vaya?
-Necesitamos el dinero, Idoya.
Edurne supo que estaban hablando de Lilí, pero no podía comprender de qué, porque no sabía lo que era un aborto. Sabía, no obstante, que no era algo bueno.
Como no quería que sus abuelos supieran que había estado escuchando, fue al salón y buscó entre las estanterías, cruzando los dedos, un diccionario. Encontró uno muy viejo, amarillo y con páginas sueltas y trató de recordar cómo le habían enseñado a usarlo en la escuela. Tardó un rato, pero dio con la definición. A decir verdad, con tres definiciones:
1.    Interrupción del desarrollo de un feto durante el embarazo, de forma natural o provocada.
2.    Fracaso, interrupción de algo antes de su realización completa.
3.    Cosa o ser imperfecto, engendro.
Volvió a buscar “feto” y “engendro”. Como no le entraba en la cabeza que Lilí pudiera haber tenido un engendro (criatura deforme o de gran fealdad), llegó a la conclusión de que Lilí había perdido, por alguna razón, un bebé, y que quizás por eso estaba triste.
Pasó los días siguientes cuidando y dando mucho amor a Lilí. Le preguntaba por su estado y le aseguraba que pronto tendría otro Bambú.
-Creo que hoy estás un poco más gordita, ¿y si ya viene?
Y le ponía la mano en la barriga por si sentía pataditas.
-Como cuando la tía iba a tener al primo. Tenía la barriga tan grande que parecía que iba a explotar- se reía.
Pasaron las semanas. Vaca y niña parecían más animadas. Lilí saltaba alguna que otra vez, y Edurne volvió a hacerle ramos.
-Si hago uno realmente bonito, nos casaremos- le prometió.
Una tarde, saboreando una de esas ricas tostadas, su abuela tuvo que confesarle algo.
-Edurne -la niña supo, por su voz seria, que algo pasaba-. ¿Cómo está Lilí?
La cara le cambió a la niña. Como siempre que hablaba de su vaca, le brillaron los ojos y se apresuró a contar mil historias.
-Muy bien, abuelita. Parece que ya no va tanto con las demás vacas porque quiere quedarse conmigo. Yo la obligo a hacer amigas y trato de empujarla hacia ellas, ¡pero es que es tan pesada!
Idoya la interrumpió.
-Cariño, te voy a contar un secreto, pero no se lo puedes contar a ella, ¿de acuerdo? Y tienes que prometerme que no te pondrás triste.
-Vale…
-Lilí está enferma.
Edurne abrió mucho los ojos al mismo tiempo que todo su cuerpo se paralizaba. También el corazón, para un instante después reanudar su marcha más deprisa que nunca. Los latidos se atropellaban unos a otros y se le subían a la garganta.
-¿Qué le pasa?
La niña adoptó una actitud desconfiada, no quería creerlo.
-No lo sé, me lo ha dicho tu abuelo, que es el que entiende de esas cosas. Pero creo que no le queda mucho tiempo…
Edurne comprendió. Eso explicaba muchas cosas. Porque aunque Lilí estuviera más animada, no lo estaba como antes, por mucho que ella tratara de convencerse.
-Abuela, ¿dónde está Bambú?
La niña no había memorizado su número y pensaba que estaba perdido entre los demás terneros.
