Estoy sentada en una banqueta
alta, frente a una mesita blanca, en la sala trasera de la tienda donde
trabajo. Es una sala enorme, más que la propia tienda. Trabajo en un
herbolario. Me encantan las plantas; secas y guardaditas en bolsas. La luz no
la he encendido, pero se ve lo suficiente con la que entra desde la puerta.
Pelo una manzana, no me dio tiempo a desayunar antes de salir de casa. El
cuchillo se desliza suavemente por el borde de la fruta, rasgando su piel,
mejor de lo que he pelado nunca una manzana. La atravieso: parto un trozo, y me
lo llevo a la boca con la mano. La manzana cruje entre mis mandíbulas, su
textura es arenosa. No sabe mucho a manzana, pero a quién le importa a qué sepa
una manzana. Además, no tengo otra cosa que comer. Mientras mastico miro
distraídamente un cartel enorme que hay apoyado en el suelo, contra la pared,
debe de llegarme hasta la cintura. Es de una crema. La mayor parte del cartel la ocupa,
tremendamente ampliada, la cara de un niño bebé que sonríe, con ojos enormes, y
asoma cuatro dientes. Por detrás se ve a su madre, borrosa, que también parece
sonreír. Pero la cara del niño me absorbe y me da miedo. Es terrible que pueda
detenerse así, para siempre, un momento tan sencillo como ese, en que dos
personas ríen en el salón de su casa. Pero luego en la fotografía ya no ríen,
ni siquiera están ahí, es todo una mentira, una burla cruel del tiempo y hacia
el tiempo. De repente se oyen pasos en el piso de arriba, que hay sobre la
tienda; siempre se oyen. Son pasos como de mujer, lentos pero firmes, y también
hacen que me entre un miedo espantoso. Porque en realidad es espantoso no saber
quién camina por encima de nosotros. Sigo masticando, el último trozo de
manzana, con su textura arenosa, y noto los dedos pegajosos. Odio eso. Si
pudiera, me lavaría las manos cada cinco o diez minutos, pero el agua no está
para malgastarla, ya se sabe. Eso sí, cuando te duchas, si eres como yo, de los
que te pierde el agua caliente, casi ardiendo, a veces es inevitable dejar que
el líquido se escurra por tu cuerpo de forma innecesaria. Es como una caricia.
¿Y Quién va a decir que no a una caricia? Tiro los restos de la fruta a una
caja de cartón cualquiera y salgo hacia el mostrador. No ha venido nadie y
todavía siento un poco de miedo.
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