Hoy es el penúltimo día de mayo y mi ancha calle está plagada de golondrinas. Me he dado cuenta porque mi gata Miau se pasa el día en la terraza como escuchando cosas no mencionadas y mirando todo el rato hacia arriba. He pasado tantos días observándola mover la cabeza de un lado para otro con sus ojos amarillos bien abiertos, las zarpas arañando el aire de vez en cuando, y el sol brillando fuerte en su uniforme pelaje negro... Me maravilla mirar a Miau, pero hoy se me ha ocurrido ver qué miraba, y ahora sé que pasa el día observando a los pájaros, deseando jugar con ellos o tal vez degollarles. También sé por qué andan enfadados los vecinos: las fachadas están llenas de nidos por la parte superior, cerca del tejado. Justo hoy subió el hombre de abajo, el que pasa el día fumando en la terraza haciendo que el humo se me meta en el cuarto cuando estudio, y me exigió entrar para alcanzar un par de nidos que hay cerca de mi ventana -pues vivo en el cuarto, último piso- porque esos pájaros no paran de cagarse en los ladrillos. Para esas horas ya había hecho yo el descubrimiento de las golondrinas. Pasé dos horas asomada estudiando sus movimientos y forma de vida, no exagero, dos horas, en pijama, con los pelos despeinados y las legañas aún en mis curiosos ojos. Era un placer excepcional, jamás me resultó tan agradable despertar a las nueve de la mañana. El suave frío primaveral se posaba en los azulejos donde descansaban mis pies desnudos, eso hizo que me constipara; y las blancas nubes, también primaverales, se iban disipando a medida que el sol calentaba. Las golondrinas volaban sin mover las alas, tan cerca pasaban de los edificios que algunas casi tocaban mi cara. No tenían miedo, no sabían de gatos agazapados acechando. Volaban de aquí para allá con sus diminutos cuerpos negros y blancos, con su cola cuidadosamente dividida en dos, extendiendo un bello mensaje que no solo no alcanzábamos a comprender sino que malinterpretábamos. Algunas daban de comer a sus crías no se qué, las crías asomaban sus diminutas cabezas por los huecos de los nidos y desde mi privilegiada posición alcanzaba a ver hasta sus picos. ¡Qué seres! ¡Qué adorables, qué sublimes! Aquellas vidas valían más que cualquiera de las que pasaban allí abajo, cruzando la despiadada carretera con el pan bajo el brazo. Solo una vida tan vieja como para haberse arrepentido de todos sus pecados podría equipararse al valor de aquellas golondrinas. No podían volar aún, así que mientras tanto miraban y aprendían, y esperaban la comida.
Muy amablemente me dirigí a mi vecino en el momento en que vino a visitarme, y le comuniqué que había recibido una carta del gobierno, probablemente enviada a todos los propietarios de los últimos pisos, que explicaba la explícita prohibición de retirar los nidos de aquellas aves, bajo pena de una multa millonaria.
-Son especies protegidas, no estoy dispuesta a arriesgar mi dinero por un montón de cagadas -le expliqué-. Compréndalo, si yo le dejaría sin problemas...
El hombre pareció entrar en razón y se fue, no sin disimular su desagrado. Obviamente todo aquello era mentira, pero yo no iba a permitir que arrebataran su revolución a la primavera. Esas cacas estaban en el lugar correcto, mancillando una sociedad que había mancillado su verdadero hogar: el mundo.