Me escondí bajo las sábanas y la amarilla colcha y te miré con
ojos de búho. Tú no estabas: dormías. Aun así yo te seguí mirando,
elevando mi cabeza a la altura de la tuya, con el temor de que de golpe
abrieras los ojos y me vieras como a una niña curiosa. Porque eso es lo que
era, supongo. Cómo puede llegar a maravillarme la mejilla de una cara que llevo meses
viendo es algo que ni yo termino de explicarme. Sencillamente me asalta un intenso deseo de comprender, y la iluminación de cada poro en la mejilla es algo fascinante
e inexplicable. Y sin embargo no tenemos nada que ver. A ti te sorprende que te
pregunte por qué los pájaros se desplazan así, dando saltitos. Me respondes que
todos lo hacen de ese modo como si eso importara. Y yo reacciono volviéndome irónica y
mordaz porque no compartes mi deseo de penetrar en el mecanismo de las patas del
pájaro; y te exijo que, ya que eres tan listo, me lo expliques. Es entonces
cuando tú me proporcionas una respuesta tan simple y lógica que me hace sentir estúpida. ¿Pero qué es lo que les ha hecho evolucionar
así…? Ahí estaba yo, agazapada en mi hábitat natural, entre las sábanas de
ositos cuyo estampado no me importa porque soy bastante descuidada con esas
cosas. Cualquier otra persona que fuera como yo, tendría la cama hecha y
ordenada la habitación porque así es como le gusta que estén las cosas, pero yo,
que en realidad soy como soy, solo soy capaz de hacerlo a medias porque me
faltan los motivos necesarios para creer que la otra mitad merece la pena. Por eso las sábanas eran rosas con osos y corazones pero podrían haber sido verdes y con rayas. Tú
podrías haber abierto los ojos y sonreído, somnoliento, ante tu público, y sin
duda así es como reaccionaste instantes después. Pero ahora yo adoptaba mi forma de bicho
bola, encogiéndome sobre mí misma, con la mirada oculta y desplumada. Al
moverme te moviste tú y me rodeaste con tus brazos. Al rato caí dormida y se
acabó. No recibí ninguna explicación sobre la repentina atracción de tu
rostro a las cuarto de la tarde de un miércoles en que yo hallaba, medio
muerta, mi libertad tras los exámenes finales. Tampoco sobre la forma en que se desplazan los pájaros, o sobre qué es lo que impulsa a las mariquitas a no
desplegar las alas aunque estés a punto de aplastarlas con la punta de los
dedos, o a volar en cambio cuando no haces el menor movimiento. En su lugar
soñé con que nuestras pupilas eran, en realidad, trozos de cuerpos de hormigas
negras. Y tan bien colocados que parecía mentira…
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