jueves, 29 de agosto de 2013

Hueso de melocotón

Hoy he tenido una especie de revelación que me ha angustiado el corazón terriblemente y por unos instantes se me ha antojado lo peor del mundo. No es nada en lo que no hubiera pensado antes, pero lo pensé con tal intensidad que podría haberme quitado la vida si hubiera durado un poco más. Sucede que, entre pensamiento y pensamiento inconexo, algo en mi interior planteó la posibilidad de que yo no pudiera volver a amar nunca más. Si hay algo peor que no ser amado, es no poder amar.  Eso pensé.
Ahora que no soy presa de un sentimiento intenso que nubla la razón, recuerdo cuántas veces he deseado precisamente eso: no sentir nada. Lo he llegado a desear con tanta fuerza que resultaba desproporcionada para mi corta edad, pero no he sabido vivir de otra manera que dando tumbos, y así he llegado hasta aquí; aparentemente casi entera. Ahora intento correr más rápido que el miedo y el dolor, hasta el punto de que a veces me pregunto si no me estoy engañando a mí misma, sin embargo juraría que no he visto la realidad más cerca. Una vez alguien me dijo algo así: “he aprendido a ser como el viento, resbaladizo, incapturable”. También yo me siento de esta forma, con la necesidad de que nadie me vuelva a atrapar, ni siquiera yo misma. Voy tomando de todo un poco (si estás pensando en droga, también sirve), miro a los ojos a la gente y no doy a las cosas la importancia que se merecen, sino la que a mí me apetece. Si la vida tiene que ser una montaña rusa, rápida y constante, que lo sea, pero no volveré a quedarme quieta en una bajada; se supone que tiene que ser divertido. Río más que nunca y por cosas de las que probablemente no debería. Me atrevería a decir que parezco tonta y ridícula, y hago las veces de bufón intentando hacer reír a los demás, pero no sabéis lo bien que me siento.
Últimamente hay noches en las que no duermo, días en los que tengo algo de ansiedad, raramente hago lo que me propongo en el horario establecido –por mí-, mi habitación no podría estar más desordenada, estar en la calle es prácticamente una necesidad y suelo pasar el tiempo como esperando a que suceda algo que no sé lo que es. Tal vez huyendo. En verdad creo que no espero nada, me ciño a los acontecimientos o los creo. La idea de lo efímero de las cosas hace que vaya por ahí a toda velocidad, igual por eso me gusta patinar, y me digo que da igual durar muchos años o pocos, lo importante es vivir mucho en poco tiempo, o simplemente vivir.
Parece mentira que ésta sea yo, quien hace poco se afanaba en buscar paz, tranquilidad, identidad. Nunca me había sentido más yo, o al menos no era consciente de ello. Sin embargo parece que tengo múltiples personalidades –supongo que influye el tramo de montaña en el que estés-, y no podría ser otra persona diferente a mí. Es tan absurdo, pero tan aterrador cuando se siente real… En fin, supongo que todo esto me convierte más o menos en una mala persona desde ciertas perspectivas, pero he aprendido que es mejor ser cruel que ser víctima de la crueldad. Reconozco que soy perversa y en ocasiones me importa un carajo lo que sienta mi interlocutor, y disfruto con estas cosas perversas, ¡y, por qué no, me gusta la promiscuidad! A veces quisiera ser deseada solo para decir: Eh, soy mía y de nadie más, aparta. ¿Qué diría Buda de mi ego? Pero no me siento más que nadie (bueno, lo intento, porque hay personas con las que no se puede);
intento ir a mi bola, pasar por los sitios sin hacer mucho ruido o bien haciéndolo todo, y meterme de vez en cuando donde no me llaman. La teoría y la práctica siempre han sido, en mi caso, cosas completamente distintas a la hora de llevarlas a cabo. Y tampoco es que ahora sea muy diferente.
El quid de la cuestión es: odio el amor tanto como él me odia a mí, pero el amor, lo que se dice amor, lo tengo por todas las cosas -menos por el amor-. Amo los amaneceres y los atardeceres, las noches y sus gajos de mandarina, la poesía y leer, aunque reconozco que leo menos de lo que debería. Tampoco me he olvidado de los gatos y otras cosas, solo he ido creciendo dejando atrás lo (in)necesario. Sigo siendo aquella poeta que nunca he sido, sigo teniendo heridas (más ciertas éstas que aquéllas), y las cicatrices ya no duelen tanto –sí, ignorante, las cicatrices también duelen-. También yo necesito cariño, me gustan los abrazos y las frases susurradas al oído, y mi nombre pulcramente mencionado. Amo a mis amigas, a mis amigos, a mi familia. Amo cosas que antes odiaba y odio cosas que más tarde amaré. Y, aun así, la mayoría de las cosas me dan igual. Definitivamente, no voy a buscar algo que no quiere ser encontrado, suficiente tengo con encontrarme a mí misma entre tanto caos violentamente ordenado. 
Aún os veo.

miércoles, 28 de agosto de 2013

En La Manga no.

