Me senté al ordenador y abrí el correo. “Hola destruida”, decía el correo, “has tenido 100 visitas en tu blog, de 19 personas...”. Sinceramente, desconozco por qué me llamó así, si mi nombre en la cuenta es “Biri” de apellido “Bi”. “...desde diferentes distribuciones geográficas,” decía el correo, “a saber: España, México, Argentina, Londres, Mongolia y Rumanía”. Le pregunté en voz alta qué estaban haciendo esas personas que habían visitado mi miserable blog. Y decía el correo: “Joaquín está sentado en un banco observando, sin intervenir, cómo pelean unas hormigas en torno a un escupitajo. Paco se mira al espejo preguntándose por qué debería afeitarse su fabulosa barba gris. Elizabeth se está pellizcando los ojos para no ver un atardecer. Jaime se examina el prepucio en un estado de contemplación. Sandra le está quitando la cera de las orejas a su gato con el dedo, para lamérselo posteriormente…” Llegados a este punto me cansé. Ya está bien, me dije, menudos bichos raros… Fui a la nevera y le pegué un bocado a un trozo de coliflor. Me rasqué la ingle me rasqué el chocho me quedé en pelotas y empecé a bailar en la terraza. Como no había música ni nada no tenía ritmo, por lo que algunas personas que pasaron por allí -era un primer piso- me lanzaron indignadas varios objetos como una zanahoria o un aparato para recortar los pelos de la nariz. Este último me hizo daño así que volví llorando a mi habitación. Entonces decidí divertirme como el resto de personas y me puse una película. Antes de nada salió una voz del ordenador que me dijo “esto es demasiado para mí, hija de puta”, y ya no dejó de hacer ruidos durante el resto de la película, que os contaré a continuación:
Una mujer tenía una aventura con el mejor amigo de su marido, porque decía de éste último que comía muchos plátanos vale pero lo que ella quería era que se los metiera por el coño y no se sentía satisfecha. El mejor amigo ni siquiera era guapo, solo alguien a quien tenía a mano. Tenía cara de batracio y le gustaba cantar ópera en la ducha. No cantaba bien, por eso lo hacía en la ducha: no quería que se avergonzaran al mismo tiempo de su cara y de su voz. El marido, al enterarse de la aventura, quiso vengarse, así que le apuntó al coro de la Iglesia. Pero luego cenaban todos en casa, sin rencores, y chupaban una suela de zapato en nombre de Dios. Y hablaban largo rato sobre cuántos niños iban a apadrinar, porque la mujer era estéril, y todos eran demasiado vagos como para adoptar a un hijo y cuidarlo. Ella quería que fuera negro, pero ellos preferían el amarillo, y decían que así podría poner su propia tiendecita en el barrio, si algún día tenían suficiente dinero como para traérselo. Por el contrario, si fuera negro, solo podría trabajar de gorrilla y eso no era un futuro digno, de ninguna manera. “Sí”, decía ella, “pero por lo menos nos traería plátanos de África”, con toda su ignorancia... pues todos sabemos que el origen de los plátanos se encuentra en Asia.
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