En el valle del Miño, Joana bajaba por unas escaleras hasta el río. Era septiembre, hacía sol pero también se nublaba a veces. Se agachó para coger una flor morada.
-No la toques- escuchó a su espalda.
Era voz de hombre.
Se giró y fue un chico lo que vio, uno de su edad, unos 23 años. Su cara le resultaba familiar, era del pueblo de al lado, sin duda.
-Muy gracioso, Marcos…
-No me llamo Marcos -corrigió él.
-Y tampoco eres gracioso.
Hubo un silencio incómodo, suficiente para que Joana asimilara que estaba molesta por el susto, pero que en realidad no odiaba al chico.
-¿Por qué no he de tocarla? -todavía no se separaba de la flor, como desafiando.
-Mi abuela siempre decía que era la casa de las hadas… -esbozó una sonrisa lateral.
Joana, desconfiada, no sabía si era burla o timidez lo que expresaba.
Al cabo de un rato, ambos paseaban por el monte, por un entresijo de árboles a los que Joana se iba sujetando mientras le explicaba que era poco probable que pudieran vivir ahí, si tenían un tamaño superior al de un mosquito o una mariquita. Eran pequeñas y frágiles las flores, en comparación con las hadas, que preferían excavar en la corteza de los árboles.
-De todas formas -concluyó- me parece que este bosque tiene pinta de estar habitado por trasgos.
Y le miró.
-Muy graciosa…
-Y me llamo Joana.
Él se quedó con Marcos. Marcos tuvo que irse, y Joana se quedó en bragas y sujetador y se tiró al río.
“Maldita estúpida…-se oía en sus pensamientos-. ¿Por qué le habré seguido el juego? ¿Existe, existirá alguna vez en el mundo, por alguna penosa razón, una conversación más ridícula y patética que ésta que acabo de tener? Prefieren excavar la corteza de los árboles… En fin”.
A Joana le gustaba nadar contra corriente, y en ello estaba cuando de repente gritó. Algo se había chocado contra ella, y tardó unos segundos en desenrollárselo de las piernas. Era una lamprea. Sin más. Pero pasó tanto miedo que se apresuró hasta la orilla. Estaba saliendo, y ya solo le faltaba sacar un pie del agua… cuando sintió que algo le agarraba. Esta vez no fue un accidente, aunque se trataba también de algo viscoso. Joana no gritó, porque se quedó sin aliento. Tiraba de su pierna, y lo otro, del tacto de una mano, tiraba hacia el agua ganándole terreno.
Pero el pueblo quedaba más arriba y no solía venir nadie por la zona, por eso se bañaba. Consiguió zafarse de su captor. Se giró rápidamente para volver a por su ropa, empapada, con el nervio a flor de piel, y marcharse cuanto antes. Entonces se topó con algo que la hizo creer que, definitivamente, estaba alucinando. Se esforzó, en apenas medio segundo, por recordar si había tomado alguna seta, como aquella vez, de esa parte del bosque que ella sabía… Pero no había ido por allí. Así que no le quedó más remedio que enfrentarse, temblando, a aquel rostro que tenía frente al suyo, un poco más abajo, y analizarlo. Era un rostro horrible de mujer; no deforme, pero de color verde aceituna, recubierto de una sustancia viscosa y transparente, con trozos más oscuros adheridos a la piel que parecían algas. El pelo, anaranjado, era largo, pegajoso y estaba enredado. Olía mal. La estructura del ser era humana, no obstante estaba más encorvado y tenía los dedos ligeramente más largos, sin uñas. Joana se sentó, mareada, en el suelo y empezó a llorar. “Esto no puede ser un trasgo -se decía-. Ni siquiera puede ser verdad”. El ser la miraba, quieto, y de vez en cuando miraba el río. Pareciera que esperara algún tipo de señal. Llegó un punto en que Joana ya no estaba asustada. Había perdido el miedo con su última lágrima y, de pronto, se lanzó a morderle un pie al monstruo. Un alarido emanó de la boca de la mujer viscosa, que dejó a la vista sus dientes puntiagudos, amarillos y negros. Su lengua era morada.
La mujer agarró a Joana por el pelo y, de la fuerza, le arrancó un mechón. Pero lo más grave es que, aunque no tenía uñas, le clavó la punta de los dedos, que terminaban como en un cartílago afilado, y la cabeza le chorreaba sangre.
-¡No, no, no! ¿Por qué? -gritaba Joana, con sangre en los párpados, deseando que alguien la ayudara.
De repente fue sintiendo sueño… y se despertó.
Todo había sido una pesadilla. Bueno, todo no. Estaba en una camilla, y junto a ella su madre y su novio.
-¿Estás bien? -la preguntó el muchacho, acariciándole la cabeza con ternura.
-Me han vuelto a dar esa mierda de medicación, ¿verdad?
-Me siento fatigada y cansada. Casi me cuesta mantener los ojos abiertos…
-Me llamo Joana- susurró antes de dormirse.
La madre y el chico cruzaron una triste mirada.
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