-¡Dónde están los veinte mil
euros!
-¡No tengo nada, no tengo nada!
El hombre se debatía entre llorar
o gritar. Le habían atado las manos y las piernas con un par de cables que le
cortaban la circulación. Le habían dado una patada en las costillas y pegado
con el palo de la escoba. Un chico mucho más joven que él le vigilaba
apuntándole con una pistola mientras los demás registraban la casa. Era grande,
el último chalet de la urbanización. Los atracadores aún no habían encontrado
el dinero que buscaban, tan solo unas monedas en el bote de la cocina, lo que
al hombre le sobraba después de comprar el pan. Cada vez estaban más furiosos,
no entendían por qué el viejo no hablaba. En el pueblo se decía que tenía
veinte mil, serían suyos. Veinte mil entre cuatro eran cinco mil para cada uno,
no estaba mal. De momento no temían que llegara la policía porque se habían
cuidado de que no hubiera ningún vecino cercano en casa. Nadie les había visto
entrar y por mucho que gritaran nadie les oiría.
-¡DÓNDE ESTÁN, HIJO DE PUTA!
Otra patada en las costillas.
-¡Arriba, arriba!
El hombre lloraba.
-¡Dejad la planta baja, están
arriba! ¿Me oís? – gritaba el más grande de ellos.
Él mismo se adelantó escaleras
arriba antes de que las dos chicas llegaran. Eran unas mujeres inútiles, él lo
haría mejor. Y con un poco de suerte encontraría más dinero y se lo quedaría,
nada de repartir. Al final de los escalones, que subió de dos en dos, se topó
con una puerta grande de metal que parecía de una caja fuerte. Allí estaban, ¿cómo
no lo habían visto antes? No vio que tuviera contraseña ni llave, así que giró
el pomo.
Las chicas habían empezado a
subir y le alcanzaron justo a tiempo para ver lo que había tras la puerta. Les
azotaron olores y sonidos muy extraños, y al abrirse del todo pudieron observar
de qué se trataba: patos. Una gran estancia llena de patos: sin duda había
veinte mil. Estaba muy iluminada, el techo era de cristal, y los patos
graznaban, comían, bebían, dormían y caminaban graciosamente. Eran pequeñitos y
amarillos, medianos, o grandes y blancos. No podían creerlo, era una especie de
broma. Alguien se había querido reír de ellos, no podía ser que fueran
tan estúpidos.
-¿Qué coño es esto?
-Creo que son patos – respondió
la chica rubia.
-Ya lo sé, imbécil.
Bajó las escaleras tan rápido
como las había subido y se dirigió amablemente al hombre que yacía en el suelo.
-¿Estos eran los veinte mil?
-¡Veinte mil patos! ¡Veinte mil
putos patos! Estás pirado, eres un puto enfermo, ¿ME PUEDES EXPLICAR QUE HACES
CON TANTOS PATOS EN UNA CASA?
Empezó a pegarle para descargar
su frustración mientras los otros le miraban sin decir nada.
-Vámonos- dijo finalmente-. ¿Qué
haces con eso? – Preguntó a una de las chicas, la más fea.
-Por lo menos tendremos algo para
comer.
Había cogido un pato y lo llevaba
bajo el brazo. El animal miraba fijamente a algún sitio sin parpadear. Parecía
feliz, ajeno a cuál iba a ser su destino.
Los atracadores se fueron y quedó
el dueño de la casa allí tirado, casi inconsciente. Como se habían dejado la
puerta abierta los patos salieron, bajaron las escaleras, la mayoría rodando, y
empezaron a rodearle y subirse por encima. Algunos le picoteaban los cables.
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