Hay un señor mayor sentado en un banco. Cuando una jovencita se sienta junto a él, se la queda mirando. Al ver que la mira, la muchacha le saluda con intención de ser amable; de alguna manera piensa que es lo que espera de ella, pero aunque posteriormente saca su libro y finge leer sabe que el viejo la sigue mirando. Se imagina en él intenciones sexuales, aunque solo sean de pensamiento, y se asquea terriblemente. De pronto, el viejo dice:
-Siempre quise saber leer.
Y las expectativas de la chica se derrumban. Se compadece de él y se ofrece para enseñarle, a lo que él acepta. Nunca ha enseñado a nadie a leer, la verdad, ni siquiera recuerda cómo aprendió ella, pero se las apaña. Cuando ya llevan un largo rato, el viejo pregunta una duda mientras le roza la pierna. Ella se tensa, pues algo le dice que no ha sido un descuido. Se excusa y se va rápidamente, con el libro bajo el brazo. Callejea y se apoya en un árbol, donde vomita. Una voz en su cabeza le habla: “¡Cobarde! Debiste haber escupido a ese viejo de mierda, ¡vuelve y mátalo! ¡Mátalo!”
La chica, que permanece apoyada en el árbol, con los cabellos colgando hacia el suelo a ambos lados de su cara, lanza un último escupitajo para deshacerse del mal sabor de boca. Sin embargo, siente que no hay nada tan sucio como su propio cuerpo. Ella no es ninguna santa, pero siente que su cuerpo, sagrado, ha sido profanado por unas manos impuras, no autorizadas, viejas. Lo de viejas es lo que más le perturba. Se prohíbe vomitar una segunda vez. Debió haber hecho algo para evitarlo, pero ni siquiera fue capaz de sostenerle la mirada. Si lo hubiera hecho, al menos el viejo se hubiera sentido desafiado o descubierto. Siente profundo asco por su cobardía. Ahora no es la voz quien se lo dice, sino ella misma. Se pregunta qué puede hacer para compensarlo. Qué para arrancarse la piel que la tortura.
Mientras lo piensa, una voz se dirige a ella preocupada: “¿Estás bien?” le pregunta. Al no contestar, le pone una mano sobre el hombro y repite la pregunta. Ella siente este contacto como una descarga y se yergue bruscamente, propinado varios puñetazos en la cara a su asaltante, no importa si es hombre o mujer, sinceramente, no lo sabe. No se sabe si la muchacha tiene el control sobre sus actos, solo que lanza golpes una y otra vez, gritando, a pesar del labio roto que sangra de la persona asustada, y también patadas. Con una fuerza que jamás se hubiera sospechado para su poco peso.
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