Era un día muy quieto, la atmósfera estaba
blanca, no había ni una pizca de viento que agitara levemente mi pelo al salir
del portal, y sorprendentemente no hacía frío ni calor. O debería decir que
hacía tanto frío como calor. Aunque, a decir verdad, tal vez hacía un poco más de calor que frío, pero solo un poco. Todo muy quieto, tanto que no parecía
existir el cosmos, con sus partículas y planetas y demás pululando por el
espacio exterior. Nada más allá de aquella calle en aquel pueblo. Era como
caminar por encima de un muerto. Las farolas habían sido cuidadosamente puestas
durante la noche, ¡mi amado farolero al que nunca conocería por no existir!
Pero yo quería que las cosas fueran así. Mi perra se me adelantó, como siempre,
porque tenía un recado urgente que entregar, hasta la esquina de la calle y
cuando yo llegué ya me estaba esperando orgullosa con un mojón perfectamente
fabricado solo para mí. Lo recogí, sintiendo en secreto silencio el placer de
sentir a través de la bolsa el calor que desprendía, lo arrojé a la papelera
que colgaba de una farola (¡qué opinaría de esto mi amado farolero!) y deshice
mis pasos de nuevo hasta el portal, con mi perra detrás olisqueando cada
columna meada. Introduje la llave en el buzón; la publicidad no era muy
diferente de la de los últimos ochenta días, u ochenta años. Había unas ofertas
del Burger King que podría utilizar… para acicalar el arenero del gato. Cuando
llegué a casa, el susodicho me miró mal, peor que cuando no le sujetas la
puerta a alguien porque sencillamente no te da la gana o tienes prisa, y la
persona te mira mal porque cree tener algún tipo de derecho especial a que tú
sujetes la puerta para ella. Plantado en la entradita mi gato entrecerraba los
ojos bajo sus diminutas pestañas. No me pregunté qué le pasaría esta vez, de
hecho ignoré su actitud y acudí a abrazarlo y besuquearlo, pero él me la
recordó propinándome un mordisco y esfumándose. Mi querido gato, me
quería tanto que no sabía cómo demostrarlo. Te comprendo, pensé, a aquel novio mío también le pasaba y tuvo que dejarme. Pobre.
Yo barajo otra hipótesis: los animales te odian. El primero consigue que te humilles y recojas sus heces y encima sientas placer porque están calentitas y el segundo hasta te muerde. Me gusta el comienzo, cuando la protagonista no sabe si hace frío o calor, tal vez debería haber ido por ahí, refleja algo que no sé bien qué es. Y también que compare a su anterior novio con un animal, aunque en realidad también lo sea.
ResponderEliminarEstá bastante claro que los animales me odian, la no-gracia está en que no me importa o no me doy cuenta e interpreto las cosas al revés. Pretendía mantener, dentro de lo absurdo, cierta coherencia.
ResponderEliminarGracias por comentar, MD.
Si me amputan algún miembro te lo reservaré como recompensa a tu rapidez.