Llevas
unos zapatos nuevos,
qué bonitos.
Y tienes una entrada
a un recital de poesía
pegada en la suela.
Me encantan tus zapatos,
en serio,
¿dónde
te los has comprado?
Venga,
no seas tan seria,
a mí también
me gusta el arte.
Tal vez
tengamos muchas cosas
en común.
No, por favor,
no llores,
¿he dicho algo
que pudiera ofenderte?
Por favor,
acepta este pañuelo,
¿quieres mi hombro?
No quiero tu hombro,
hombre,
tan solo me estoy
limpiando los zapatos.
Para ello es necesario
el llanto.
Claro que
me gustaría reconocer
que mis lágrimas son ácido,
así no tendríamos
que hablar sobre ellos
nunca más.
Me dirás
que no estoy bonita
y con las manos
decididamente azules.
He estado pintando un cuadro:
la humanidad
aparece degollada.
En serio,
no sabía dónde
poner su cabeza.
Y ahora te miro
y me fijo
en que tú la llevas puesta.
Eres tan humano
que no te soporto.
Hablar, hablar, hablar,
siempre sobre las mismas cosas.
Mirar,
pero no viendo.
Pero ya que me ofreces
tus articulaciones
a modo de consuelo
supongo que debo confesarme:
Quisiera ir a un lugar…
Escúchame,
quisiera ir a un lugar,
te digo,
donde la gente mirase
mis pupilas
y leyera una única palabra:
la palabra animal,
donde la gente mirase
mis pupilas de hormiga
y se dijera
“oh, espera, me parece
que sufre
a pesar de que es
un animal”.
Y entonces los humanos
se dieran cuenta
de que nunca tuvieron
unas jodidas alas
y pidieran perdón
por todos sus pecados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario