Los cabellos grises del hombre saludaban al viento.
Se dieron la mano, y el abrigo rojo de ella cantaba y bailaba sobre el resto
del mundo. El resto del mundo era una maceta donde nada había plantado. Las cigüeñas
seguían allí, bajo el pálido sol de una mañana amedrentada de noviembre. No
había niños en la plaza, cómo iba a haberlos: era domingo. Los domingos se
bajan todas las persianas y se limpian todas las cortinas o se queman. Ya había
gente entrando al estúpido centro comercial, aunque probablemente no comprarían
nada ni se preguntarían el porqué de sus acciones. Oh, por un lado un
muchacho piensa cuándo será la próxima vez que le toca drogarse para olvidarse
de todo y por otro una muchacha espera sentada en el parque, o bien a que termine
su dudosa existencia o a que de un momento a otro surja purpurina de las hojas
de los árboles frondosos. Sentada sobre un tronco seco se pregunta sobre el
sexo de las mariquitas. Tirado en la cama escucha música a todo volumen y le
encanta. Y mientras una nube, quizás una niebla de hambre se extiende por todos
los rincones del planeta pero el hambre no sabe exactamente lo que quiere. Y
los que tienen sed se conforman con saciar su hambre mirando esa nube
sospechosa. ¿Y dónde está el agua? Se entretiene cobijando los cuerpos desnudos
de las muchachas bonitas de largas y cortas cabelleras. Está muy ocupada y por
eso no puede atender a los sedientos. ¿Y dónde está el miedo? En todas partes,
secuestrando a la libertad, dejándola morir de hambre, dejando desamparados a
los hombres de esta tierra verde radiactiva.
Allá en el monte, muy alto, una pareja de
ancianos campesinos enciende la televisión, el telediario de las dos dice: “…un
hombre muy tonto ha creído que sería capaz de atracar un banco pero gracias a
Dios no ha habido víctimas y las gentes han podido estar en casa para la hora
de comer es decir para ver el telediario que está usted viendo. Que tengan una
buena tarde. Ya es Noviembre. Y ahora: el tiempo. Hace frío.”