En la sierra de Guadarrama de Madrid, a unos 52 kilómetros
al norte de la capital, se encuentra el valle de La Jarosa, en cuyo centro yace
un pequeño pantano rodeado de praderas de margaritas y menta-poleo que perfuman
el aire y, tras ellas, extensas pendientes con pinos silvestres y algunos
riachuelos. Entre esta vegetación, sumergida en los árboles, se encuentra una
casa de fachada blanca y tejado grisáceo oscuro, donde habita el guarda del
pantano. El guarda del pantano es un señor viejo y demasiado solitario que se
ha resistido, bajo cualquier circunstancia, a abandonar aquella casa donde vive
desde siempre. Su función no se sabe exactamente, pues hace mucho tiempo que
allí en la sierra no hay nada de valor que a nadie interese robar, salvo quizás
las cuatro vacas que mantiene el propio hombre, y un par de gallinas, perdidas
la mayor parte del tiempo. Por otro lado, la depuradora del embalse tiene sus
propios guardias bien pagados. El guarda del pantano simplemente está ahí,
vigilando el pantano, y la verdad es que nunca ha sucedido nada perturbador en
el valle, ya sea porque él está ahí o porque nada había de suceder. Una noche,
sin embargo, se despertó inquieto de repente, tomó su linterna y salió,
somnoliento, a comprobar que todo estaba bien. La noche era tan cerrada, tan
sin luna, que apenas veía el camino bajo sus pies, y no lograba deshacerse por
completo del sopor que le embargaba. Tal vez fuera eso, o no, por lo que
instantes después se encontró con un ciervo al lado de un árbol, al que el
viejo guarda miró y escuchó decir –sí, decir- “ya están aquí”, mientras el
animal le miraba fijamente. El viejo sacudió un poco la cabeza, volvió a mirar
y encontró al ciervo comiendo hierba.
-¡Eh! – trató de llamar
su atención, pero el ciervo ni se inmutó.
Siguió pues, caminando, y
pensando, a pesar de su alucinación, en qué querrían decir esas palabras. ¿Quiénes podrían ser ellos? ¿Y dónde estarían? El viejo quiso volver a casa a por una pala, o a
por su bastón, para tener algo con que protegerse, pero algo le impulsó a
seguir hacia delante, por los caminos que no conducían al pantano, sino que se
alejaban de él. Subiendo una ligera pendiente escuchó ruido entre unos
matorrales a su izquierda y, antes de que pudiera asustarse, apareció ante sus ojos una liebre,
que se paró en el centro del camino y le miró fijamente. Ésta era una conducta
ciertamente extraña en una liebre. El guarda del bosque esperó a que cruzara al
otro lado, pero en lugar de eso escuchó al animalillo decir, con voz muy fina,
como un pitido:
-Han vuelto, han vuelto y no se
van.
El viejo, ya harto de tanto desconcierto,
se decidió a entablar conversación con la liebre, preguntando:
-¿Quiénes han vuelto? ¿Dónde están?
El animal se asustó al oír la voz
ronca y rajada del anciano, pero mientras huía hacia la maleza, se le oyó
lanzar al aire unas palabras:
-Arriba, junto a los grandes
peñascos. ¡Pero, recuerda, siempre vuelven!
El guarda del pantano, con la mano
pegada a su linterna, avanzó con tímidos pasos hacia donde el animal le había
indicado. Aquellas rocas estaban apenas a unos metros de distancia, por eso iba
con cuidado.
-¿Hay alguien ahí? –gritó.
El hombre era demasiado viejo
como para inventar otra frase con que increpar a los supuestos alborotadores.
Como siempre sucede en estos casos, nadie contestó. No obstante llegaron hasta
sus roídos oídos algunos sonidos que no correspondían a la vegetación o a la
fauna habitual, pues parecían más bien como murmullos apagados.