-Bueno, jovencita, ya basta de hablar de vacas. Cálzate, que vamos a coger fresas y tomates. Voy a hacer un gazpacho que te va a encantar, ¿me ayudarás?
Idoya consiguió distraer a Edurne el resto del día, pero una halo de tristeza la envolvía adonde quiera que fuera. Sentía tanta pena que no se atrevió a preguntar nada más sobre Lilí, como si así su cerebro pudiera reprimir la información que había recibido. Como si así todo fuera mentira. Sin embargo, cumplió con su promesa y no le dijo a Lilí nada sobre su enfermedad, para no preocuparla. Quería aprovechar para buscar las flores más bonitas, para hacer el ramo más bonito y poder casarse con Lilí. Pero un atardecer no pudo aguantar más y se delató. Las vacas ya estaban recogidas en el establo, y Edurne se quedaba allí hasta que su abuela la llamaba para cenar. La estancia estaba tranquila y silenciosa, solo se oían las pisadas de las pezuñas sobre la paja. La luz era tenue y anaranjada. Lilí posó su mirada sobre los ojos de Edurne, serena y majestuosa. La niña tuvo la impresión de que el animal tenía una mirada humana, como si una persona viviera dentro de ella y quisiera decirle algo, y rompió a llorar. Acto seguido se acercó a su cuello para abrazarla suavemente, apoyando la cara sobre su cálido cuerpo. Su abuela la llamó para cenar.
Los días seguían pasando. Una mañana, decidió desayunar zumo de naranja en lugar de leche. Era una mañana extraña porque su abuela no le había dado los buenos días. Sencillamente no había nadie en la casa. Todavía con las legañas en los ojos, salió al jardín, por donde no tardó en aparecer su abuela. La vieja mujer tenía el rostro demacrado.
-¿Estás bien, abuela?
-No, hija. Lilí…
-¡No! -gritó Edurne.
Salió corriendo hacia el establo, y del impulso tiró la silla al suelo.
-¡No, no, no! -seguía gritando.
Lloraba. No se dio cuenta de que estaba descalza y ni siquiera las piedras que se clavaba en los pies le hacían tanto daño como el hecho de saber que Lilí había muerto.
Antes de llegar al establo, reconoció el camión. Había arrancado y se estaba yendo. Era el camión que se llevaba algunos animales cuando había demasiado, le había explicado su abuelo. Hasta ahora no le había importado, pero algo dentro de ella la impulsó a seguirlo. Corrió hasta él y golpeó la parte trasera con las manos.
-¡Sacadla de ahí! ¡Sacadla!
Golpeó con tanta fuerza que se hizo sangre en los nudillos. Algunas vacas mugían. No reconocía el sonido de Lilí, pero sabía que estaba allí. El camión cogió velocidad y las piernas de Edurne ya eran demasiado lentas para alcanzarlo, a pesar de que corría con todas sus fuerzas. La niña se quedó atrás, y cuando comprendió que no había nada que hacer, cayó exhausta con las rodillas en la arena. El camión giró la curva del camino y pudo ver algunas vacas y terneros entre las rejillas. La miraban. Edurne se encontró por última vez con la mirada cuyo ojo derecho tenía una mancha blanca.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Caricia de árbol

