viernes, 19 de junio de 2015

Libertad hija de fruta

Eran las doce de la mañana cuando Luis cruzaba la puerta del supermercado SuperSol, en pos de algo que comer. El lugar no era muy grande, cuatro o cinco pasillos, y apenas había tres personas más un guardia de seguridad que se paseaba distraído. Luis fue directo al pasillo de las frutas y verduras, agarró dos manzana y las guardó en su mochila sin vacilar. Sabía que no había cámaras, pero como aún estaba algo dormido no advirtió que el guardia le había visto a través del resquicio de uno de los estantes, desde el pasillo contiguo.
“Vaya…” se decía Armando, el guardia, para sus adentros, “parece que se está cometiendo lo que viene siendo un hurto. ¡A quién se le ocurre…! ¡Por unas manzanas! ¿Lo he visto o no lo he visto? Sí, lo he visto…” Se dirigió con paso tranquilo y seguro hasta Luis, que ya miraba las naranjas, y al ver éste al hombre uniformado que se le plantaba enfrente, le empezaron a temblar las manos al punto que se aceleraba el corazón.
-Caballero- le dijo el guardia con voz grave-, saque lo que se ha guardado en la mochila. 
Y Luis lo sacó, porque no quería problemas. 
-Pero, hombre… ¿por qué ha hecho eso? Ya que va a arriesgar su integridad, hágalo por algo más valioso, como unos filetes… 
-Ya, lo siento… -se disculpó Luis-. Mira, yo lo devuelvo y me voy. 
Y se giró para irse, dejando las manzanas por ahí, pero el guarda le retuvo por el brazo.
-Caballero, yo no puedo hacer como que no he visto nada, es mi trabajo…
-Bueno, pero no hay nada de malo en ser ciego y trabajar en su trabajo, ¿no?
Hablaba Luis con cierta complicidad, como de amigos.

-¡No, no y no! Esto es lo que vamos a hacer, don Luis… Yo no quiero retenerle por unas míseras manzanas, ya se lo he dicho… pero como lo he visto, he de retenerle… de modo que fingiremos que estaba usted robando una bandeja de filetes.

