El ejército de abrazadores hemos quedado a las 11:30 horas en la puerta de la residencia. Me voy comiendo el desayuno por el camino: el mundo no puede esperar.
Cuando me doy cuenta, ya estamos perdidos por esos pasillos silenciosos, siniestros y llenos de paz que todos temen. Una señora me mete en su habitación para enseñarme la Giralda de Sevilla, que tiene junto a la figura de una gitanilla. Me enseña las fotografías que hay alrededor, en cuyos pies ha puesto varias flores. Me comenta, como quien no quiere la cosa, que su marido murió hace tres años atropellado por un camión y sigue enseñándome la habitación con entusiasmo. Otra mujer que no quiere un abrazo se pasea continuamente por los pasillos con mirada dura, impasible; sus ojos son dos pozos donde, si no tienes cuidado, puedes caerte y hacerte daño. Yo nunca tengo cuidado. Otra mujer me informa, desde el fondo de su habitación, que ella solo quiere abrazos de su familia, no de desconocidos.
La mayoría de los ancianos a los que abrazo me dan besitos de abuela, así, muchos seguidos, muá, muá, muá, con el hocico. Algunos hasta pretenden darnos paga. Yo los abrazo como puedo, teniendo en cuenta las sillas de ruedas, les acaricio la cabeza, digo cualquier cosa que probablemente no tenga mucho sentido y sonrío. Un hombre me comenta que le da igual que nos vea su mujer o sus hijos. Más allá, observo a una anciana pequeña, con pelito gris y boca arrugada. Está de muy mal humor, dice, porque la han engañado la han encerrado hace dos días y no quiere un abrazo bajo ningún concepto. Yo pienso si no estamos superficializando los abrazos, pero se me olvida cuando veo a un señor estirando los brazos desde su silla, pidiendo de nuevo la calidez de otro cuerpo que le abrace, o la alegría de la señora que estaba comiendo la sopa. Un señor sin dentadura, con los pelos grises y tiesos y la camiseta blanca de tirantes metida por dentro del pantalón de chándal nos pregunta que cuándo le vamos a mandar las fotos. Recuerdo a la anciana alegre de ochenta años que hace un momento nos cantó una copla.
Tras la primera expedición, nos encontramos sentados en los sofás de un modesto hospital, mientras un chico abrillanta el suelo del hall, pasando una y otra vez frente a nosotros. Rodri se pasea por allí alzando el cartel de “abrazos gratis” cuando otro niño pasa por su lado y le dispara sin miramientos con una escopeta de juguete. ¡Pum, pum! Cada cual que interprete la metáfora como prefiera.
La gente pregunta por qué damos abrazos a lo que yo respondo “porque sí” y les pregunto si quieren uno. Y descubro que hay personas que solo necesitan una excusa para abrazar.
Nuestra tercera expedición ocurre en Atocha. Pregunto a un grupo de guardias de seguridad si quieren un abrazo. Me dicen que no pueden, les digo que no me lo puedo creer que si les van a multar y que qué va a poner en la multa “¿multado por abrazar?” Me señalan las cámaras, se ríen, ninguno está dispuesto a romper con la norma pero me instan a abrazar a la demás gente les digo que no se preocupen porque me van a dar muchos abrazos y me voy, mientras se ríen, a abrazar señores extranjeros. Me vuelvo mendiga y vagabunda y me siento triste porque casi nadie me quiere abrazar. Pero sé que los que lo hacen lo hacen de verdad, son gente a la que le queda un poco de poesía en el corazón. Incluso a los corazones piedra a los corazones cuchillo les queda un poco de poesía en el corazón. Me siento al pie de una columna y sonrío cuando a mi compañera, que se pasea alzando un cartel, se le acerca alguien completamente desconocido que quiere un abrazo de un cuerpo que nunca ha tocado y que no le importa de quién sea porque sabe que lo que se abrazan no son los cuerpos son las almas.
Sin embargo, me pregunto si se nos acercaría mucha más gente si llevásemos escrito en el cartel “me dejo patear” o algo así. Pero para ser justos: no.
