La vida es como un tren, y como una estación de tren. Nosotros estamos sentados en cualquier vagón, no sabemos por qué estamos ahí, el tren aún no ha arrancado, no sabemos. Al mismo tiempo estamos sentados en un banco del andén, sin esperar nada. El tren se pone en marcha y a medida que avanzamos nos vamos dejando atrás, pero no nos importa hasta cierta parte del camino, cuando tomamos conciencia de que no va a parar, ni va a disminuir su velocidad, si algo ha de ocurrir ahí ocurrirá, si es cierto que para, lo hará para siempre. Nos plantearemos si queremos que lo haga. ¡Sí, que pare! ¡No! Mejor no... Hemos dejado tantas cosas atrás, quedan tantas cosas delante... Pero todo eso está afuera, y nosotros dentro, o quizá formemos parte de la misma cosa. A veces nos levantaremos, incómodos, del asiento, otras simplemente nos abandonaremos en él o desearemos saltar por la ventana pero estará cerrada y nos dará pereza abrirla.
El tren avanza con su traqueteo, nos muestra hermosos paisajes que elegiremos si ver o no, y paisajes con industrias oxidadas, y casualmente no hay ninguna persona. Nos preguntamos si están todas en el mismo tren, o si hay más trenes. Pero qué importa eso, no hemos visto ningún otro tren hasta ahora, ni siquiera otro vagón. Y no porque no hayamos deseado estar en ellos, es que no nos pertenecen. Avanzamos, avanzamos, y seguimos sentados en el andén. Como si en el momento en que el tren partió tú hubieras sido un espectro que se quedó sentado sobre la nada. Es, pues, como si te hubieras quedado en el mismo punto en que partiste, el tren se fue sin ti. Y sin embargo estás ahí, agradeciendo no estar solo y tener un libro que leer, mil cosas por hacer dentro del tren. Porque tú estás ahí y solo importa eso. Ser y no ser, al mismo tiempo.
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