-Pero yo no tengo con qué cocinar filetes, por eso quería las manzanas… para comerlas tal cual. Vivo, por un favor que se me ha hecho de momento, en una habitación de hostal de mala muerte…. y no tengo cocina. Ni trabajo. Yo…
Estaba a punto de echarse a llorar cuando Armando, el guardia, le interrumpió.
-Está bien… no llore usted. Algo podremos hacer.
Y, en lugar de hacer la vista gorda, como esperaba Luis, pues todo lo que había contado era cierto, y ciertamente así lo había creído el guardia, llamó al empleado de turno y le contó lo sucedido.
Al rato, mientras Armando y Luis esperaban en silencio todavía en el pasillo de las verduras, apareció el empleado con una bolsa de frutos secos en la mano, exactamente unas almendras tostadas y con sal.
-He aquí- se dirigió al guardia- la solución. No hace falta cocinarlas –se dirigía ahora a Luis-, y son muy nutritivas… figúrese, que las grasas por cada gramo aportan nada menos que ¡nueve kilocalorías! Mientras que las proteínas y…
Luis interrumpió al empleado en su discurso antes de que la cosa fuera a más.
-Se lo agradezco, de verdad, pero los frutos secos me resultan indigestos. Una vez…
-¡Basta, basta! –estalló Armando- ¡Este hombre no puede comer frutos secos! ¡No le sientan bien!
El empleado se encogió de hombros, algo confuso y asustado.
-Pues no se me ocurre qué más podemos hacer.
-Podríamos probar con una lata de cocido -propuso Luis-. Podría buscarme la vida para calentarla, o incluso comerla fría…
-¡Ni hablar! ¡Una lata de garbanzos me sigue pareciendo ridícula! Aunque menos que las manzanas… ¡Llamaré a la Policía!
Y sacó su móvil del trabajo, marcó un número y se le oía decir, apartado de los otros.
-Sí, hola…no… no quiere llevarse los filetes, no hay manera…tampoco come almendras….sí… de acuerdo. Hasta ahora.
“Ellos sabrán qué hacer”, pensó con alivio cuando terminó. Al volver la vista, encontró a Luis y al empleado abrazados en el suelto.
-¡Armando! ¡Que se escapa! –gritaba éste último cogiendo a Luis por la cintura, quien intentaba deshacerse de él con expresión de animalillo acorralado.
-¡Quita, hombre, déjale…! ¡Que le vas a hacer daño!
Y los separó, mandando a Luis que se quedará ahí sentado.
-Don Luis… pero no haga eso, hombre… que yo no quiero hacerle daño ni que nadie se lo haga, pero si tengo que sacar la porra la sacaré, créame que la sacaré… y no quiero, así que estése quieto. Y tú… -hablando al empleado- ¿por qué no traes algo de comer? A lo tonto nos han dado las dos… venga, trae unas latas de cocido o algo.
El hombre obedeció, trayendo al rato unas latas calientes, con sus respectivas cucharas, que  los tres se pusieron a comer acampados en el suelo. Por alguna razón ya no había nadie en el supermercado, salvo la cajera, que estaba en la caja junto a la entrada, lejos del bullicio interior.
-Y entonces, cuénteme, cuénteme, don Luis… -quería saber Armando- ¿Cómo llegó usted a ser pobre?
-¡Que yo no soy pobre! Me busco la vida, como todos. Y la vida es algo serio, ya sabe… -decía sorbiendo una cucharada, mientras los otros sorbían la suya.
En esto llegó la Policía. Dos hombres con uniforme azul.
Armando se levantó casi de un salto, sacudiéndose el uniforme, y los demás le siguieron. El empleado recogió las latas y se fue.
-Señores… - saludó el guardia, de autoridad a autoridad.
-Con que este es Luis…¡Luis! 
El mencionado se sobresaltó.
-Presente- dijo como por instinto, por su época de la mili.
Quería decir algo para caer bien, pero no se le ocurrió qué.
-¿Tiene algo que decir? –dijo uno de los policías, el más viejo, quien siempre hablaba de los dos.
-Sí…-comenzó Luis, que seguía sin saber qué decir-. Yo jamás comeré filetes, porque mi hermana era vegetariana. Mi hermana…
-¡Ya, ya, ya, ya! Usted quería dos manzanas y las va a tener.
Cogió el policía, el más viejo, dos manzanas. Y poniéndoselas a Luis en la mano:
-Ahora, dígame, ¿qué hará con ellas?
-Comérmelas, señor -dijo Luis, agradecido, y rectificó:- No… devolverlas. Sí, eso haré.
-¡Pero qué…! Que no, vaya, cómaselas usted. A ver, a ver cómo las come…
Y Luis pidió un cuchillo para pelarlas, porque le gustaban sin piel.
-¡Infame, infame!- gritó el policía, echándose las manos a la cabeza-. ¡Eso va en contra de la ley! ¿Ve, Armando? Ya tenemos excusa suficiente para detener a este señor, pues el artículo número 51 de la Constitución Española dice así: “Todo vegetal tiene derecho a conservar su capa más externa, prohibiéndose la adopción de conductas que afecten a la conservación de la misma, o a los derechos, deberes o libertades de dicho vegetal.”
-Pero, señor –intervino Luis- ¿qué hay del 35?
-¡El 35, el 35! ¡A quién le importa el 35! Usted se viene con nosotros, que le vamos a tratar muy bien…
Entre los dos policías le pusieron a Luis con cuidado las esposas, sacándole del SuperSol mientras éste se resistía y gritaba:
-¡Y el 27! ¡Y qué hay del  16! ¡Dios…! ¡San José…! ¡Llueve! ¡Llueve!
Armando lloraba.

jueves, 18 de junio de 2015

Los trenes, siempre dando por culo

Tú me mirabas
sabiendo que yo era ilegal,
me mirabas con lástima y amor.
Yo no te miraba
por si acaso era ilegal:
te atravesaba con los ojos.
Si se hubiera desprendido el techo,
si el mundo hubiera ya dejado
de ser mundo,
si los trenes no significaran nada,
si yo hubiera sido libre...
tú y yo nos habríamos seguido mirando,
a pesar de que tú eras policía
y yo la más inútil delincuente.