-¡Salgan de ahí cuanto antes! –
ordenó con decisión el guarda. Tenía la seguridad de que, fuera quien fuera,
hubiera venido para lo que hubiera venido, si había alguien se escondía detrás
de los grandes peñascos que tenía enfrente, alzados en aquella montaña como
estatuas majestuosas contrarias al tiempo.
No avanzó más, se limitó a
escuchar con toda su atención, de modo que escuchó ruidos de nuevo detrás de
las rocas, esta vez como pisadas que hacían crujir las agujas de los pinos y los palos. El viejo tenía los nervios a flor de piel a
causa de la incertidumbre, fue esto lo que le impulsó a avanzar rápidamente rodeando la roca, y fue así como descubrió con desagrado que, efectivamente, había
dos personas ahí: una pareja de jóvenes semidesnudos que trataban de vestirse
inútilmente.
-¡Aparta eso, viejo! – dijo la
chica, refiriéndose a la luz de la linterna, mientras terminaba de abrocharse
los pantalones y agarraba la camiseta para ponérsela.
El viejo accedió, desconcertado,
y volvió sobre sus pasos al otro lado del peñasco. Sentía como si, en ese
preciso instante, el velo de sueño que le había cubierto durante la noche
desapareciera de pronto. Estaba más despierto que nunca, pero no lograba encajar los acontecimientos que se habían sucedido, empezando desde que se
despertara de golpe. ¿Cómo era posible que, a esa distancia de su casa, pudiera
haber oído cualquier cosa estando dormido? Su sueño solía ser tan profundo que
había quien le había creído muerto o en coma en ciertas ocasiones. Irónicamente,
nada podía despertar al guarda del pantano que no fuera él mismo, y difícilmente
puede despertarse uno a sí mismo mientras duerme. El viejo ni siquiera quería
reflexionar sobre su charla con los distintos animales: no tenían ningún
sentido. Sin duda, estaba enloqueciendo. Sus párpados hinchados querían llorar,
pero justo aparecieron los dos jóvenes, ya vestidos, y le preguntaron.
-¿Qué ocurre?
-Nunca viene nadie por aquí de
noche, ¿qué es lo que hacéis?
-Pues me parece que está bastante
claro -sostuvo el chico-. ¿Es que no podemos estar aquí? Además, eso que dice es
mentira: nosotros solemos venir.
El viejo no supo qué contestar.
Sinceramente, le era indiferente, pero por alguna razón se vio obligado a responder.
-El monte de noche es peligroso, muchachos... -Hizo una pausa y añadió: -Mirad, haced lo que os venga en gana, pero no perturbéis la paz del bosque.
Les dio la espalda y emprendió su
vuelta a casa, dejando atrás las risas ahogadas de los jóvenes.
-¡Buenas noches!- gritó ella. Y,
tras una pausa: -¡Y gracias!
El viejo giró la cabeza hacia
ellos, con una mirada indescifrable, y vio que la chica agitaba su mano en señal
de despedida. Cuando ya lo perdieron de vista, los dos volvieron a meterse
detrás del peñasco, de donde no tardarían en escaparse gemidos de placer entre crujidos de agujas de pino y palos. El
guarda del bosque, que había terminado de descender por la pendiente, ya no oía
nada. Se encontraba al pie del pantano, y había apagado su linterna. Echó un
vistazo al otro lado, a la derecha, y vio su casa, que tenía las luces encendidas. Era lo
único que brillaba en la oscuridad, y se dio cuenta, con cierta aflicción, de
que, de alguna manera, perturbaba la paz del bosque. Se echó sobre las invisibles margaritas y, apoyando la cabeza sobre un
brazo, se dispuso a dormir allí mismo. No es cierto que su casa era lo único
que brillaba en la oscuridad. Ahora la luna, grande y redonda, se derramaba sobre las
tranquilas aguas, cuyo cómplice silencio hizo que, por fin, el viejo pudiera dormir aquella noche.
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