En el valle del Miño, Joana bajaba por unas escaleras hasta el río. Era septiembre, hacía sol pero también se nublaba a veces. Se agachó para coger una flor morada.
-No la toques- escuchó a su espalda.
Era voz de hombre.
Se giró y fue un chico lo que vio, uno de su edad, unos 23 años. Su cara le resultaba familiar, era del pueblo de al lado, sin duda.
-Muy gracioso, Marcos…
-No me llamo Marcos -corrigió él.
-Y tampoco eres gracioso.
Hubo un silencio incómodo, suficiente para que Joana asimilara que estaba molesta por el susto, pero que en realidad no odiaba al chico.
-¿Por qué no he de tocarla? -todavía no se separaba de la flor, como desafiando.
-Mi abuela siempre decía que era la casa de las hadas… -esbozó una sonrisa lateral. 
Joana, desconfiada, no sabía si era burla o timidez lo que expresaba.
Al cabo de un rato, ambos paseaban por el monte, por un entresijo de árboles a los que Joana se iba sujetando mientras le explicaba que era poco probable que pudieran vivir ahí, si tenían un tamaño superior al de un mosquito o una mariquita. Eran pequeñas y frágiles las flores, en comparación con las hadas, que preferían excavar en la corteza de los árboles.
-De todas formas -concluyó- me parece que este bosque tiene pinta de estar habitado por trasgos.
Y le miró.
-Muy graciosa…
-Y me llamo Joana.
Él se quedó con Marcos. Marcos tuvo que irse, y Joana se quedó en bragas y sujetador y se tiró al río.
“Maldita estúpida…-se oía en sus pensamientos-. ¿Por qué le habré seguido el juego? ¿Existe, existirá alguna vez en el mundo, por alguna penosa razón, una conversación más ridícula y patética que ésta que acabo de tener? Prefieren excavar la corteza de los árboles… En fin”.
A Joana le gustaba nadar contra corriente, y en ello estaba cuando de repente gritó. Algo se había chocado contra ella, y tardó unos segundos en desenrollárselo de las piernas. Era una lamprea. Sin más. Pero pasó tanto miedo que se apresuró hasta la orilla. Estaba saliendo, y ya solo le faltaba sacar un pie del agua… cuando sintió que algo le agarraba. Esta vez no fue un accidente, aunque se trataba también de algo viscoso. Joana no gritó, porque se quedó sin aliento. Tiraba de su pierna, y lo otro, del tacto de una mano, tiraba hacia el agua ganándole terreno.
-¡Déjame en paz! -se defendió-. ¡Socorro!
Pero el pueblo quedaba más arriba y no solía venir nadie por la zona, por eso se bañaba. Consiguió zafarse de su captor. Se giró rápidamente para volver a por su ropa, empapada, con el nervio a flor de piel, y marcharse cuanto antes. Entonces se topó con algo que la hizo creer que, definitivamente, estaba alucinando. Se esforzó, en apenas medio segundo, por recordar si había tomado alguna seta, como aquella vez, de esa parte del bosque que ella sabía… Pero no había ido por allí. Así que no le quedó más remedio que enfrentarse, temblando, a aquel rostro que tenía frente al suyo, un poco más abajo, y analizarlo. Era un rostro horrible de mujer; no deforme, pero de color verde aceituna, recubierto de una sustancia viscosa y transparente, con trozos más oscuros adheridos a la piel que parecían algas. El pelo, anaranjado, era largo, pegajoso y estaba enredado. Olía mal. La estructura del ser era humana, no obstante estaba más encorvado y tenía los dedos ligeramente más largos, sin uñas. Joana se sentó, mareada, en el suelo y empezó a llorar. “Esto no puede ser un trasgo -se decía-. Ni siquiera puede ser verdad”. El ser la miraba, quieto, y de vez en cuando miraba el río. Pareciera que esperara algún tipo de señal. Llegó un punto en que Joana ya no estaba asustada. Había perdido el miedo con su última lágrima y, de pronto, se lanzó a morderle un pie al monstruo. Un alarido emanó de la boca de la mujer viscosa, que dejó a la vista sus dientes puntiagudos, amarillos y negros. Su lengua era morada.
La mujer agarró a Joana por el pelo y, de la fuerza, le arrancó un mechón. Pero lo más grave es que, aunque no tenía uñas, le clavó la punta de los dedos, que terminaban como en un cartílago afilado, y la cabeza le chorreaba sangre.
-¡No, no, no! ¿Por qué? -gritaba Joana, con sangre en los párpados, deseando que alguien la ayudara.
De repente fue sintiendo sueño… y se despertó.
Todo había sido una pesadilla. Bueno, todo no. Estaba en una camilla, y junto a ella su madre y su novio.
-¿Estás bien? -la preguntó el muchacho, acariciándole la cabeza con ternura.
-Me han vuelto a dar esa mierda de medicación, ¿verdad?
Él asintió, resignado, como dando a entender que había sido lo mejor.
-Me siento fatigada y cansada. Casi me cuesta mantener los ojos abiertos…
-Pero Silvia… -comenzó su madre.
-Me llamo Joana- susurró antes de dormirse.
La madre y el chico cruzaron una triste mirada.

