-¿Qué piensas? - pregunté.
-Nada.
Decepcionada, por un instante, sentí como embotellado el corazón, mas logré tranquilizarme diciéndome que estabas vivo y, por tanto, pensabas. No estabas muerto. Tan solo no querías, no sabías, o podías, compartir lo que pensabas. Yo lo averiguaría. Con profunda ternura seguí acariciando el cuello que se me prestaba o se rendía, hacia arriba... hacia abajo... muy suave... ¿Te oí gemir? No sabría decirlo, porque para mí no había nada más que tu cuello, principio y fin de todo pensamiento mío y por el que, ¿por qué no? llegaría a los tuyos. Quería robarte los pensamientos, amor, ya te lo he dicho. La escena, pude percibirlo, se tornaba erótica de a poco. Y percibía con sorprendente exactitud el punto en que mis yemas entraban en contacto con la piel tuya, de forma intermitente. Eso me cautivaba. Fui aumentando la presión y los puntos de contacto: ahora te acariciaba mi mano entera, podía notar tu nuez, incluso. Tú creías que jugaba a estrangularte para aumentar tu erección, y así lo hiciste, pero mi objetivo era otro: llegar a tus pensamientos... Como ahora estabas girado hacia a mí, veía la pasión en tu rostro, y tú la excitación en el mío. Me moví de golpe y me aplasté contra tu cuerpo; encima de ti, nuestros rostros casi se tocaban. Te besé y tú te movías inquieto, y mi mano agarraba más y más tu cuello. Me sentía muy emocionada porque quería llegar hasta tu esencia. Noté el momento en que tu cuerpo cedió al mío, se rindió, te dejaste hacer, te dejaste desvestir la piel. Mis dedos y mis uñas jugaban a querer y a poder y caían pétalos de rosa sobre la cama, pero eran rojos. No sé si lo logré, me quedé dormida sobre tu pecho, abrazándote, con las manos llenas de flores de todos los colores. Quería robarte los pensamientos...
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