domingo, 27 de septiembre de 2015

Correr entre mariposas

-Pórtate bien -se despedía la madre de Edurne-. Y ayuda a los abuelos ¿eh?
La niña lloraba enganchada a su vestido, abrazándole las piernas. En el fondo quería quedarse allí, pasar el verano en el campo, los dos meses rutinarios desde que era bien chiquita. Pero ahora tenía ocho años y podía verbalizar la pena por la marcha de su madre.
-Te quiero -añadió simplemente, aún anegada en unas lágrimas que cada vez fluían más lentas a través del río de su cara, dando paso a una extraña serenidad.
-Yo también, cariño.
Dos horas después, su abuela le vertía un cazo de lentejas en el plato de la cena. No cabía duda de que la niña engordaría en ese tiempo, como cada verano. Ni de que, como cada verano, la niña sería feliz.
-¿Mañana podré ver a Lilí? - quiso saber Edurne.
-Claro. Ahora no porque está durmiendo -dijo su abuelo.
Lilí era una vaca de tres años a quien la niña había cogido cierto cariño el pasado verano. Cuando las vacas salían a pastar por los campos vasquenses, Edurne solía acompañarlas sin miedo, y elaboraba coloridos ramos con las flores que encontraba para dárselos a Lilí. A cambio, Lilí le lamía los brazos con su áspera lengua y dejaba que se acurrucara junto a ella. Era una vaca grande, pero esto no intimidaba a la niña, pues de entre todas las demás vacas solo parecía tener ojos para ella. Ni siquiera había querido tanto a Bambú, el ternerito a quien amamantaba aquel verano. Le parecía tan frágil que tenía miedo de hacerle daño. “Pero aunque no pueda jugar contigo de lo pequeño que eres, tu mamá te cuidará, así que no te preocupes” le había dicho Edurne, plantándole un beso en el rosado hocico.
A la mañana siguiente, Edurne se bebía la leche a toda prisa para poder salir al aire libre. Quería correr entre las mariposas.
-¿Es de Lilí? -preguntó, sosteniendo el vaso entre ambas manos.
-No -respondió su abuela mientras le cepillaba el pelo-. Porque Bambú ha crecido y Lilí ya no da leche.
-Ah -murmuró la niña satisfecha, aunque no sabía muy bien a qué se refería.
Todavía con los restos de leche en la comisura de los labios, Edurne salió corriendo al establo para saludar a su vieja amiga.
El establo era un recinto de madera con paja en el suelo, agua y comida, donde se cobijaban unas cuarenta vacas, incluyendo sus terneritos. A veces estaban separadas las madres de las crías, especialmente a la hora del ordeño. Edurne se asomó por encima de la puerta y buscó a Lilí con la mirada. Como no la veía, se asustó, y empezaron a dolerle los dedos de los pies de ponerse de puntillas. De pronto, recordó que había memorizado el número del pendiente (como ella decía) de su oreja. Quitó el cerrojo y entró en el establo, cerrando la puerta tras de sí. Casi todas las vacas se asustaron un poco y se apartaban a su paso, seguidas de sus bebés; otras simplemente la miraban, curiosas. A éstas pudo ir acariciándolas y mirándolas el número. Sin embargo, cuando vio a Lilí no le hizo falta, porque su cerebro descodificó perfectamente la mancha blanca de su ojo derecho, haciéndole saber que era ella.
-¡Lilí! -gritó entusiasmada.
Corrió hacia el animal y colgóse de su cuello. Lilí no se movió, y movía bruscamente hacia ella la cabeza, como regañándola por haberla dejado sola tanto tiempo.
-¿Dónde está Bambú? ¡Ya verás! En un rato iremos a pasear, y buscaremos mariquitas y saltamontes.
Edurne oyó que su abuelo la llamaba y salió del establo en dirección a casa.
-Ya sabes que quiero que tengas cuidado cuando entres  en el establo y andes con las vacas -le advirtió su abuelo.
Sin embargo, algunos lo tachaban de imprudente, porque nunca había prohibido a la niña relacionarse con las vacas a su antojo.
-Sí, yayo. ¿Cuándo van a salir?
-En media hora, cuando venga Martzelo.
Martzelo era el pastor que guiaba a los animales por el monte y los traía de vuelta. Tenía cincuenta años, la piel curtida y corría el rumor de que no se había quitado la boina ni para la boda de su hija.
-Nena, ¿qué quieres para comer?
-Lo que tú quieras, yaya.
Edurne esperaba impaciente en el balancín del jardín, pero no tardó en correr hacia el prado por donde salían las vacas cuando abrían el portón. Allí se sentó y esperó. Cuando Martzelo llegó la saludó.
-¡Anda que no está hermosa tu vaca, niña! ¡Y rebelde! Te echa de menos, sin dudarlo.
