sábado, 30 de julio de 2016

Querido abuelo...

Querido abuelo,
te escribo a raíz de la respuesta que ayer mi prima y yo recibimos al sugerirte que le dieras las gracias a la abuela por habernos preparado la cena, a pesar del calor que había tenido que pasar para ello.
“Y yo ¿qué? ¿No tengo derecho a nada? Entonces a mí hay que darme las gracias por decir todos los meses: toma, dinerito...”
Por supuesto, te escribo desde el respeto de quien valora a su familia y el conocimiento de que tanto tu educación como la sociedad donde has crecido -y aún creces- están basadas en el machismo, algo de lo que tú no tienes la culpa.
Sin embargo, tengo la mala costumbre de que prefiero pensar que obedecer, es por eso que escribo esta carta. Por eso y porque aún no he aprendido a callar ante lo que, considero, son injusticias. La injusticia de la que hablo tiene un nombre, abuelo: se llama patriarcado. Es el nombre que usamos ahora para referirnos a las sociedades basadas en una ideología machista, donde el hombre tiene una serie de privilegios frente a la mujer, e incluso sobre el cuerpo y la vida de ésta. Sobre un cuerpo y una vida, conviene recordar, que no son suyos, pero que en cierto modo le pertenecen. El control económico ha sido, precisamente, una de las formas más tiranas de someter a la mujer. Al fin y al cabo, vivimos en una sociedad donde sin dinero no puedes hacer prácticamente nada. No puedes, como quien dice, ganarte la vida.
Ya de niña, como sabrás, la abuela comenzó a trabajar en una fábrica de textil para aportar dinero a su familia. Pero una vez casados, no volvió a participar en el mundo laboral, aunque jamás dejó de trabajar, pues tuvo que criar a cuatro hijos y cuidar del hogar y su marido (tú). De todos modos, no había muchos trabajos donde podían emplearse las mujeres: el campo, de criada, y poco más. Creo que, si estaban casadas, incluso necesitaban la autorización del marido, pero todo eso lo sabrás tú mejor que yo. Aun así me gusta recalcarlo, para que te pongas un poco en el contexto que tuvo que vivir la abuela, que era muy distinto del tuyo aunque compartiérais el mismo espacio y tiempo.
Entonces, el rol asignado a las mujeres decía -y aún permanece ese espíritu- que su objetivo vital era casarse y tener hijos, es decir, formar una familia. Socialmente eras mal vista si no cumplías con este cometido. Menos válida. Si alguna quería optar a algo de autoestima o aceptación, por así decirlo, tenía que buscar un hombre al que servir el resto de su vida a cambio de que él se encargara de llevar dinero a casa. Con el dinero sobrevives, por tanto, la mujer dependía del hombre para sobrevivir. Recordemos que la sociedad la presionaba para casarse y que había pocos trabajos “para mujeres” y, en todo caso, peor pagados. No quiero imaginar la vida de aquellas que tenían que trabajar, ser amas de casa y cuidar de la familia al mismo tiempo. Pero la abuela, y la madre de la abuela, no trabajaron. Mejor dicho: su trabajo no era remunerado.
Podría decirse que existía una especie de contrato no voluntario por el cuál tú trabajabas para la familia y la familia (la mujer) trabajaba para ti. Ahora, habría que preguntarse si las condiciones de trabajo eran igualitarias. Me atrevo a decir que el trabajo de una ama de casa con cuatro hijos no termina nunca, mientras que el de cualquier empleado sí. Por otro lado, tú elegiste el ejército, pero podrías haber elegido cualquier otro trabajo; podías hasta estudiar, mientras que el destino de la abuela solo era uno: parir y cuidar.
Me pregunto cuántas veces ayudaste a la abuela a limpiar o hacer la comida, si a día de hoy nunca lo haces salvo cuando la ves enferma. Y sé que lo hacer porque la quieres, pero quiero que veas. Que mientras tú ya te has jubilado, la abuela te sigue lavando la ropa y haciendo la comida y la cena todos los días, porque aunque ella trabajó durante toda su vida, no cobra una jubilación propia. Y ella tiene los mismos dolores que tú o más. Y yo sé que te preocupas por ella y que la quieres. Pero si bien no voy a entrar a valorar quién tenía que dar gracias a quién cuando trabajabas, me atrevo a afirmar que a día de hoy eres tú quien tiene que dárselas a ella. Porque si bien tu servicio en el ejército ya hace años que ha concluido, ella te va a servir a ti por el resto de su vida. Y quizás esto te suene raro, pero no tiene por qué hacerlo.

