viernes, 5 de agosto de 2016

Era una noche de verano...

Era una noche de verano tranquila en la ciudad de Madrid. Corría una leve brisa y las calles lucían anaranjadas debido a la tenue iluminación que proporcionaba el alumbrado. Apenas circulaban coches, salvo por las calles más principales. No era el caso de la que recorría la muchacha, por uno de los barrios de Chamberí. Caminaba por el centro de la carretera, absorta. Cuando se quiso dar cuenta, dos hombres la seguían. Se percató por la risita burlona emitida por uno de ellos. Comprobó que eran algo mayores que ella al girarse para verlos, sin detener sus pasos. Ellos aceleraron el suyo hasta que, sin saber muy bien cómo, se encontraba acorralada en la esquina de un establecimiento. Solo uno le sujetaba, con violencia, los brazos contra la cristalera. Aunque su cuerpo era menudo, podría haber ofrecido resistencia, defenderse con las piernas, que tenía libres, morder, gritar… pero no lo hizo. Adoptaba una actitud más bien pasiva. Sin embargo, sabía lo que estaba a punto de ocurrir, pues uno de los chicos se había desabrochado el cinturón y se bajaba la bragueta.
 Para sorpresa de los hombres, ella comenzó a hablarles, en un tono neutro del que, del mismo modo que su rostro, casi no se desprendía emoción alguna. Si acaso, un vago cansancio.
 -Yo que vosotros no lo haría.
 El de la bragueta se detuvo y lanzó una carcajada.
 -Oh, claro, una propuesta muy persuasiva. Venga, mejor nos vamos, ¿eh? -comentó con ironía.
 -No lo digo por mí -prosiguió la muchacha, aún sujeta con los brazos en alto-. Tengo sida. Y no me queda mucho tiempo. Antes rondaba los 50 kilos, y miradme ahora, estoy en los 40. Casi tengo que pasar dos veces para que se me vea. Si me penetráis, ¿qué? Podría ocasionarme un trauma, pero no me duraría mucho, porque pronto moriré. Pero vosotros arrastraríais la enfermedad por el resto de vuestros días.
 -Eso no es problema -interrumpió el de la bragueta-. Tú -se dirigió al otro-, dame un condón.
 Éste soltó uno de los brazos de la chica para hurgarse en los bolsillos.
-No tengo, tío.
Ambos se quedaron mirando, como dudando sobre la veracidad de aquella historia. La actitud de indefensión de la muchacha les hacía sospechar que realmente no la asustaba demasiado la perspectiva de ser violada.
 -Además, sé quiénes sois. Si os vais ahora, no diré nada, pero si me hacéis algo no sabréis si me dará por confesarlo ante algún juez. Quizá todavía me quede tiempo para eso. En cualquier caso, vuestra reputación se hundiría para siempre. Pero, por favor, decididlo ya, quiero irme a casa para dormir y superarlo cuanto antes.
 -Estás loca, colega -aseguró el de la bragueta con desprecio, al tiempo que se volvía para irse, subiéndosela y abrochándose el cinturón.
 El otro soltó finalmente a la chica, esbozó media sonrisa de disculpa y siguió a su compañero como un perrito faldero. Para asegurarse, siguió hurgándose en los bolsillos. La muchacha sonrió victoriosa, mordiéndose el labio. Un instante después, guió sus pasos de vuelta a casa con la misma calma con que había salido de ella. La brisa que se desplazaba entre las calles seguía siendo agradable. Cuando llegó a su habitación, rompió a reír a carcajadas, con tal intensidad que algunos vecinos se asustaron.

jueves, 4 de agosto de 2016

Pero qué más da

No me creo a los poetas
con zapatillas de Nike
o de Hilfiger.
Me creo a los que salen del mar
quitándose las algas
y lloran,
o suspiran,
porque echan de menos
los caracoles marinos
o las sirenas enjauladas.

A los que escupen fuego
porque saben
que no hay que rescatar a la princesa
sino derribar el castillo.

A los que alumbran sus cenas
incendiando palacios
mientras mencionan a su cita:
“lo siento, era esto
o bajarte la luna,
pero me gusta
que la miremos desde aquí”,
o simplemente “lo siento,
soy poeta,
no tengo tiempo para más.
Por nuestro aniversario,
si quieres,
prendemos la Moncloa”.

No me creo a los poetas
con zapatillas de Nike
o de Hilfiger,
me creo a los que van descalzos.

A los que venden
sus párpados en mercadillos
de segunda mano
porque no quieren pasarse
ni un segundo más sin ver
en este puñetero mundo
que huele a orina
y a canela,
y que todavía les deja
guardar caracolas en los bolsillos
de los pantalones…
si los llevan.