martes, 25 de agosto de 2015

Hacer escala en un sueño

No creas que no lo sé,
que no te escribo un poema
por miedo a que algo
tan frágil como nosotros
se destruya.
Como si los versos fueran bocanadas de aire
cuando no puedes respirar
que a veces, de vez en cuando
derriban algo.
Y eso que tenemos pies de plomo
y, por cabeza, flores
y nuestro cuello es el jarrón
que las contiene.
Y adoro cuando me rozas con tus ramas,
cuando me cuidas,
cuando me explicas cómo son por dentro
las casas de los caracoles
y me dejas explicarte
cómo es la vida de las cigüeñas.
A ti, que me llevas a pasear a tu terraza
porque sabes que me gusta
su geometría tan perfecta,
déjame contarte
la historia de una flor enloquecida
que atravesaba las nubes
porque no tenía raíces,
que se cosía unas raíces de algodón
para poder estar con las mariquitas
en la tierra.
Déjame tentarte.
Deja que te mate,
como quien anda perdida
y encuentra un tesoro que no quiere quedarse
porque no tiene suficientes dedos en las manos
para cogerlo.
Que los tesoros son tesoros
porque no son de nadie.

viernes, 10 de julio de 2015

Homicidio silencioso


Un hombre caminaba muy deprisa, vestido con algo parecido a un uniforme de guarda de seguridad, pero que no lo era. Había insectos alrededor. Subió las escaleras del metro hacia la calle. En la calle, sentado, había un perro vagabundo que le miraba fijamente, con firmeza pero sin rabia. "Estúpido perro..." pensó el hombre, y se encendió un cigarro. Pero no se dio cuenta de que se lo había colocado al revés y, enfadado, lo tiró al suelo. "Prefiero perder el dinero que la dignidad, y este cigarro ha pretendido arrebatármela". El perro olisqueó el cigarro del suelo. Miró al hombre, que ahora observaba atónito al perro, con la mente vacía.
-Déjame pasar -dijo el hombre-. Largo, chucho de mierda -insistió.
Pero el perro no se movió ni un centímetro. Como persona inteligente, decidió rodearlo y se marchó a casa. Allí se quedó en calzoncillos y encendió la radio. Una canción sobre Dios inundó la habitación. Era agradable. Fue al baño y en el umbral de la puerta se encontró otra vez con el perro, que lo observaba, con firmeza pero sin rabia. 
-Perro de mierda- murmuró-. ¡Largo, a tu puta casa, quiero ir al baño!
Pero, cuando fue a mover al perro, éste le gruñó. Se fue a la cocina y regresó con un cuchillo. Se degolló delante del perro, gritando: 
-¡Mira lo que me has obligado a hacer, animal!
El perro lo olisqueó mientras se desangraba. 







jueves, 9 de julio de 2015

Asesinos

La piscina municipal estaba abarrotada de gente. Yo me encontraba -o me buscaba- en el césped, tumbada en mi toalla, leyendo un libro que se me partía por la mitad. Sus hojas se volaban como si fuera otoño. Por mi lado, la gente iba y venía de vez en cuando. Me fijé en un hombre con el pelo por los hombros de un color indefinido, como marrón plateado, y que le caía como una cascada. Donde acababa el pelo, me imaginaba que había agua invisible chorreándole hasta los pies y dejando un sendero en derredor suyo. Me apoyé sobre los codos para verle mejor, con la sensación de que aquel hombre era un ser mágico que atraía mágicamente mi atención. Me lo imaginé en un lago rodeado de unicornios. Cuando quise salir de mi ensoñación, varias personas me estaban mirando, y una me tiró una piedra, lo cual me produjo daño y desconcierto. Instintivamente me levanté, buscando a mi atacante.
-¿Quién ha sido? - pregunté.
-Esta persona tiene ojos y mira.
Oí decir a alguien entre mi grupo de espectadores, que parecía aumentar por momentos. Me miraban en silencio. Alguien me tiró otra piedra y me acertó en la cara; comenzó a sangrarme la cabeza. Para entonces ya estaba tan asustada que me hice pis encima, y casi no sabía ni dónde estaba, del mareo. Me toqué la sangre con la mano; sentía un dolor agudo y un pitido en los oídos. La gente me rodeaba y se acercaba lentamente hacia mí, estrechando el círculo, encerrándome. No tenían cara, tenían calaveras. Me desapareció el pitido y el miedo dio lugar a una rabia desproporcionada. Se oían las voces de la gente que se bañaba más allá, en las piscinas. De repente solo quería cortar las manos a quien me hubiera lanzado una piedra, pero comprendí que todos eran enemigos y comencé a pegarles a todos, puñetazos y patadas. Sentí que unas manos de hierro me aprisionaban los brazos con fuerza increíble. Intenté zafarme, pero era inútil. Me propinaron una patada en el vientre y grité. Las piernas me fallaron y me derretí entre esos brazos, que no me dejaron caer. Y yo solo quería rendirme, ser amiga de toda esa gente, estar tumbada leyendo un libro y no volver a mirar a nadie nunca más...