sábado, 16 de julio de 2016

Personas con imposibilidad para la comunicación

  Existe gente con una imposibilidad para la comunicación. No os sorprendáis, es así: existen. Y están por todas partes. No es difícil distinguirlas, pero sí darles un nombre. A menudo, cuando estas personas hablan (pues ellas creen de verdad comunicarse, llevar el mensaje de su corazón o sus entrañas a los oídos del oyente, cosa que finalmente no ocurre), imagino que se les desencaja la mandíbula, y de esta forma siniestra, con los ojos y la boca bien abiertos, comienzan a expulsar espuma por la boca entre terribles convulsiones que afectan a todas las partes de su cuerpo. En esta espuma blanquecina, casi grisácea, que vomitan (a veces pienso que involuntariamente) pueden apreciarse, por supuesto, algunas letras flotando, pero nada nos vienen a decir. Y si diera la casualidad de que consiguen unirse para formar algo coherente, resulta ser algo terrible que hubiera sido preferible no escuchar. Es cierto que en ocasiones me he detenido para escuchar atentamente aquello de que hablan las personas imposibilitadas para la comunicación, lo que únicamente me ha servido para confirmar la validez de la metáfora que he mencionado. 
  Me atrevo a aventurar que estas personas sufren, a pesar del daño ocasionado a los demás, daño que creo que no me equivoco al elevarlo a la categoría de problema de salud pública. Digo que sufren porque ha de ser como vomitar una bola de pelo una y otra vez, bola que se regenera, incansable, a pesar de que no se lamen a sí mismas, pues consideran que no hay nada que limpiar. Y por eso su cuerpo se autolava. Pero no hay tiempo para más explicaciones, sobre todo si tenemos en cuenta que el tema sigue siendo un misterio para la ciencia. Mas, si se me permite el privilegio, quisiera terminar ofreciendo un humilde consejo. Cuando os encontréis con una de estas personas, lo cual ocurrirá, probablemente más pronto que tarde, sentid la compasión que inspiran. Claro que es más fácil el odio, pero tras la experiencia de tantos años he visto la tendencia de estos desenlaces: interminables peleas de bolas de pelo. No olvidemos que no hay posibilidad de comunicación con ellas y, aunque se diera la minúscula situación en que lograran entender lo que decimos, seguirían incapacitadas para poder decir lo que pretenden, motivo por el cual toda conversación pierde el sentido. 

viernes, 15 de julio de 2016

Mis uñas

  Me causa pánico la velocidad con que me crecen las uñas. No es que crezcan sin control o límite alguno. Lo que ocurre es que, por ejemplo, yo me pongo a cortarlas por la noche, con el cortauñas y bajo la lamparilla, costumbre que adquirí del bueno de mi padre, y a la mañana siguiente, cuando despierto y me da por mirarme las manos, me encuentro con que ya casi han alcanzado la longitud del día anterior, de modo que mi cuidadoso trabajo ha sido en vano. Una longitud que, por otro lado, podría soportar cualquiera, pero que a mí me angustia y me incomoda. A partir de ahí, de la mañana fatal, su crecimiento se detiene, pasando a lo que se conoce como “normal”. Empleo este concepto, no porque una mayoría de personas así lo ha considerado, sino con conocimiento de causa, pues dediqué, queriendo aproximarme al fondo del asunto, varios meses de mi prolija existencia a explorar minuciosamente la velocidad del crecimiento de las uñas de un gran número de personas, muchas de ellas conocidas que se ofrecieron a hacerme el favor, sabedoras del mal que me aquejaba y esperanzadas ante la posibilidad de contribuir a calmarlo un poco, pues yo quería unas uñas cortas. 
  Sé de personas capaces de llevarlas así por días y no puedo aceptar el hecho de que a mí, que tanto deseo la comodidad e higiene de tales uñas cortas, se me niegue esa oportunidad, tan humilde y, sin embargo, tan absurdamente inalcanzable por mi parte. Parece que esté condenada a disfrutar de ellas tan solo por unas horas, las cuales ni siquiera paso despierta, ya que nunca he podido desprenderme de la vieja costumbre nocturna que aprendí de mi padre...

lunes, 11 de julio de 2016

La de los zapatos, bonitos

Llevas
unos zapatos nuevos,
qué bonitos.
Y tienes una entrada
a un recital de poesía
pegada en la suela.
Me encantan tus zapatos,
en serio,
¿dónde
te los has comprado?

Venga,
no seas tan seria,
a mí también
me gusta el arte.
Tal vez
tengamos muchas cosas
en común.
No, por favor,
no llores,
¿he dicho algo
que pudiera ofenderte?
Por favor,
acepta este pañuelo,
¿quieres mi hombro?

No quiero tu hombro,
hombre,
tan solo me estoy
limpiando los zapatos.
Para ello es necesario
el llanto.
Claro que
me gustaría reconocer
que mis lágrimas son ácido,
así no tendríamos
que hablar sobre ellos
nunca más.

