Me causa pánico la velocidad con que me crecen las uñas. No es que crezcan sin control o límite alguno. Lo que ocurre es que, por ejemplo, yo me pongo a cortarlas por la noche, con el cortauñas y bajo la lamparilla, costumbre que adquirí del bueno de mi padre, y a la mañana siguiente, cuando despierto y me da por mirarme las manos, me encuentro con que ya casi han alcanzado la longitud del día anterior, de modo que mi cuidadoso trabajo ha sido en vano. Una longitud que, por otro lado, podría soportar cualquiera, pero que a mí me angustia y me incomoda. A partir de ahí, de la mañana fatal, su crecimiento se detiene, pasando a lo que se conoce como “normal”. Empleo este concepto, no porque una mayoría de personas así lo ha considerado, sino con conocimiento de causa, pues dediqué, queriendo aproximarme al fondo del asunto, varios meses de mi prolija existencia a explorar minuciosamente la velocidad del crecimiento de las uñas de un gran número de personas, muchas de ellas conocidas que se ofrecieron a hacerme el favor, sabedoras del mal que me aquejaba y esperanzadas ante la posibilidad de contribuir a calmarlo un poco, pues yo quería unas uñas cortas.
Sé de personas capaces de llevarlas así por días y no puedo aceptar el hecho de que a mí, que tanto deseo la comodidad e higiene de tales uñas cortas, se me niegue esa oportunidad, tan humilde y, sin embargo, tan absurdamente inalcanzable por mi parte. Parece que esté condenada a disfrutar de ellas tan solo por unas horas, las cuales ni siquiera paso despierta, ya que nunca he podido desprenderme de la vieja costumbre nocturna que aprendí de mi padre...
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