domingo, 28 de abril de 2013

¿Qué es?

Te vas a pisar los cordones, solían advertirle, no sabían que ella los ataba con la fuerza y la medida justas para que no se desataran ni rozaran el suelo. ¿Qué culpa tenía de que fueran tan largos? ¿Qué les importaba a ellos que tropezara? Seguro que odiaban sus botas y hacían el comentario para disimular. 
La muchacha caminaba con gracia saltarina, con decisión aunque sin rumbo. Sabía dónde estaba ahora -en una pequeña calle llena de tiendecitas y bullicio tranquilo- pero no dónde estaría los próximos minutos. Qué importaba. Sus pies eran sabios a pesar de la torpeza, la llevarían adonde su inconsciente quisiera. Miraba con curiosidad escaparates y personas, y de vez en cuando acosaba a algún animal con sus inquietas manos. El aire era fresco y olía a domingo, el sol tenue era suficiente, suficiente para posar sobre todas las cosas el color cobrizo que solo reservaba para tardes como aquella. 
Tac, tac, tac, comenzó a oír mientras vagaba por una ancha calle sin gente. Tac, tac, tac, frunció el ceño, aguzó el oído y, como cuando hueles comida deliciosa y el olfato te obliga a seguir su rastro invisible, siguió aquel sonido intermitente. Tac, tac, ya descubrió qué era. Piedras chocando contra el pavimento. Un muchacho, sentado en un montón de tierra que hacía de isla en medio del césped, se encargaba de lanzarlas. Se sentó sin que le viera en otro lugar del parque para observarlo, ladeando la cabeza como una gata. Él parecía enfadado, parecía también de su edad. No pudo aguantar mucho rato allí sentada y se dispuso a averiguar qué sucedía.
-¿Qué te pasa? - lanzó la pregunta al aire sin compasión mientras avanzaba de un lado a otro, como formulando una coreografía en un escenario inventado cuyo único público era el joven asaltado. 
-¿Nos conocemos? - él dejó de arrojar piedras y suavizó la expresión un poco para no dar impresión de arisco, pero era demasiado tarde.
Aquí las preguntas las hago yo, quiso responder ella, pero solo dijo: - ¿Tú qué crees?
No supo qué contestar. Al rato confesó estar de mal humor y ella se sentó a su lado y charlaron sobre cosas sin importancia, él reía y ella se reía de él sin maldad y bromeaba. Tiraron piedras un rato, pasearon otro rato, y ya no existía el mal humor sino un parque despoblado con algunos pajarillos y flores balanceándose en los árboles. Anochecía, y aquel chico no había dicho nada sobre sus cordones. Se habían mirado ya muchas veces, y sin embargo ella se sonrojó de pronto al descubrir algo en sus ojos. ¿A ella misma, tal vez? El muchacho sonreía mucho, no se explicaba de dónde había salido aquella chica ni imaginaba que terminaría así la tarde. Deseó cogerla de la mano, pero ¿por qué? Ella también deseaba cosas, como pasar los dedos por sus pálidos brazos o sobre sus mejillas. Quería contar sus pecas, quería pasar toda la noche con él, pero de repente el muchacho dijo que tenía que irse y se despidieron tímidamente a pesar de la complicidad palpable, y ya no estuvieron juntos charlando de conejos o de nubes. Ahora era ella la que, sentada en un banco al lado de un lago con patos, sentía algún vacío extraño. No era como el vacío del parque, este no era bonito, podía atisbarse la tristeza. Hizo un mohín y lanzó una piedrecita que se hundió en el agua. 
Y justo entonces alguien se la devolvió de las profundidades atizándole en la cabeza y también ella se fue. Al fin y al cabo tenía ganas de llegar a casa, abrazar a su gato y comer algo caliente acurrucada en el sofá. 

1 comentario:

  1. No, en serio, no sé cómo has podido cambiar tanto. Asombrado me hallo :)

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