Me dirás
que no estoy bonita
con la cara morada
y con las manos
decididamente azules.
He estado pintando un cuadro:
la humanidad
aparece degollada.
En serio,
no sabía dónde
poner su cabeza.
Y ahora te miro
y me fijo
en que tú la llevas puesta.
Eres tan humano
que no te soporto.

Hablar, hablar, hablar,
siempre sobre las mismas cosas.
Mirar,
pero no viendo.

Pero ya que me ofreces
tus articulaciones
a modo de consuelo
supongo que debo confesarme:
Quisiera ir a un lugar…
Escúchame,
quisiera ir a un lugar,
te digo,
donde la gente mirase
mis pupilas
y leyera una única palabra:
la palabra animal,
donde la gente mirase
mis pupilas de hormiga
y se dijera
“oh, espera, me parece
que sufre
a pesar de que es
un animal”.

Y entonces los humanos
se dieran cuenta
de que nunca tuvieron
unas jodidas alas
y pidieran perdón
por todos sus pecados.

sábado, 9 de julio de 2016

No, no y no

No te necesito, ¿vale?
No necesito a nadie.
Si acaso un “buenos días”
en la mañana,
un buenos días de cualquiera,
me basta para dejar
de tener vida social
las próximas tres semanas.

Conmigo me basto
y te sobro.

No necesito que me hables
de las rosas de tu pueblo,
las disparo con mi mente
¡pum!
no las quiero.

No necesito
que me robes los besos
como si valieran algo
más que mis pestañas;
a estas alturas todos saben
que mis pestañas
no cumplen deseos:
los destrozan.
Por eso huyen despavoridos
cuando las lanzo,
pero a mí me divierte.

No quiero
despertar junto a ti
y ver que me estás mirando,
porque me siento incómoda
cuando me huele el aliento.

No necesito oír
tus carcajadas de sapo,
ni tus cielos,
ni tus árboles
cuyas ramas están
un poco secas.

No necesito recordarte
sonreírte
acobardarme ante tus miedos
o ante tu voz grave,
hacerme estúpida
para hacerte feliz,
no necesito
tus manos calientes
enemigas de mi frío
no necesito
ese refugio
caliente...
Pero ven por si acaso.

jueves, 7 de julio de 2016

Charla con un clínex, de colores

  Herido diario...
me duelen los dedos de las manos como si mis articulaciones fueran bisagras mal engrasadas. También me falta fuerza, pronto no podré escribir. Por suerte, hoy está nublado, y un pajarillo invisible se ha colado por mi ventana diciéndome que el viento está frío, o lo que es lo mismo: que la ciudad no arde. Mi gato duerme sobre mi pierna, como un naufrago abrazado a un flotador que nadie le ha lanzado. El flotador es de esos de plástico duro que no pueden pincharse ni, por tanto, hundirse. Pero también puede llorar. Todas las cosas de la Tierra poseen la capacidad del llanto. La cama es un refugio que a nadie he confesado, quisiera poder desplazarme con ella a todas partes; mi colchón de seguridad. Hoy he soñado con mis amigos con rastas y uno iba borracho. Él. Como la gente no hablaba mi idioma tuve grandes dificultades con una vendedora para ponernos de acuerdo con el cambio: ninguna de las dos sabía si iba a salir el sol o, por el contrario, iba a nevar. En pleno verano...



* "Herido diario" es un pequeño guiño a Rayden.

lunes, 4 de julio de 2016

Así es

-Me duele mucho aquí, doctora, me duele mucho aquí.
-Bueno, en unas semanas se le pasará.
-Perdona, creo que no me ha entendido bien. He dicho que me duele mucho, mucho, ¡usted tiene que hacer algo con eso!
-No, no puedo. No existe otra solución, salvo el tiempo.
-¡Moriré! ¡Moriré sin remedio!
-No morirá.
-Le digo yo que sí. ¡Ay, ay, cómo me duele…! Parece que me desangro.
-Sin embargo, no hay gota alguna que pueda apreciarse…
-Habrá quien niegue que los pájaros alimenten a sus polluelos con lombrices, solo porque no ha visto sacar el animal viscoso de la tierra. ¡Y, sin embargo, sucede! ¡Y cuánto! Mucho más de lo que imaginamos.
-Para nada, señorita, lo he negado. Dije que pasará.
-¡Pasará, pasará! ¿Acaso dejará de arder el mismo núcleo de la Tierra? Claro que lo hará, con el tiempo, ¡pero estaremos todos muertos! Lo mismo sucederá con mi dolor, doctora, con este dolor tan limpio y primitivo. Yo no le sobreviviré, doctora. Le pido que me recete alguna pastilla que lo disimule mientras tanto...