Cojo mi cartel, me pongo de pie con una sonrisa para comprobar si alguien me distingue de la columna. Una chica joven muy arreglada me mira un breve instante y sé que mi mirada y mi sonrisa la han desafiado. Al rato veo una fila de niños que vienen de excursión y empiezo a gritar “¡Abrazos gratis, chicos! ¿Quién quiere?” Uno levanta la mano, nos abrazamos y terminamos siendo una enorme piña naranja de niños y yo. Y hay gente que se abalanza sobre nosotros los abrazadores y otra que por nada del mundo rompería su coraza cargada de convenciones sociales. Y un chico se me acerca, me abraza muy tieso y se va sin mirarme ni decir nada por donde ha venido y yo le quiero.
Los de seguridad siguen sin querer abrazarme. Es inútil.
Me pregunto cuánta gente me habrá abrazado por pena; espero que poca. Veo cómo, de entre un grupo de chavales, uno disfrazado de mujer (tetas postizas, vestido, el pelo del pecho al viento) va directo a abrazar a mi compañera. Me río del cachondeo general. Posteriormente se dirige a mí, dudando porque aunque porto un cartel estoy sentada. Sus amigos le incitan, yo me levanto y corro hacia él, salto para abrazarle, me coge, damos vueltas mientras los demás gritan y aplauden. “Sigue así” me dice, y se va, y yo no sé qué hacer con esa sensación de haber roto con todo en la estación de Atocha. Con esa sensación de rebeldía de JODER SÍ.
Un señor mayor rechaza nuestro abrazo, nos pregunta dónde está el jardín y le proporciona a mi compañera una explicación: no nos abraza porque olemos mal. A pesar de que no se ha acercado a más de dos metros de nosotras, decido olisquearme disimuladamente. Huelo mejor que nunca.
Una vez en el Retiro, dispuestos para la expedición final, un coche de Policía pasa a nuestro lado. Una compañera les ofrece un abrazo, sonríen resignados y pasan de largo, seguidos de dos motos. Vemos que más adelante se detienen y dan la vuelta. No sabemos qué pretenden, si detenernos o abrazarnos. Se bajan del coche, se quitan los cascos, y nos abrazamos todos durante un buen rato, de uno en uno, en corro, nos dejan incluso sacar fotos y a mí, que estoy eufórica, se me rompen todos los prejuicios.
En la Feria del Libro el flujo de abrazos es inagotable. Niños, niñas, mujeres, hombres, adolescentes, vendedores de cupones…Un poeta me recita elocuente un poema infantil. Su compañero intenta venderme el libro. Al poeta le digo que es lo mejor que me han regalado hoy y decidimos volver a vernos en otra vida más tranquilamente. A medida que pasa el tiempo me escuecen los ojos, me duelen los brazos; por un momento nada tiene sentido, pero yo sigo. Finalmente mis compañeros, embriagados de abrazos, se olvidan de mí. Les alcanzo. Yo, después de nueve horas, ya no soy persona cuando me siento junto al lago; podrían perfectamente confundirme con una trucha enorme de las que saltan detrás de mí intentando matarme.
Me duelen los pies. Todavía nos asalta y es asaltada por nosotros gente de vuelta a la estación. Perdemos el tren. Me duelen los pies. Todavía me quedan ganas suficientes como para abrazar mi cama.
Un hombre con una guitarra desgastada y todo desgastado, hasta la mirada, se sube al vagón y dice que él no es músico que es albañil pero que necesita ganarse la vida, como si la hubiera perdido. No canta bien pero yo le quiero le admiro igual. Cuando pasa por mi lado le doy todo lo que tengo: diez céntimos y un abrazo. En medio del tren. Con todo el mundo absolutamente todo en silencio. Me dice con sinceridad que es la mejor propina que le han dado nunca, que muchas gracias. Yo le creo y le sonrío con el corazón hecho un ovillo mientras Carlos le da otro abrazo. Espero que los lleve a cuestas durante mucho tiempo para que le salga una bonita canción. En la estación, unas adolescentes se entusiasman porque les dejo el cartel y les digo que tienen que conseguir al menos un abrazo. Lo consiguen.
Es de noche y no hace frío; camino hacia casa con la sensación de que el universo intenta transmitirme algo demasiado grande para alguien tan pequeña como yo.
Qué bonito, Sonia, abrazar a desconocidos por la calle pero escupir en la cara a tus mejores amigos bajitos.
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