Lo bonito de soñar
es que no sabes que lo estás haciendo.
Los sueños solo son bonitos
mientras sueñas,
después aparece la realidad.
Y la realidad es la siguiente:
Tú no vas a venir aquí a rozarme un brazo
con el tuyo,
a tocarme el pelo,
a llamarme por mi nombre.
Tu voz aterciopelada no va a aparecer
desde el otro lado del teléfono
porque no llamarás
porque nunca llamas
-y eso está muy bien-.
Me tendré que conformar
con buscar un libro
del color de tus ojos
aunque me queme las manos al leerlo.
No me vas a decir
nada de lo que quiero oír
-y, de verdad,
te lo agradezco-.
Ni siquiera me vas a decir
nada de lo que no quiero oír
porque, sencillamente,
no vas a decir nada.
Tú y yo solo somos eso:
un abismo de silencio hasta que
-por casualidad,
siempre por casualidad-
volvemos a ser tú y yo,
sin haber un tú y yo
ni nada de eso.
Yo soy
dolorosamente consciente
de los castillos en el aire que estoy construyendo.
Y me voy en busca de ladrillos,
sabiendo que no voy a encontrar
un puto ladrillo de aire,
ni dos,
ni tres,
pero –no sé por qué- no quiero creerlo.
Supongo que, en el fondo…
¿Acaso podemos decir
que no existen
solo porque nadie los ha visto?
Pues no.
Yo seré la más lista
y, de buscarlos, los encontraré
y ya podré decir, por fin,
que me sirvió de algo
soñar sabiendo que sueño.
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