sábado, 4 de julio de 2015

El origen de los plátanos

Me senté al ordenador y abrí el correo. “Hola destruida”, decía el correo, “has tenido 100 visitas en tu blog, de 19 personas...”. Sinceramente, desconozco por qué me llamó así, si mi nombre en la cuenta es “Biri” de apellido “Bi”. “...desde diferentes distribuciones geográficas,” decía el correo, “a saber: España, México, Argentina, Londres, Mongolia y Rumanía”. Le pregunté en voz alta qué estaban haciendo esas personas que habían visitado mi miserable blog. Y decía el correo: “Joaquín está sentado en un banco observando, sin intervenir, cómo pelean unas hormigas en torno a un escupitajo. Paco se mira al espejo preguntándose por qué debería afeitarse su fabulosa barba gris. Elizabeth se está pellizcando los ojos para no ver un atardecer. Jaime se examina el prepucio en un estado de contemplación. Sandra le está quitando la cera de las orejas a su gato con el dedo, para lamérselo posteriormente…” Llegados a este punto me cansé. Ya está bien, me dije, menudos bichos raros… Fui a la nevera y le pegué un bocado a un trozo de coliflor. Me rasqué la ingle me rasqué el chocho me quedé en pelotas y empecé a bailar en la terraza. Como no había música ni nada no tenía ritmo, por lo que algunas personas que pasaron por allí -era un primer piso- me lanzaron indignadas varios objetos como una zanahoria o un aparato para recortar los pelos de la nariz. Este último me hizo daño así que volví llorando a mi habitación. Entonces decidí divertirme como el resto de personas y me puse una película. Antes de nada salió una voz del ordenador que me dijo “esto es demasiado para mí, hija de puta”, y ya no dejó de hacer ruidos durante el resto de la película, que os contaré a continuación:
Una mujer tenía una aventura con el mejor amigo de su marido, porque decía de éste último que comía muchos plátanos vale pero lo que ella quería era que se los metiera por el coño y no se sentía satisfecha. El mejor amigo ni siquiera era guapo, solo alguien a quien tenía a mano. Tenía cara de batracio y le gustaba cantar ópera en la ducha. No cantaba bien, por eso lo hacía en la ducha: no quería que se avergonzaran al mismo tiempo de su cara y de su voz. El marido, al enterarse de la aventura, quiso vengarse, así que le apuntó al coro de la Iglesia. Pero luego cenaban todos en casa, sin rencores, y chupaban una suela de zapato en nombre de Dios. Y hablaban largo rato sobre cuántos niños iban a apadrinar, porque la mujer era estéril, y todos eran demasiado vagos como para adoptar a un hijo y cuidarlo. Ella quería que fuera negro, pero ellos preferían el amarillo, y decían que así podría poner su propia tiendecita en el barrio, si algún día tenían suficiente dinero como para traérselo. Por el contrario, si fuera negro, solo podría trabajar de gorrilla y eso no era un futuro digno, de ninguna manera. “Sí”, decía ella, “pero por lo menos nos traería plátanos de África”, con toda su ignorancia... pues todos sabemos que el origen de los plátanos se encuentra en Asia.

viernes, 3 de julio de 2015

D e s p a c i o . . .

