Querido abuelo,
te escribo a raíz de la respuesta que ayer
mi prima y yo recibimos al sugerirte que le dieras las gracias a la abuela por
habernos preparado la cena, a pesar del calor que había tenido que pasar para
ello.
“Y yo ¿qué? ¿No tengo derecho a nada?
Entonces a mí hay que darme las gracias por decir todos los meses: toma,
dinerito...”
Por supuesto, te escribo desde el respeto
de quien valora a su familia y el conocimiento de que tanto tu educación como
la sociedad donde has crecido -y aún creces- están basadas en el machismo, algo
de lo que tú no tienes la culpa.
Sin embargo, tengo la mala costumbre de
que prefiero pensar que obedecer, es por eso que escribo esta carta. Por eso y
porque aún no he aprendido a callar ante lo que, considero, son injusticias. La
injusticia de la que hablo tiene un nombre, abuelo: se llama patriarcado. Es el
nombre que usamos ahora para referirnos a las sociedades basadas en una
ideología machista, donde el hombre tiene una serie de privilegios frente a la
mujer, e incluso sobre el cuerpo y la vida de ésta. Sobre un cuerpo y una vida,
conviene recordar, que no son suyos, pero que en cierto modo le pertenecen. El
control económico ha sido, precisamente, una de las formas más tiranas de someter
a la mujer. Al fin y al cabo, vivimos en una sociedad donde sin dinero no
puedes hacer prácticamente nada. No puedes, como quien dice, ganarte la vida.
Ya de niña, como sabrás, la abuela comenzó
a trabajar en una fábrica de textil para aportar dinero a su familia. Pero una
vez casados, no volvió a participar en el mundo laboral, aunque jamás dejó de
trabajar, pues tuvo que criar a cuatro hijos y cuidar del hogar y su marido
(tú). De todos modos, no había muchos trabajos donde podían emplearse las mujeres:
el campo, de criada, y poco más. Creo que, si estaban casadas, incluso
necesitaban la autorización del marido, pero todo eso lo sabrás tú mejor que
yo. Aun así me gusta recalcarlo, para que te pongas un poco en el contexto que
tuvo que vivir la abuela, que era muy distinto del tuyo aunque compartiérais el
mismo espacio y tiempo.
Entonces, el rol asignado a las mujeres
decía -y aún permanece ese espíritu- que su objetivo vital era casarse y tener
hijos, es decir, formar una familia. Socialmente eras mal vista si no cumplías
con este cometido. Menos válida. Si alguna quería optar a algo de autoestima o
aceptación, por así decirlo, tenía que buscar un hombre al que servir el resto
de su vida a cambio de que él se encargara de llevar dinero a casa. Con el dinero
sobrevives, por tanto, la mujer dependía del hombre para sobrevivir. Recordemos
que la sociedad la presionaba para casarse y que había pocos trabajos “para
mujeres” y, en todo caso, peor pagados. No quiero imaginar la vida de aquellas
que tenían que trabajar, ser amas de casa y cuidar de la familia al mismo
tiempo. Pero la abuela, y la madre de la abuela, no trabajaron. Mejor dicho: su
trabajo no era remunerado.
Podría decirse que existía una especie de
contrato no voluntario por el cuál tú trabajabas para la familia y la familia
(la mujer) trabajaba para ti. Ahora, habría que preguntarse si las condiciones
de trabajo eran igualitarias. Me atrevo a decir que el trabajo de una ama de
casa con cuatro hijos no termina nunca, mientras que el de cualquier empleado
sí. Por otro lado, tú elegiste el ejército, pero podrías haber elegido
cualquier otro trabajo; podías hasta estudiar, mientras que el destino de la
abuela solo era uno: parir y cuidar.
Me pregunto cuántas veces ayudaste a la
abuela a limpiar o hacer la comida, si a día de hoy nunca lo haces salvo cuando
la ves enferma. Y sé que lo hacer porque la quieres, pero quiero que veas. Que
mientras tú ya te has jubilado, la abuela te sigue lavando la ropa y haciendo
la comida y la cena todos los días, porque aunque ella trabajó durante toda su
vida, no cobra una jubilación propia. Y ella tiene los mismos dolores que tú o
más. Y yo sé que te preocupas por ella y que la quieres. Pero si bien no voy a
entrar a valorar quién tenía que dar gracias a quién cuando trabajabas, me
atrevo a afirmar que a día de hoy eres tú quien tiene que dárselas a ella.
Porque si bien tu servicio en el ejército ya hace años que ha concluido, ella
te va a servir a ti por el resto de su vida. Y quizás esto te suene raro, pero
no tiene por qué hacerlo.
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