Me doy cuenta de que tiene frío. Lo envuelvo en la manta y lo acuno. Una señora que pasea por el parque nos mira y sonríe. Me lo aparto ligeramente del pecho y se lo enseño.
-¡Oh, Dios mío! -grita espantada -. ¡Es horrible!
-Ya… salió así -reconozco.
La señora se va, mirando hacia atrás de vez en cuando, como para comprobar que nos deja bien lejos. Resignada, lo vuelvo a acurrucar junto a mí, meciéndolo, viendo cómo la vida en el parque sigue su curso. Al rato, un hombre que mira el móvil distraído se sienta en nuestro mismo banco. Cuando se percata de nuestra presencia, es decir, cuando nos mira a los ojos o simplemente al rostro, no tarda en manifestar una mueca, mezcla de desagrado y compasión, y retirarse tan rápido como ha venido.
“¿Por qué? -me digo -si apenas se le ve…”
Aparto un poco la manta y lo observo. Sin duda es horrible. Duele con solo mirarlo. Pero lo quiero. Me obligo a no apartar la vista, pero aun así lo hago. Y, aun así, lo abrazo. Sin embargo, solo pasan algunos minutos hasta que llego a la conclusión: tengo que deshacerme de él. Sé que será difícil, pero también que seré capaz. Me levanto y camino, impasible, buscando el lugar. Cuando encuentro un arbusto que me parece adecuado, lo dejo debajo, con cuidado, envuelto en su manta, pues sé que tiene frío, y salgo corriendo.
Al fin y al cabo yo no decidí tener ese sentimiento.
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