Hacer todo despacio:
coger el tren despacio,
pagar despacio,
dejar de querer despacio.
Que cuando estemos cocinando,
comprando el pan,
haciendo un trabajo
o simplemente leyendo
algo
y el corazón esté agitado entre las costillas, 
temblorosas como manos,
nos digamos: “despacio… hacer todo despacio”.
Y empecemos a caminar despacio y hacia atrás,
y el pelo nos caiga despacio
y parpadeemos despacio.
Y que despacio se nos caigan las pestañas,
como deshojándose sin ser otoño
ni tristeza.
Y al pelear con alguien querremos gritarle
y golpear paredes, y lo haremos
pero despacio.
También las estrellas pasarán despacio
por el cielo, porque no hay prisa.
Y al mirarnos pedirán deseos y será
“haced todo despacio”,
como volar una cometa aunque
eso suponga que no vuele
en absoluto.
Y nuestro gato maullará pidiendo hambre
y nosotros le diremos “despacio… pídemelo despacio”.
Las bombillas se romperán despacio
y los cristales rasgarán dulcemente nuestra piel.
La sangre manará tranquila de nuestro cuerpo,
muy despacio, como si no existiera el tiempo.
Y lo contemplaremos con calma,
como quien mira el sol
en una tarde de verano
encegueciendo.

miércoles, 1 de julio de 2015

Cuento infantil

-Papá, he visto una camiseta muy chula de mi grupo favorito, ¿me la compras?
-Pídesela a tu madre.
En otras circunstancias, Toto iría al salón y su madre, tras barajar si merecía o no la camiseta, le daría finalmente el dinero. Pero su madre no estaba en el salón ni en casa, ni siquiera en un kilómetro a la redonda, porque sus padres estaban separados. Su padre era una lagartija y su madre una chicharra. Las lagartijas y las chicharras nunca se habían llevado muy bien, pero en una noche de pasión Toto fue engendrado, y la chicharra y la lagartija se tuvieron que casar. Ahora Toto era una mezcla de ambos, mitad chicharra y mitad lagartija. Es por ello que no terminaba de congeniar con la gente y no tenía muchos amigos. En el colegio le habían apodado “Chichartija”, pero en el fondo le temían un poco, porque era tímido y retraído, y al no ser como los demás –no era ni una hormiga ni un hipopótamo, una cabra o una jirafa- no podían predecir su conducta y optaban por ignorarle.
Cuando acabó el fin de semana, Toto volvió a casa de su madre.
-Mamá, he visto una camiseta muy chula de mi grupo favorito, ¿me la compras?
-¿Por qué no se la pides a tu padre?
Toto no contestó. Se fue a la habitación y abrió su hucha, sacó el dinero y se fue. Pero al llegar a la tienda, le pasó una cosa extraña, y es que ya no le apetecía comprarse la camiseta que anhelaba. No porque fuera a comprarla con su dinero y no el de sus padres, sino porque sentía en el corazón algo así como una pluma melancólica, una punzada de tristeza, una melodía de violín.
Al rato, estaba paseando sin rumbo por la ciudad, dando pataditas a una piedra. A veces, sentía que los demás le miraban por ser lo que era, pero no pasaba de ser un sentimiento, ya que en la ciudad había mucha gente mestiza y en general no llamaba la atención como en la escuela.
“¿Por qué las chicharras y las lagartijas no se llevan bien?” Se preguntó al dar una última patada a la piedra, que se coló en una alcantarilla. Miró al cielo, había algunas nubes y por el viento parecía que no tardaría en llover. No estaba seguro de querer volver a casa, pero de repente se sintió muy cansado y emprendió el camino de vuelta. “¿Por qué…?” Seguía pensando, cuando de pronto tropezó con algo. Era una libreta. Toto miró a los lados para ver si se le había caído a alguien, pero no había nadie, como si el objeto hubiera caído del cielo para él. “¿Estará… estará aquí la respuesta a mi pregunta?” pensó entusiasmado. Abrió la libreta, mas para su sorpresa todas las páginas estaban en blanco. Justo en ese momento, un pájaro extraviado se le posó en el hombro. Cuando llegó a su casa, empezó a escribir sobre él. Ya no se acordaba de la camiseta ni de las chicharras, de las lagartijas o de él mismo. Solo del pájaro… de los ojos negros del pájaro, que se hacían más y más grandes y le absorbían.

