sábado, 14 de noviembre de 2015

Sorber una cucharada de tierra

El olor penetró en la habitación. Penetró, penetró, penetró… y el hombre no se dio cuenta de ello hasta que le abofeteó la cara. La vecina estaba cocinando. Se levantó de la cama y supo lo que tenía que hacer: ir al bar. Se embutió en sus pantalones y se abrochó delicadamente el cinturón raído. En el bar todo eran habladurías, como siempre: sobre fútbol, sobre mujeres, sobre caniches. Estaba harto. Decidió que tenía que hacer algo grande. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el zapato, asegurándose de que no quedara una ceniza viva para mirarle. No se molestó en volver a entrar para pagar. Pensó que deberían pagarle a él por todos los años que había desperdiciado en aquel lugar. Aún no era de noche y podían encontrarse viandantes en las aceras, por donde paseaba con las manos en los bolsillos. Un grupo de niños inspeccionaba cajas de cartón y otros objetos que había junto a unos contenedores. Se plantó ante ellos y los miró.
-¿Qué quieres?- preguntó uno.
-Llevadme hasta vuestro líder.
Como era de esperar, los críos no le llevaron a ninguna parte, le miraron mal y se fueron corriendo. Ya solo le quedaba pensar en Marta, y en por qué habían reñido la noche anterior; la noche anterior a las dos últimas semanas. No había razón para que ella se enfadara por haber encontrado aquellas bragas en su habitación, ni siquiera él sabía de quién eran. Es decir, no había estado con ninguna otra mujer; probablemente fueran de la casera, o de quienquiera que se hubiera alojado antes en la pequeña casa de alquiler. Pero por toda respuesta se había acomodado en el sofá a fumarse un cigarrillo hasta que ella se calmara. Por supuesto, eso nunca ocurrió, y ahora estaba solo. No le importaba en exceso. Se puso de buen humor al recordar que estaba buscando una hazaña. Tenía la certeza de que algo acabaría ocurriendo si seguía caminando. Y así fue, contempló a Marta doblando una esquina. Sin embargo, no la siguió; no porque no se lo hubiera planteado, sino que había dejado disiparse el impulso, pues consideraba que su nueva hazaña había de estar necesariamente relacionada con algo nuevo. De pronto se detuvo y miró al cielo: le había sobrevenido un miedo irracional a que le cayera un piano encima y le aplastara hasta morir.
El hambre le había hecho entrar a un bar para cenar algo rápido, de modo que se encontraba sentado en la barra, esperando a que le sirvieran un pincho de tortilla. Pero en lugar de eso la camarera dejó ante él una cajita con una etiqueta que decía: “algo nuevo”. Quiso preguntar a la mujer, pero andaba de un lado para otro limpiando, como si nada. Miró a su alrededor para comprobar qué clase de broma era esa, y percibió que aquel no era un bar corriente, sino que poseía un aspecto singular. Las paredes estaban cubiertas con un papel que imitaba la madera, y había cuatro o cinco mesas dispersas acompañadas de sus respectivas sillas, viejas y elegantes. Se percató de un anciano solitario en una de las mesas . Tenía sombrero y barba corta canosa, y le miraba. No había nadie más en el bar. El anciano le asintió lentamente desde la lejanía, y el hombre no sabía si era un saludo o si se trataba del dueño de la caja y le estaba dando permiso para abrirla. Asumió esto último y se giró hacia la barra para observar la caja. Por alguna razón, sentía que aquel no era el lugar adecuado para abrirla. Al fin y al cabo podía ser cualquier cosa. La inquietud le hizo disculparse para ir al baño, aunque no había nadie alrededor con quien disculparse. Se encerró en uno de los baños y se sentó sobre la tapa del váter con la caja entre las manos. De pronto se sentía tan importante. La novedad. ¡La novedad! se repetía, misterioso. Le entraron unas ganas terribles de viajar; pensó en distintos lugares geográficos del mundo y de qué cosas debía aprovisionarse para sus aventuras. Pero no, ¿qué estaba diciendo? En el aquí y en el ahora, lo prioritario era descubrir qué contenía aquella caja. Desenganchó el cierre y le pareció eterno el tiempo que tardó en alzar la tapa para hacer visible lo que quiera que hubiera dentro. Y pronto deseó no haberlo hecho nunca. Había un insecto que, con toda certeza, era una cucaracha, y una nota en la que pudo leer: “pasado, presente y futuro”. El animal estaba boca arriba y parecía muerto, pero antes de que el hombre pudiera sentir repulsión se retorció y salió rápidamente de la caja. Le bajó por una de las piernas guiándose con sus enormes antenas y desapareció. Lo único que quedó fue un olor putrefacto de heces, que había tardado en llegarle a la nariz y le fue penetrando, penetrando, penetrando... todo su ser. 

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