Finalmente llegó el momento en que los animales salieron en manada, y algunos tenían tanta emoción por ver y pisar de nuevo la verdura que arrancaban en saltos de alegría mientras corrían. Lilí solía ser de aquellas, pero esta vez solo caminaba tranquila.
-¡Lilí, querida!
Edurne la recibió con su gran sonrisa, y se puso a su lado el resto del camino, contándole historias que le habían pasado y otras que se inventaba.
Cuando regresaron a casa, sobre la hora de comer, Edurne parecía afligida y su abuela la interrogó. Entonces la niña aprovechó para contarle sin tapujos sus preocupaciones.
-Ya no salta, abuela, y me he fijado en que tiene la mirada triste. Me da besos pero solo si se los pido. Creo que ya no me quiere -se interrumpió para secarse una lágrima-. ¿Y si ya no se acuerda de mí...?
-¡No digas eso, boba! Si supieras todo lo que me ha estado preguntando por ti… Anda que no la hemos cuidado, para cuando vinieras. Lo que pasa es que ya es un año más mayor. Pero hay otras vacas que saltan y juegan como nadie, ¿por qué no haces más amigas?
-¡No! -Edurne se ofendió-. ¡Yo la quiero a ella! ¡Solo a ella!
Y se fue corriendo a encerrarse en el cuarto.
Al rato tuvo que salir a comer, y ya estaba más calmada.
-Venga, nena, que he hecho el pescadito que te gusta. Me tienes que comer, ¿eh?
La ternura de su abuela no conseguía coser las grietas que empezaban a salirle en el corazón. Las mismas que le habían hecho enfurecer de pura tristeza, tal vez imaginada. Pero Edurne era una niña y se creía todo lo que se decía a sí misma, más, si cabe, que los adultos. De modo que Lilí había dejado de quererla.
Normalmente solía contar todo lo que había hecho durante el día, pero no habló en toda la comida. Además, estaba entretenida sacándose las espinas de la boca. De repente sintió una arcada al masticar un trozo de pescado, que se le había hecho bola en la boca, y lo escupió. Empezó a llorar.
-¿Qué le pasa a la niña? -se preocupó el abuelo.
Después del postre, su abuela la leyó un cuento con voz dulce y se quedó dormida y contenta. Al despertar, aún somnolienta, se dirigió a la cocina con intención de merendar unas tostadas de mantequilla y mermelada que su abuela solía hacer y a ella le encantaban. Pero se detuvo antes de entrar, porque escuchó que dos personas conversaban y arrimó el oído.
-...y no me gusta que se encariñe con esa vaca -era la voz de su abuelo-. Ha tenido dos abortos y seguramente llame a Toni la semana que viene.
-Pero Iker, ¿es que no podemos esperar a que se vaya?
-Necesitamos el dinero, Idoya.
Edurne supo que estaban hablando de Lilí, pero no podía comprender de qué, porque no sabía lo que era un aborto. Sabía, no obstante, que no era algo bueno.
Como no quería que sus abuelos supieran que había estado escuchando, fue al salón y buscó entre las estanterías, cruzando los dedos, un diccionario. Encontró uno muy viejo, amarillo y con páginas sueltas y trató de recordar cómo le habían enseñado a usarlo en la escuela. Tardó un rato, pero dio con la definición. A decir verdad, con tres definiciones:
1.    Interrupción del desarrollo de un feto durante el embarazo, de forma natural o provocada.
2.    Fracaso, interrupción de algo antes de su realización completa.
3.    Cosa o ser imperfecto, engendro.
Volvió a buscar “feto” y “engendro”. Como no le entraba en la cabeza que Lilí pudiera haber tenido un engendro (criatura deforme o de gran fealdad), llegó a la conclusión de que Lilí había perdido, por alguna razón, un bebé, y que quizás por eso estaba triste.
Pasó los días siguientes cuidando y dando mucho amor a Lilí. Le preguntaba por su estado y le aseguraba que pronto tendría otro Bambú.
-Creo que hoy estás un poco más gordita, ¿y si ya viene?
Y le ponía la mano en la barriga por si sentía pataditas.
-Como cuando la tía iba a tener al primo. Tenía la barriga tan grande que parecía que iba a explotar- se reía.
Pasaron las semanas. Vaca y niña parecían más animadas. Lilí saltaba alguna que otra vez, y Edurne volvió a hacerle ramos.
-Si hago uno realmente bonito, nos casaremos- le prometió.
Una tarde, saboreando una de esas ricas tostadas, su abuela tuvo que confesarle algo.
-Edurne -la niña supo, por su voz seria, que algo pasaba-. ¿Cómo está Lilí?
La cara le cambió a la niña. Como siempre que hablaba de su vaca, le brillaron los ojos y se apresuró a contar mil historias.
-Muy bien, abuelita. Parece que ya no va tanto con las demás vacas porque quiere quedarse conmigo. Yo la obligo a hacer amigas y trato de empujarla hacia ellas, ¡pero es que es tan pesada!