viernes, 19 de junio de 2015

Libertad hija de fruta

Eran las doce de la mañana cuando Luis cruzaba la puerta del supermercado SuperSol, en pos de algo que comer. El lugar no era muy grande, cuatro o cinco pasillos, y apenas había tres personas más un guardia de seguridad que se paseaba distraído. Luis fue directo al pasillo de las frutas y verduras, agarró dos manzana y las guardó en su mochila sin vacilar. Sabía que no había cámaras, pero como aún estaba algo dormido no advirtió que el guardia le había visto a través del resquicio de uno de los estantes, desde el pasillo contiguo.
“Vaya…” se decía Armando, el guardia, para sus adentros, “parece que se está cometiendo lo que viene siendo un hurto. ¡A quién se le ocurre…! ¡Por unas manzanas! ¿Lo he visto o no lo he visto? Sí, lo he visto…” Se dirigió con paso tranquilo y seguro hasta Luis, que ya miraba las naranjas, y al ver éste al hombre uniformado que se le plantaba enfrente, le empezaron a temblar las manos al punto que se aceleraba el corazón.
-Caballero- le dijo el guardia con voz grave-, saque lo que se ha guardado en la mochila. 
Y Luis lo sacó, porque no quería problemas. 
-Pero, hombre… ¿por qué ha hecho eso? Ya que va a arriesgar su integridad, hágalo por algo más valioso, como unos filetes… 
-Ya, lo siento… -se disculpó Luis-. Mira, yo lo devuelvo y me voy. 
Y se giró para irse, dejando las manzanas por ahí, pero el guarda le retuvo por el brazo.
-Caballero, yo no puedo hacer como que no he visto nada, es mi trabajo…
-Bueno, pero no hay nada de malo en ser ciego y trabajar en su trabajo, ¿no?
Hablaba Luis con cierta complicidad, como de amigos.

-¡No, no y no! Esto es lo que vamos a hacer, don Luis… Yo no quiero retenerle por unas míseras manzanas, ya se lo he dicho… pero como lo he visto, he de retenerle… de modo que fingiremos que estaba usted robando una bandeja de filetes.