domingo, 7 de junio de 2015

Un abrazo vale más que mil palabras pero quiero que lo entendáis

El ejército de abrazadores hemos quedado a las 11:30 horas en la puerta de la residencia. Me voy comiendo el desayuno por el camino: el mundo no puede esperar. 
Cuando me doy cuenta, ya estamos perdidos por esos pasillos silenciosos, siniestros y llenos de paz que todos temen. Una señora me mete en su habitación para enseñarme la Giralda de Sevilla, que tiene junto a la figura de una gitanilla. Me enseña las fotografías que hay alrededor, en cuyos pies ha puesto varias flores. Me comenta, como quien no quiere la cosa, que su marido murió hace tres años atropellado por un camión y sigue enseñándome la habitación con entusiasmo. Otra mujer que no quiere un abrazo se pasea continuamente por los pasillos con mirada dura, impasible; sus ojos son dos pozos donde, si no tienes cuidado, puedes caerte y hacerte daño. Yo nunca tengo cuidado. Otra mujer me informa, desde el fondo de su habitación, que ella solo quiere abrazos de su familia, no de desconocidos. 
La mayoría de los ancianos a los que abrazo me dan besitos de abuela, así, muchos seguidos, muá, muá, muá, con el hocico. Algunos hasta pretenden darnos paga. Yo los abrazo como puedo, teniendo en cuenta las sillas de ruedas, les acaricio la cabeza, digo cualquier cosa que probablemente no tenga mucho sentido y sonrío. Un hombre me comenta que le da igual que nos vea su mujer o sus hijos. Más allá, observo a una anciana pequeña, con pelito gris y boca arrugada. Está de muy mal humor, dice, porque la han engañado la han encerrado hace dos días y no quiere un abrazo bajo ningún concepto. Yo pienso si no estamos superficializando los abrazos, pero se me olvida cuando veo a un señor estirando los brazos desde su silla, pidiendo de nuevo la calidez de otro cuerpo que le abrace, o la alegría de la señora que estaba comiendo la sopa. Un señor sin dentadura, con los pelos grises y tiesos y la camiseta blanca de tirantes metida por dentro del pantalón de chándal nos pregunta que cuándo le vamos a mandar las fotos. Recuerdo a la anciana alegre de ochenta años que hace un momento nos cantó una copla.
Tras la primera expedición, nos encontramos sentados en los sofás de un modesto hospital, mientras un chico abrillanta el suelo del hall, pasando una y otra vez frente a nosotros. Rodri se pasea por allí alzando el cartel de “abrazos gratis” cuando otro niño pasa por su lado y le dispara sin miramientos con una escopeta de juguete. ¡Pum, pum! Cada cual que interprete la metáfora como prefiera.
La gente pregunta por qué damos abrazos a lo que yo respondo “porque sí” y les pregunto si quieren uno. Y descubro que hay personas que solo necesitan una excusa para abrazar. 
Nuestra tercera expedición ocurre en Atocha. Pregunto a un grupo de guardias de seguridad si quieren un abrazo. Me dicen que no pueden, les digo que no me lo puedo creer que si les van a multar y que qué va a poner en la multa “¿multado por abrazar?” Me señalan las cámaras, se ríen, ninguno está dispuesto a romper con la norma pero me instan a abrazar a la demás gente les digo que no se preocupen porque me van a dar muchos abrazos y me voy, mientras se ríen, a abrazar señores extranjeros. Me vuelvo mendiga y vagabunda y me siento triste porque casi nadie me quiere abrazar. Pero sé que los que lo hacen lo hacen de verdad, son gente a la que le queda un poco de poesía en el corazón. Incluso a los corazones piedra a los corazones cuchillo les queda un poco de poesía en el corazón. Me siento al pie de una columna y sonrío cuando a mi compañera, que se pasea alzando un cartel, se le acerca alguien completamente desconocido que quiere un abrazo de un cuerpo que nunca ha tocado y que no le importa de quién sea porque sabe que lo que se abrazan no son los cuerpos son las almas. 
Sin embargo, me pregunto si se nos acercaría mucha más gente si llevásemos escrito en el cartel “me dejo patear” o algo así. Pero para ser justos: no.
