Imaginad un largo y ancho pasillo con puertas a los lados; está poco iluminado, suficiente para que se aprecien los pies de una niña arrastrarse sobre el mármol gris. Las paredes son blancas pero también parecen grises, el resto son lámparas de aluminio que lucen apagadas. No parpadea ninguna bombilla.
La niña de enormes ojos -apenas se cierran- lleva un camisón tan pálido como ella, y no lleva un osito de peluche en la mano. Está descalza y avanza con la mirada perdida, si es que se pueden perder las miradas. A pocos metros avanza hacia ella una mujer con arrugas y labios prominentes, su piel es negra, también mira a ninguna parte, al frente, también arrastra los pies. Andan muy lento, ninguna de las dos se mira cuando se cruzan. En un pasillo próximo, que corta este del que hablamos, pasa corriendo un hombre adulto que ríe escandalosamente y se toca los pies mientras salta.
La alarma del manicomio -hogar para enfermos mentales, como les gusta llamarlo- ha estado sonado, se apagó hace un rato. Por la radio alertan de que el suceso es peligroso, casi tanto como una fuga de presidiarios, no obstante insisten en que no es ninguna cárcel. Y como vemos esta gente que deambula no parece interesada en dañar a nadie.
No era su intención acercarse a nadie, cuanto menos atacarle, sin embargo sucedió. No se dieron cuenta de que la niña escondía un cuchillo entre las bragas y en los ojos de la anciana algo brillaba. Nunca debieron haberse acercado a condenar un poco más sus almas.
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