-Pero yo no tengo con qué cocinar filetes, por eso quería las manzanas… para comerlas tal cual. Vivo, por un favor que se me ha hecho de momento, en una habitación de hostal de mala muerte…. y no tengo cocina. Ni trabajo. Yo…
Estaba a punto de echarse a llorar cuando Armando, el guardia, le interrumpió.
-Está bien… no llore usted. Algo podremos hacer.
Y, en lugar de hacer la vista gorda, como esperaba Luis, pues todo lo que había contado era cierto, y ciertamente así lo había creído el guardia, llamó al empleado de turno y le contó lo sucedido.
Al rato, mientras Armando y Luis esperaban en silencio todavía en el pasillo de las verduras, apareció el empleado con una bolsa de frutos secos en la mano, exactamente unas almendras tostadas y con sal.
-He aquí- se dirigió al guardia- la solución. No hace falta cocinarlas –se dirigía ahora a Luis-, y son muy nutritivas… figúrese, que las grasas por cada gramo aportan nada menos que ¡nueve kilocalorías! Mientras que las proteínas y…
Luis interrumpió al empleado en su discurso antes de que la cosa fuera a más.
-Se lo agradezco, de verdad, pero los frutos secos me resultan indigestos. Una vez…
-¡Basta, basta! –estalló Armando- ¡Este hombre no puede comer frutos secos! ¡No le sientan bien!
El empleado se encogió de hombros, algo confuso y asustado.
-Pues no se me ocurre qué más podemos hacer.
-Podríamos probar con una lata de cocido -propuso Luis-. Podría buscarme la vida para calentarla, o incluso comerla fría…
-¡Ni hablar! ¡Una lata de garbanzos me sigue pareciendo ridícula! Aunque menos que las manzanas… ¡Llamaré a la Policía!
Y sacó su móvil del trabajo, marcó un número y se le oía decir, apartado de los otros.
-Sí, hola…no… no quiere llevarse los filetes, no hay manera…tampoco come almendras….sí… de acuerdo. Hasta ahora.
“Ellos sabrán qué hacer”, pensó con alivio cuando terminó. Al volver la vista, encontró a Luis y al empleado abrazados en el suelto.
-¡Armando! ¡Que se escapa! –gritaba éste último cogiendo a Luis por la cintura, quien intentaba deshacerse de él con expresión de animalillo acorralado.
-¡Quita, hombre, déjale…! ¡Que le vas a hacer daño!
Y los separó, mandando a Luis que se quedará ahí sentado.
-Don Luis… pero no haga eso, hombre… que yo no quiero hacerle daño ni que nadie se lo haga, pero si tengo que sacar la porra la sacaré, créame que la sacaré… y no quiero, así que estése quieto. Y tú… -hablando al empleado- ¿por qué no traes algo de comer? A lo tonto nos han dado las dos… venga, trae unas latas de cocido o algo.
El hombre obedeció, trayendo al rato unas latas calientes, con sus respectivas cucharas, que  los tres se pusieron a comer acampados en el suelo. Por alguna razón ya no había nadie en el supermercado, salvo la cajera, que estaba en la caja junto a la entrada, lejos del bullicio interior.
-Y entonces, cuénteme, cuénteme, don Luis… -quería saber Armando- ¿Cómo llegó usted a ser pobre?
-¡Que yo no soy pobre! Me busco la vida, como todos. Y la vida es algo serio, ya sabe… -decía sorbiendo una cucharada, mientras los otros sorbían la suya.
En esto llegó la Policía. Dos hombres con uniforme azul.
Armando se levantó casi de un salto, sacudiéndose el uniforme, y los demás le siguieron. El empleado recogió las latas y se fue.
-Señores… - saludó el guardia, de autoridad a autoridad.
-Con que este es Luis…¡Luis! 
El mencionado se sobresaltó.
-Presente- dijo como por instinto, por su época de la mili.
Quería decir algo para caer bien, pero no se le ocurrió qué.
-¿Tiene algo que decir? –dijo uno de los policías, el más viejo, quien siempre hablaba de los dos.
-Sí…-comenzó Luis, que seguía sin saber qué decir-. Yo jamás comeré filetes, porque mi hermana era vegetariana. Mi hermana…
-¡Ya, ya, ya, ya! Usted quería dos manzanas y las va a tener.
Cogió el policía, el más viejo, dos manzanas. Y poniéndoselas a Luis en la mano:
-Ahora, dígame, ¿qué hará con ellas?
-Comérmelas, señor -dijo Luis, agradecido, y rectificó:- No… devolverlas. Sí, eso haré.
-¡Pero qué…! Que no, vaya, cómaselas usted. A ver, a ver cómo las come…
Y Luis pidió un cuchillo para pelarlas, porque le gustaban sin piel.
-¡Infame, infame!- gritó el policía, echándose las manos a la cabeza-. ¡Eso va en contra de la ley! ¿Ve, Armando? Ya tenemos excusa suficiente para detener a este señor, pues el artículo número 51 de la Constitución Española dice así: “Todo vegetal tiene derecho a conservar su capa más externa, prohibiéndose la adopción de conductas que afecten a la conservación de la misma, o a los derechos, deberes o libertades de dicho vegetal.”
-Pero, señor –intervino Luis- ¿qué hay del 35?
-¡El 35, el 35! ¡A quién le importa el 35! Usted se viene con nosotros, que le vamos a tratar muy bien…
Entre los dos policías le pusieron a Luis con cuidado las esposas, sacándole del SuperSol mientras éste se resistía y gritaba:
-¡Y el 27! ¡Y qué hay del  16! ¡Dios…! ¡San José…! ¡Llueve! ¡Llueve!
Armando lloraba.