Idoya la interrumpió.
-Cariño, te voy a contar un secreto, pero no se lo puedes contar a ella, ¿de acuerdo? Y tienes que prometerme que no te pondrás triste.
-Vale…
-Lilí está enferma.
Edurne abrió mucho los ojos al mismo tiempo que todo su cuerpo se paralizaba. También el corazón, para un instante después reanudar su marcha más deprisa que nunca. Los latidos se atropellaban unos a otros y se le subían a la garganta.
-¿Qué le pasa?
La niña adoptó una actitud desconfiada, no quería creerlo.
-No lo sé, me lo ha dicho tu abuelo, que es el que entiende de esas cosas. Pero creo que no le queda mucho tiempo…
Edurne comprendió. Eso explicaba muchas cosas. Porque aunque Lilí estuviera más animada, no lo estaba como antes, por mucho que ella tratara de convencerse.
-Abuela, ¿dónde está Bambú?
La niña no había memorizado su número y pensaba que estaba perdido entre los demás terneros.
-Bueno, jovencita, ya basta de hablar de vacas. Cálzate, que vamos a coger fresas y tomates. Voy a hacer un gazpacho que te va a encantar, ¿me ayudarás?
Idoya consiguió distraer a Edurne el resto del día, pero una halo de tristeza la envolvía adonde quiera que fuera. Sentía tanta pena que no se atrevió a preguntar nada más sobre Lilí, como si así su cerebro pudiera reprimir la información que había recibido. Como si así todo fuera mentira. Sin embargo, cumplió con su promesa y no le dijo a Lilí nada sobre su enfermedad, para no preocuparla. Quería aprovechar para buscar las flores más bonitas, para hacer el ramo más bonito y poder casarse con Lilí. Pero un atardecer no pudo aguantar más y se delató. Las vacas ya estaban recogidas en el establo, y Edurne se quedaba allí hasta que su abuela la llamaba para cenar. La estancia estaba tranquila y silenciosa, solo se oían las pisadas de las pezuñas sobre la paja. La luz era tenue y anaranjada. Lilí posó su mirada sobre los ojos de Edurne, serena y majestuosa. La niña tuvo la impresión de que el animal tenía una mirada humana, como si una persona viviera dentro de ella y quisiera decirle algo, y rompió a llorar. Acto seguido se acercó a su cuello para abrazarla suavemente, apoyando la cara sobre su cálido cuerpo. Su abuela la llamó para cenar.
Los días seguían pasando. Una mañana, decidió desayunar zumo de naranja en lugar de leche. Era una mañana extraña porque su abuela no le había dado los buenos días. Sencillamente no había nadie en la casa. Todavía con las legañas en los ojos, salió al jardín, por donde no tardó en aparecer su abuela. La vieja mujer tenía el rostro demacrado.
-¿Estás bien, abuela?
-No, hija. Lilí…
-¡No! -gritó Edurne.
Salió corriendo hacia el establo, y del impulso tiró la silla al suelo.
-¡No, no, no! -seguía gritando.
Lloraba. No se dio cuenta de que estaba descalza y ni siquiera las piedras que se clavaba en los pies le hacían tanto daño como el hecho de saber que Lilí había muerto.
Antes de llegar al establo, reconoció el camión. Había arrancado y se estaba yendo. Era el camión que se llevaba algunos animales cuando había demasiado, le había explicado su abuelo. Hasta ahora no le había importado, pero algo dentro de ella la impulsó a seguirlo. Corrió hasta él y golpeó la parte trasera con las manos.
-¡Sacadla de ahí! ¡Sacadla!
Golpeó con tanta fuerza que se hizo sangre en los nudillos. Algunas vacas mugían. No reconocía el sonido de Lilí, pero sabía que estaba allí. El camión cogió velocidad y las piernas de Edurne ya eran demasiado lentas para alcanzarlo, a pesar de que corría con todas sus fuerzas. La niña se quedó atrás, y cuando comprendió que no había nada que hacer, cayó exhausta con las rodillas en la arena. El camión giró la curva del camino y pudo ver algunas vacas y terneros entre las rejillas. La miraban. Edurne se encontró por última vez con la mirada cuyo ojo derecho tenía una mancha blanca.

2 comentarios:

  1. Me ha parecido precioso, además de muy bien narrado. Los personajes adultos, aunque de intervención menor, son sólidos, y las descripciones de Edurne y sus emociones están tan adecuadas a su personaje... En fin, me alegro de/entristezco por haberlo leído.
    Un abrazo :)

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  2. Hola, J,
    muchas gracias por pasarte y leerme, ¡siempre es un placer leerte a ti también!

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