Parecía que hacía tan solo unos
minutos que había estado con ella, y así era: ciento treinta y siete minutos.
Ahora estaba en el aeropuerto, siguiendo a Pablo y Ana hasta la puerta de
embarque, y pensaba en aquel momento casi mágico.
Todavía sentía el óleo rasgando la
tela sobre la que la pintaba. Todavía la veía completamente desnuda sentada
sobre el borde la cama, sin posar, solo mirándole como una especie de animalillo
que no supo descifrar. La única norma era no hablar; a ella no le supuso un
gran esfuerzo: era muda. Se comunicaban por gestos, pues aparte de no poder
hablar, prefería observar que escuchar. Amaba febrilmente el silencio. Él se
había sentado junto a ella con el lienzo sobre las piernas, a ratos se lo
enseñaba por si tenía alguna sugerencia y ella le señalaba las partes que aún
quedaban por dibujar. Como si pensara que fuera a dejar el dibujo sin terminar,
le miraba a los ojos y deslizaba su mano, sin tocarse, sobre sus hombros y
brazos, sobre su cintura o sus piernas. Él asentía entonces y seguía
plasmándola en la tela: a cada instante se volvía más imperiosa la necesidad de
hacerla inmortal.
Recordaba su fino pelo negro, cortado
por encima del hombro como si la hubieran arrebatado algo, sus pechos cayendo
sobre las costillas y su piel delgada… Apoyaba las manos sobre el filo de la
cama como si fuera el ser más delicado del mundo. Y no podía pronunciar
palabra, el mundo la había privado de ese don y eso era cruel. Muy
cruel. Así que ahora odiaba a Dios más que nunca, pues en cambio le había
concedido el don de un silencio forzado, la había condenado. Aunque quién sabe
si era eso lo que le hacía infeliz. Apenas pudo leer en sus ojos, intentaba
mirarlos lo justo porque no quería perderse en tanta tristeza, melancolía, inocencia,
o lo que sea que guardaran. Aun así el deseo de mirarlos le traicionaba, y por
momentos se olvidaba de que estaba desnuda, solo existían ellos bajo sus
pestañas, que simulaban protegerlos como un velo. Se imaginó cómo sería su voz.
A pesar de que de vez en cuando
le enseñara el lienzo, ella le había dado libertad para dibujarla como
quisiera, es decir, no había mutilado su imaginación. Conforme pasaba el tiempo
él se iba concentrando más en su labor y pronto dejó de mostrar lo que pintaba,
ella, obviamente, no dijo nada, pero tampoco se mostró molesta, simplemente
le dejó hacer. En realidad no sabía muy bien lo que hacía, parecía que
alguien se había apoderado de su mano de alguna manera y dibujaba por él, como
si aquel cuadro estuviera destinado a nacer desde el principio de los tiempos. El resultado fue sencillo pero no
por ello menos sublime. La chica aparecía sobre el lienzo tal y como estaba:
sentada desnuda sobre el borde de la cama, con la diferencia de que en su mano
derecha sostenía un espejo que reflejaba su rostro con los ojos cerrados -
aunque los tuviera abiertos-, como si estuviera soñando desde algún lugar
divino, pues la pintura parecía estar rodeada de un aura celestial y, sin
embargo, algo siniestra.
Adrián tenía prisa por coger el
avión, de modo que, contra su voluntad, no pudo demorarse mucho más en aquella
habitación de la casa, que encerraba a la chica como si se tratase de
una prisión desde la que no podía gritar para pedir ayuda. Satisfechos con el trabajo, procedieron a despedirse. Ella le pagó,
se dieron dos besos, se miraron otro momento y finalmente se separaron. Él no
sabía que al salir a la calle le había observado tras las cortinas. Cuando le
perdió de vista, la chica se tumbó en la cama y entró en una especie de trance.
Soñó con un lugar, una pantalla y un número.
Después fue entreabriendo los ojos
vagamente, viendo el techo aparecer y desaparecer, y una vez despierta del todo se vio arrastrada, consciente pero de forma casi involuntaria, hasta el
aeropuerto de la ciudad. No sabía por qué ni para qué, pero sabía exactamente
qué billete tenía que coger. Y lo cogió.
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