El agua era casi cristalina, la arena no era del todo lisa, al andar podías pisar conchas u otras cosas que prefería no saber. A pesar de mi respeto al mar, no era la primera vez que me bañaba en una playa con tantas olas. Mi principal miedo era la posible presencia de criaturas marinas que pudieran atacarme. Nunca entendí por qué la gente se adentraba con tanta parsimonia en aquellas aguas salvajes; lo mínimo que podía suceder es que les picaran las medusas, y sin embargo era lo que más temían. Pero por lo general -y eso que siempre iba mirando al suelo o intentándolo- solo veía pequeños peces que resultaban inofensivos porque siempre huían cuando te acercabas. En realidad nunca llegó a atacarme ningún bicho, ni siquiera una miserable medusa. Nadie se explicaba mi acusado temor al mar, no obstante, a mí me resultaba lo más racional y prudente. ¡Cuántas muertes, cuántos avistamientos de animales peligrosos a lo largo de los años…! Así que me mantuve firme en mi temor, si es que me quedaba otra opción.
Esta vez iba, como tantas otras, procurando mirar el suelo a través del agua, no alejarme mucho de la orilla y esquivar cualquier cosa sospechosa (una alga, una sombra…). Había una fuerte corriente que te arrastraba hacia la derecha y, para mi sorpresa, más que asustar me divertía. Comencé a jugar con las olas lanzándome contra ellas o dejando que me arrastraran donde quisieran; pero mis temores no tardaron en aflorar de golpe. Algo me tocó el pie y chillé. No es éste un acto inusual, pues siempre lo hacía cuando algo me rozaba por debajo del agua, aunque fuera un objeto inerte y común.
Me dispuse a correr para alejarme del lugar cuando comprobé que la cosa “me agarraba”. El agua solo me llegaba a la cintura y hubo un momento de calma que me permitió, dentro de mi pánico, observar lo que era: una culebra. Del susto no pude gritar, me paralizó y lo siguiente que hice fue huir. Pero otras culebras, quién sabe cuándo y cómo habían aparecido, se enredaban también en mis piernas y me hacían tropezar. Su contacto era asqueroso; me rozaban con sus cuerpos viscosos como una caricia infernal. Agradecí que, después de todo, no me causaran otro daño más allá del psicológico. Entre tropiezo y tropiezo la corriente me arrastraba con cada caída y me alejaba más y más de nuestra sombrilla, pero a pesar de mis socorros nadie se inmutó. Aquello parecía no estar sucediendo para el resto del mundo.
Empecé a dar patadas a las criaturas: se alejaban pero inmediatamente volvían y se reían de mí, y yo miraba en todas direcciones, sobre todo hacia atrás. Mis mayores miedos siempre tenían su origen atrás, donde el mar se prolongaba hasta el infinito como una broma cruel, cruel y bella. Me aterraba pensar qué podía ocultarse ahí, ¡y el los tiburones! Se decía, y se creía firmemente, que nunca podrías encontrar un tiburón en esa zona del Mediterráneo, que las probabilidades eran ínfimas, lo cual me tranquilizaba, mas no lograba erradicar mi creencia de que acechaban en todas partes. Solo esperaban el momento oportuno. Por otro lado, no esperaba encontrarme uno jamás, pero cuando pensaba en ellos corría a refugiarme en tierra firme. Yo era el único de mi familia –tal vez del mundo- que sabía correr en el agua, no sé cómo aprendí.
Las culebras comenzaron a irse sin causa aparente, la descubrí cuando volví a mirar atrás. ¡Una aleta de tiburón! Se acercaba lentamente, porque sabía que por mucho que yo corriera conseguiría alcanzarme. Una agonía indecible se apoderó de mí. En un principio pensé que si no me movía quizás pasaría desapercibido, pero un segundo después decidí que lo más sensato era correr y corrí más rápido que nunca; como en todas las situaciones límite de la vida, no había tiempo para razonar ni lamentarse. Caí en un hoyo y el animal aprovechó el momento para atacarme, lo noté en cuanto hincó sus dientes en mi pierna. Maldigo la hora en que Dios dotó de tantos dientes a un solo animal, he barajado la hipótesis de que se confundió, o le sobraron, y no le quedó más remedio que dárselos a esta bestia. Mi grito desgarrador no alertó a nadie, seguí avanzando hasta la playa, tan cercana y tan imposible, arrastrándome con el tiburón coleando violentamente sin soltar mi carne. Me pregunté por qué no me la arrancaba ya de cuajo y acababa con tanto dolor. Todo a mi paso se volvía rojo, y yo estaba a punto de desfallecer. Un instante después ya no había dolor, solo una sed terrible y un absurdo desolador.


