martes, 24 de mayo de 2016

¿Qué hay para comer?

Fue, perturbada, hasta la cocina. Le había asaltado una preocupación irracional sobre lo que iba a comer mañana. Últimamente nada le gustaba. Estaba cansada de tanto tomate, pero todavía tenía un poco en la nevera y había que gastarlo, así que decidió que arroz. Integral, por supuesto, para favorecer el tránsito intestinal. Había que ponerlo en remojo. 
Abrió el armario y cogió el paquete; quitó la pinza y lo derramó sobre el cuenco. La curiosidad hizo que situara un ojo en la abertura del paquete para observar el interior. Se sorprendió. Había puntitos negros en las paredes, como curas aferrados a sus crucifijos. Neurótica, se acercó lentamente al arroz que había echado en el cuenco. ¡Jamás debiera haberlo hecho! Aquellos puntos no eran otra cosa que insectos. Solo que algunos estaban más crecidos y se apreciaba claramente cómo se paseaban sobre los cereales con sus finísimas patas microscópicas. 
Inmediatamente vertió el contenido en la basura y fregó, frenética, el cacharro. Pensó que tampoco era tan malo comer lentejas. Desenrolló la bolsita donde las tenía guardadas, pues las compraba a granel en la tienda de la esquina, y depositó unas pocas en el cuenco. Pero cuando miró el interior de la bolsa casi se desmaya. Estaban allí, diminutos, como si no fueran nada: los puntos negros. Le sobrevino una arcada. No vomitó, pero de alguna manera sentía que todo su cuerpo era una masa de bilis. Tuvo que sentarse. ¿Qué comeré? se decía. Primero tenía que deshacerse de todo aquello. Volvió a su habitación e hizo las maletas. Al día siguiente, podía leerse una pintada en su portal: “Odio el tomate. Me voy con las ratas”. Como si a alguien le importara.

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