lunes, 14 de julio de 2014

El valle nocturno

En la sierra de Guadarrama de Madrid, a unos 52 kilómetros al norte de la capital, se encuentra el valle de La Jarosa, en cuyo centro yace un pequeño pantano rodeado de praderas de margaritas y menta-poleo que perfuman el aire y, tras ellas, extensas pendientes con pinos silvestres y algunos riachuelos. Entre esta vegetación, sumergida en los árboles, se encuentra una casa de fachada blanca y tejado grisáceo oscuro, donde habita el guarda del pantano. El guarda del pantano es un señor viejo y demasiado solitario que se ha resistido, bajo cualquier circunstancia, a abandonar aquella casa donde vive desde siempre. Su función no se sabe exactamente, pues hace mucho tiempo que allí en la sierra no hay nada de valor que a nadie interese robar, salvo quizás las cuatro vacas que mantiene el propio hombre, y un par de gallinas, perdidas la mayor parte del tiempo. Por otro lado, la depuradora del embalse tiene sus propios guardias bien pagados. El guarda del pantano simplemente está ahí, vigilando el pantano, y la verdad es que nunca ha sucedido nada perturbador en el valle, ya sea porque él está ahí o porque nada había de suceder. Una noche, sin embargo, se despertó inquieto de repente, tomó su linterna y salió, somnoliento, a comprobar que todo estaba bien. La noche era tan cerrada, tan sin luna, que apenas veía el camino bajo sus pies, y no lograba deshacerse por completo del sopor que le embargaba. Tal vez fuera eso, o no, por lo que instantes después se encontró con un ciervo al lado de un árbol, al que el viejo guarda miró y escuchó decir –sí, decir- “ya están aquí”, mientras el animal le miraba fijamente. El viejo sacudió un poco la cabeza, volvió a mirar y encontró al ciervo comiendo hierba.
-¡Eh! – trató de llamar su atención, pero el ciervo ni se inmutó.
Siguió pues, caminando, y pensando, a pesar de su alucinación, en qué querrían decir esas palabras. ¿Quiénes podrían ser ellos? ¿Y dónde estarían? El viejo quiso volver a casa a por una pala, o a por su bastón, para tener algo con que protegerse, pero algo le impulsó a seguir hacia delante, por los caminos que no conducían al pantano, sino que se alejaban de él. Subiendo una ligera pendiente escuchó ruido entre unos matorrales a su izquierda y, antes de que pudiera asustarse, apareció ante sus ojos una liebre, que se paró en el centro del camino y le miró fijamente. Ésta era una conducta ciertamente extraña en una liebre. El guarda del bosque esperó a que cruzara al otro lado, pero en lugar de eso escuchó al animalillo decir, con voz muy fina, como un pitido:
-Han vuelto, han vuelto y no se van.
El viejo, ya harto de tanto desconcierto, se decidió a entablar conversación con la liebre, preguntando:
-¿Quiénes han vuelto? ¿Dónde están?
El animal se asustó al oír la voz ronca y rajada del anciano, pero mientras huía hacia la maleza, se le oyó lanzar al aire unas palabras:
-Arriba, junto a los grandes peñascos. ¡Pero, recuerda, siempre vuelven!
El guarda del pantano, con la mano pegada a su linterna, avanzó con tímidos pasos hacia donde el animal le había indicado. Aquellas rocas estaban apenas a unos metros de distancia, por eso iba con cuidado.
-¿Hay alguien ahí? –gritó.
El hombre era demasiado viejo como para inventar otra frase con que increpar a los supuestos alborotadores. Como siempre sucede en estos casos, nadie contestó. No obstante llegaron hasta sus roídos oídos algunos sonidos que no correspondían a la vegetación o a la fauna habitual, pues parecían más bien como murmullos apagados.
-¡Salgan de ahí cuanto antes! – ordenó con decisión el guarda. Tenía la seguridad de que, fuera quien fuera, hubiera venido para lo que hubiera venido, si había alguien se escondía detrás de los grandes peñascos que tenía enfrente, alzados en aquella montaña como estatuas majestuosas contrarias al tiempo.
No avanzó más, se limitó a escuchar con toda su atención, de modo que escuchó ruidos de nuevo detrás de las rocas, esta vez como pisadas que hacían crujir las agujas de los pinos y los palos. El viejo tenía los nervios a flor de piel a causa de la incertidumbre, fue esto lo que le impulsó a avanzar rápidamente rodeando la roca, y fue así como descubrió con desagrado que, efectivamente, había dos personas ahí: una pareja de jóvenes semidesnudos que trataban de vestirse inútilmente.
-¡Aparta eso, viejo! – dijo la chica, refiriéndose a la luz de la linterna, mientras terminaba de abrocharse los pantalones y agarraba la camiseta para ponérsela.
El viejo accedió, desconcertado, y volvió sobre sus pasos al otro lado del peñasco. Sentía como si, en ese preciso instante, el velo de sueño que le había cubierto durante la noche desapareciera de pronto. Estaba más despierto que nunca, pero no lograba encajar los acontecimientos que se habían sucedido, empezando desde que se despertara de golpe. ¿Cómo era posible que, a esa distancia de su casa, pudiera haber oído cualquier cosa estando dormido? Su sueño solía ser tan profundo que había quien le había creído muerto o en coma en ciertas ocasiones. Irónicamente, nada podía despertar al guarda del pantano que no fuera él mismo, y difícilmente puede despertarse uno a sí mismo mientras duerme. El viejo ni siquiera quería reflexionar sobre su charla con los distintos animales: no tenían ningún sentido. Sin duda, estaba enloqueciendo. Sus párpados hinchados querían llorar, pero justo aparecieron los dos jóvenes, ya vestidos, y le preguntaron.
-¿Qué ocurre?
-Nunca viene nadie por aquí de noche, ¿qué es lo que hacéis?
-Pues me parece que está bastante claro -sostuvo el chico-. ¿Es que no podemos estar aquí? Además, eso que dice es mentira: nosotros solemos venir.
El viejo no supo qué contestar. Sinceramente, le era indiferente, pero por alguna razón se vio obligado a responder.
-El monte de noche es peligroso, muchachos... -Hizo una pausa y añadió: -Mirad, haced lo que os venga en gana, pero no perturbéis la paz del bosque.
Les dio la espalda y emprendió su vuelta a casa, dejando atrás las risas ahogadas de los jóvenes.
-¡Buenas noches!- gritó ella. Y, tras una pausa: -¡Y gracias!
El viejo giró la cabeza hacia ellos, con una mirada indescifrable, y vio que la chica agitaba su mano en señal de despedida. Cuando ya lo perdieron de vista, los dos volvieron a meterse detrás del peñasco, de donde no tardarían en escaparse gemidos de placer entre crujidos de agujas de pino y palos. El guarda del bosque, que había terminado de descender por la pendiente, ya no oía nada. Se encontraba al pie del pantano, y había apagado su linterna. Echó un vistazo al otro lado, a la derecha, y vio su casa, que tenía las luces encendidas. Era lo único que brillaba en la oscuridad, y se dio cuenta, con cierta aflicción, de que, de alguna manera, perturbaba la paz del bosque. Se echó sobre las invisibles margaritas y, apoyando la cabeza sobre un brazo, se dispuso a dormir allí mismo. No es cierto que su casa era lo único que brillaba en la oscuridad. Ahora la luna, grande y redonda, se derramaba sobre las tranquilas aguas, cuyo cómplice silencio hizo que, por fin, el viejo pudiera dormir aquella noche. 

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