Todos habían apreciado el cambio. Desde hacía días, se comportaba de manera extraña, aunque extrañamente familiar. Similar a la de los hijos, primos, hermanos pequeños. Si se enfadaba, replicaba, se enfurruñaba inocentemente o se apartaba como un animalillo. En las mañanas frías, cuando al bajar las escaleras del Metro la invadía el calor que éste desprendía, sonreía tan fuerte que parecía que iban a estallarle las mejillas. Las personas más cercanas a ella, aseguraban oírla hablar sola a menudo, desde la ducha hasta viendo la televisión. Tampoco era raro verla susurrando por la calle. Era evidente que hablaba con su gato. Esperaba con ansia la hora de merendar. Si consideraba que alguien o algo hería sus sentimientos, se ponía tan triste que no podía disimularlo: un matiz de melancolía le subía a los ojos e informaba al viandante en forma de brillo misterioso. Cuando, por el contrario, se encontraba en un estado de ternura, su voz adoptaba un tono tan infantil, sus palabras eran tan ingenuas, que lo difícil era no proporcionarla toneladas de cariño. Se fijaba en lo más insignificante y con ello también se entretenía: una luz, una mariquita, unos zapatos bonitos…
Algunos psiquiatras aficionados a opinar fuera de la consulta, afirmaban que había decidido actuar así, como una niña, con el objetivo de regular sus emociones. No era normal esa forma de entusiasmo por un atardecer, por una hormiga.... Todavía no tenían trastorno para su nombre.
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