Caí, pero lo conseguí. Estuve muerto sobre la arena y al abrir los ojos vi las estrellas. Porque era de noche y porque me faltaba media pierna. Ya no había nadie allí, ni siquiera las cobardes culebras que se habían aliado con el diablo. ¿Y yo…? ¿Acaso alguien puede asegurar que estaba yo?

domingo, 25 de agosto de 2013

Relato de dos prostitutas

Estaban dos chicas sentadas en un banco descascarillado y un viejo las observaba en la distancia. Una de ellas miró hacia atrás, pero no vio nada. Los murciélagos cazaban polillas bajo la luz de la luna, que se confundía con la de una farola moribunda que yacía sobre el vacío. Y, aunque al mirar atrás Sonia no vio nada, al volver la vista al frente vio el rostro del anciano entre esta luz. Muy pocas personas tenían la capacidad de ver las almas muertas; Sonia era una de ellas. La tierra empezó a desaparecer, los arbustos, las farolas, las casas podridas desaparecieron y a sus pies surgió una masa blanca y deforme llena de rostros. Quiso lanzarse a ella y besarlos, y lo hizo. Uno de ellos la atrapó y ella intentó huir, forcejeando, hasta que le miró y descubrió que era él. Él, que se había ido, con quien había soñado tantas noches…
-¿Quién eres? – preguntó Sonia.
-Nadie.
-Entonces, ¿por qué te veo en mis sueños?
Pero justo en ese momento él se desvaneció de entre sus brazos y apareció de nuevo la tierra, la hierba, las farolas y las casas que se inclinaban esperando a derrumbarse –pues hay quien solo quiere ser ruinas-.  A su lado, Cristina, y más allá el viejo, quien las observabas tras sus rejas invisibles. Solo que ahora era una persona de carne y hueso, a pesar de que hacía mucho tiempo que no tenía alma porque se la había echado de comer a los conejos. Todo siguió: la luna llena vertía su leche sobre los campos de trigo y un caballo resoplaba. 

jueves, 1 de agosto de 2013

Conclusión


Las calles huelen a ratas en almíbar
y el cielo es una gelatina
que cuelga frágilmente
sobre nuestras arqueadas articulaciones.
Desprovistas de silencio
las cloacas intentan atraernos
con bastones
dignos del dios de las cigüeñas.

Pobre el pez que yace en la pecera
de algún palacio maligno
y pobre aquél que vive
en ríos contaminados de azufre,
pues no es más
quien más larga tiene la cabeza
sino quien más corto tiene el pene. 

Una serie de progresivos desvaríos

Tu sombra baila sobre el asfalto mientras
las gramíneas se susurran cosas al oído,
cosas hermosas y cosas tenebrosas
y cosas, cosas, cosas,
siempre cosas…
Algo me aprieta en el centro del pescuezo
y una mancha lo emborrona todo
con la gracia
de mil alfileres aceitosos.
¿Oyes esos pajarillos?
Vienen a comerte el cráneo.
Arden en deseo los cepillos
por ser peines.
Arden achicorias entre gases putrefactos
de verdad y, despiadados,
gritan los alveolos al respirar.
No cuentes tus secretos al silencio,
ahora existe el teléfono,
ahora bailan las sombras
y gustan los sueños.
Los rinocerontes jamás fueron tan bellos. 

*Información adicional:

Achicoria:
1. f. Planta herbácea de la familia de las compuestas, de hojas dentadas, ásperas y comestibles.

Realmente creo que soy una achicoria.