Cojo mi cartel, me pongo de pie con una sonrisa para comprobar si alguien me distingue de la columna. Una chica joven muy arreglada me mira un breve instante y sé que mi mirada y mi sonrisa la han desafiado. Al rato veo una fila de niños que vienen de excursión y empiezo a gritar “¡Abrazos gratis, chicos! ¿Quién quiere?” Uno levanta la mano, nos abrazamos y terminamos siendo una enorme piña naranja de niños y yo. Y hay gente que se abalanza sobre nosotros los abrazadores y otra que por nada del mundo rompería su coraza cargada de convenciones sociales. Y un chico se me acerca, me abraza muy tieso y se va sin mirarme ni decir nada por donde ha venido y yo le quiero. 
Los de seguridad siguen sin querer abrazarme. Es inútil. 
Me pregunto cuánta gente me habrá abrazado por pena; espero que poca. Veo cómo, de entre un grupo de chavales, uno disfrazado de mujer (tetas postizas, vestido, el pelo del pecho al viento) va directo a abrazar a mi compañera. Me río del cachondeo general. Posteriormente se dirige a mí, dudando porque aunque porto un cartel estoy sentada. Sus amigos le incitan, yo me levanto y corro hacia él, salto para abrazarle, me coge, damos vueltas mientras los demás gritan y aplauden. “Sigue así” me dice, y se va, y yo no sé qué hacer con esa sensación de haber roto con todo en la estación de Atocha. Con esa sensación de rebeldía de JODER SÍ.
Un señor mayor rechaza nuestro abrazo, nos pregunta dónde está el jardín y le proporciona a mi compañera una explicación: no nos abraza porque olemos mal. A pesar de que no se ha acercado a más de dos metros de nosotras, decido olisquearme disimuladamente. Huelo mejor que nunca.
Una vez en el Retiro, dispuestos para la expedición final, un coche de Policía pasa a nuestro lado. Una compañera les ofrece un abrazo, sonríen resignados y pasan de largo, seguidos de dos motos. Vemos que más adelante se detienen  y dan la vuelta. No sabemos qué pretenden, si detenernos o abrazarnos. Se bajan del coche, se quitan los cascos, y nos abrazamos todos durante un buen rato, de uno en uno, en corro, nos dejan incluso sacar fotos y a mí, que estoy eufórica, se me rompen todos los prejuicios. 
En la Feria del Libro el flujo de abrazos es inagotable. Niños, niñas, mujeres, hombres, adolescentes, vendedores de cupones…Un poeta me recita elocuente un poema infantil. Su compañero intenta venderme el libro. Al poeta le digo que es lo mejor que me han regalado hoy y decidimos volver a vernos en otra vida más tranquilamente. A medida que pasa el tiempo me escuecen los ojos, me duelen los brazos; por un momento nada tiene sentido, pero yo sigo. Finalmente mis compañeros, embriagados de abrazos, se olvidan de mí. Les alcanzo. Yo, después de nueve horas, ya no soy persona cuando me siento junto al lago; podrían perfectamente confundirme con una trucha enorme de las que saltan detrás de mí intentando matarme. 
Me duelen los pies. Todavía nos asalta y es asaltada por nosotros gente de vuelta a la estación. Perdemos el tren. Me duelen los pies. Todavía me quedan ganas suficientes como para abrazar mi cama. 
Un hombre con una guitarra desgastada y todo desgastado, hasta la mirada, se sube al vagón y dice que él no es músico que es albañil pero que necesita ganarse la vida, como si la hubiera perdido. No canta bien pero yo le quiero le admiro igual. Cuando pasa por mi lado le doy todo lo que tengo: diez céntimos y un abrazo. En medio del tren. Con todo el mundo absolutamente todo en silencio. Me dice con sinceridad que es la mejor propina que le han dado nunca, que muchas gracias. Yo le creo y le sonrío con el corazón hecho un ovillo mientras Carlos le da otro abrazo. Espero que los lleve a cuestas durante mucho tiempo para que le salga una bonita canción. En la estación, unas adolescentes se entusiasman porque les dejo el cartel y les digo que tienen que conseguir al menos un abrazo. Lo consiguen.
Es de noche y no hace frío; camino hacia casa con la sensación de que el universo intenta transmitirme algo demasiado grande para alguien tan pequeña como yo. 

jueves, 4 de junio de 2015

Romper con casi todo

Estaba echada en el césped, cómodamente sobre mi toalla. Más allá, a cierta distancia, había un grupo de chavales, dos chicas y dos chicos, bebiendo y fumando. No llegarían a los 16. No me molestaban lo más mínimo, hasta que vi cómo la chica negra se levantaba, iba hacia un muro, reventaba contra él la botella de cerveza vacía y volvía con sus amigos. El corazón se me aceleró, me puse muy nerviosa. ¿Por qué había hecho eso? Me levanté y me dirigí hacia ellos. Fijé mi mirada en la chica negra.
-¿Por qué has hecho eso? - pregunté.
Todos me miraban callados, hasta el perro.
-¿A ti qué te importa? - contestó amablemente.
-Tengo curiosidad.
Sonreí.
-Porque me apetecía.
Ignoré su mirada ofensiva y me dirigí al lugar de los hechos. Estaba lleno de cristales diminutos. Cualquier animal, humano o no, podría cortarse con ellos, pero eso me daba igual. Algo en mi mente me decía que la naturaleza no merecía eso. Quizás la cabeza de algún político, un comerciante que da mal las vueltas a propósito, pero no un trozo de césped con margaritas. 
Recogí, perturbada, los trocitos cortantes y los fui poniendo sobre mi camiseta. Volví hacia ellos y se los lancé a la chica a la cara. Empezó a gritar, levantándose. Yo no corrí ni nada. Tampoco estaba preparada para pelear, pero lo hice; como se abalanzó hacia mí, tuve que cogerla de los pelos. Rodamos por el césped mientras sus amigos trataban de separarnos y, paradójicamente, me insultaban. Cuando me cansé, recogí mi dignidad y regresé a mi toalla. Allí me tumbé, exhausta y agitada, sin preocuparme si volvían a atacarme. Atardecía. Cuatro pájaros cruzaron volando el cielo sobre mi cabeza. Me pregunté si eran familia.

martes, 2 de junio de 2015

Fugitivos de sombras, habitantes de abismos

Hay un coche que ruge en la inmensa boca vacía que es mi calle.
De noche y de día mi hermano es una bocanada de ruido que inunda mi existencia
y la marchita a veces.
Mi hermana es un río dorado de energía y ojos misteriosos mis amigas son de otros países inhóspitos
quizás deshabitados
que me acogen con los brazos abiertos.
Vivir en un desvanecimiento permanente
es lo que me queda
y sonrío.
Las páginas se deben a sus dibujos y sus letras.
El calor incipiente del verano aboga por cerrar todas las piscinas
y encerrarnos en campos de concentración.
Tú sabes muy bien que no duermes bien en mi casa porque no tengo
y sin embargo mis pulmones siempre me acompañan e ignoran que te oculto que acostumbro a comer
zanahorias
siempre que puedo.
Tú conoces muy bien, en tu silencio, lo que hacen las huellas de nuestros dedos cuando se juntan nuestras manos: saberse trozos de piel que pueden ser desgarrados por otros trozos de piel
en cualquier momento
pero
cariñosamente.
Yo estoy desnuda por el calor
pero no es lo que parece: en el fondo me siento
vestida y
fría.
En el hueco de mi clavícula mueren demasiadas mariposas
aunque nacen -es cierto-
demasiados gusanos.
A mi padre no le gusta la palabra suicidarse.
Las luces están encendidas
todavía.