Decidimos ir a la Feria del Libro
que instalaban todos los años en el parque del Retiro, en Madrid, donde
nosotros vivíamos desde lo que nos parecía demasiado tiempo. Quedamos por la
mañana temprano, sobre la hora de comer: la una. El madrugón me dejó exhausta,
así que no pude llegar antes de la una y media, sin embargo, Dylan no estaba allí,
¿se habría ido? No, llegó diez minutos después por culpa de un apretón de
última hora; podría no habérmelo creído, pero por desgracia conocía el trágico
aparato digestivo de mi amigo, y su pésima salud en general, por lo que no pude
hacer otra cosa que creerle y compadecerle, casi le agradecí que hubiera venido
hasta aquí. Nos dirigimos hasta el principio de la interminable hilera de
puestos, cargados de libros y de autores que iban a firmar, e intentamos
colarnos en ellos uno a uno para presentar nuestro tan estimado –por nosotros
mismos- trabajo. Sabíamos que éramos excepcionales, originales, y poseíamos
todo lo necesario para triunfar como artistas y darnos a conocer, dar a conocer
nuestras patéticas vidas plasmadas en papeles en forma de relatos y poesías,
Dylan incluso había escrito una novela con un interesante argumento sobre un
perro que baila. A decir verdad, solo intentamos infiltrarnos en aquellos
puestos en los que lo veíamos más fácil, o bien porque tenían la puerta de
atrás abierta y nos resultaba fácil asestar un golpe disimulado a quien hubiera
dentro, o porque el estante donde reposaban los libros era tan bajo que se
podía saltar, y otras tácticas por el estilo, de las que emplean los
profesionales en las películas o libros que mi amigo y yo tanto conocíamos
debido a nuestra escasa vida social: ni siquiera entre nosotros nos
agradábamos, y a veces, cuando quedábamos, fingíamos extraviarnos para perdernos
de vista un rato. Esto llamaba un poco la atención, en el sentido de que era
poco creíble, pues siempre nos terminábamos encontrando en el mismo sitio en
que nos desviábamos, pero odiarnos era nuestro secreto. De modo que cada uno
llevábamos impreso un pequeño libro, cuyas páginas habíamos recortado cuidadosamente
nosotros mismos y cuya cubierta habíamos construido con cartones duros y
pintura acrílica. Quedaron resultones, sin embargo, si lo que queríamos era
hacernos pasar por autores de prestigio que presentaban su último libro, más
valía que nos metiéramos en el primer McDonald que encontráramos a atiborrarnos
de patatas fritas mientras llorábamos por nuestro fracaso.
En el par de pequeños puestos en
que conseguimos hacinarnos, llamábamos a voces a la gente para que se acercara,
lo que a mí me daba un aspecto de gitana de mercadillo que pretendía vender a
cualquier precio sus últimas berenjenas, y Dylan… en fin, ni siquiera sabía
gritar, así que simplemente le ignoraban. Un par de personas, a los que tal vez
inspirábamos más lástima que interés propiamente dicho, se acercaron y pudimos
explicar con detalle nuestro estilo y obra, pero sospecho que solo nos
estuvieron entreteniendo hasta que vino un segurata que medía lo que calculé en
torno a los 2 metros de largo y 4 de ancho, y con uno solo bastó para que
desapareciéramos de allí para siempre con nuestros libros cochambrosos bajo el
brazo, pues desde entonces nos tienen prohibida la entrada al parque por ese y
otro motivo que relataré a continuación.
Desolados y sin saber qué hacer,
no solo para lanzarnos al estrellato, sino para rellenar lo que nos quedaba de
día (para una vez que salíamos de casa, nos daba pereza incluso volver), nos encaminamos
hasta el famoso lago con intención de observarlo, pues no teníamos un centavo,
el segurata nos había robado todo nuestro dinero a cambio de no denunciarnos a
la policía: en total diez cochinos euros, pero ahora ni para alquilar una barca
teníamos.
Entonces observamos el lago,
Dylan se coló por la valla que lo cercaba y tuve que ayudarle a salir, quitarle
un alga de la cabeza, y luego se me ocurrió el plan. Un elaborado plan que nos
permitiría acceder a las barcas y obtener, gratis, el paseo que anhelábamos
sobre las verdes y pestilentes aguas que veíamos. El plan era ir hacia las
taquillas, colarnos entre la gente y correr mucho para que nos diera tiempo, a uno
a desatar la barca, y a otro a obtener un par de remos. Mi tímido amigo aceptó
el plan, me felicitó efusivamente por mi inteligencia y nos pusimos manos a la
obra. Yo desataría la barca, él iría hacia el puesto de los remos. Colarnos fue
fácil: había mucha gente a pesar del moribundo estado del lago y de las barcas,
y apenas nos vieron un par de personas, a las que pisamos sin querer, pero al
confundirnos con cucarachas nos dejaron pasar de largo. El principal problema
fue que, al pasar por delante de la taquilla, la mujer de dentro dio un grito
de alarma y el viejo y gordo barquero empezó a perseguirnos, moviéndose pesada
y exageradamente de un lado a otro en un intento de correr. A mí me dio tiempo
de sobra a desatar la última barca, pero mi pobre amigo volvió con un ojo
semicerrado por un puñetazo que había recibido en el puesto de los remos, donde
le habían zurrado por imbécil. Nos montamos de un salto y con el pie empujamos
la barca lo más lejos posible de la orilla, dispuestos a iniciar nuestro místico
paseo por las aguas del Retiro y a reequilibrar nuestras energías espirituales,
que tan afectabas se habían visto en los últimos momentos. Sin remos, tuvimos
que meter los brazos hasta el codo para poder desplazarnos, pero a los cinco
minutos asumimos nuestra descoordinación y lo dejamos, de todas formas ya no
nos podían alcanzar, y al rato estábamos flotando a la deriva sobre el centro del
lago, sin dirigirnos la palabra, con cara de idiotas y ajenos a los gritos de
los trabajadores y de la seguridad. No obstante, no pudimos ignorar el ajetreo
que habíamos ocasionado cuando apareció un helicóptero sobrevolando nuestras
cabezas, en el que una voz masculina hablaba a través de un altavoz y nos
ordenaba detenernos inmediatamente, a pesar de que estábamos parados y medio
dormidos, despanzurrados a lo largo de la barca (aun así sobraba más de la
mitad) de forma totalmente inofensiva, lo que nos impedía comprender por qué se
había originado todo eso. Solo queríamos ser felices. Mi amigo Dylan se puso
nervioso ante el espectáculo y se lanzó al lago, a sus nebulosas y putrefactas
aguas, en un penoso intento de suicidarse. Lo peor fue que yo hice lo mismo, le
seguí, no para suicidarme, sino para ocultarme y fingir que nunca había estado
allí, mas no logré aguantar la respiración por más de diez segundos y salí pidiendo
socorro o un flotador donde agarrarme; siempre me dio miedo el mar y temía que
algo me agarrara, algo mutante, desde las profundidades, pese a que, si me esforzaba
un poco, podía hacer pie, pero eso me daba más miedo aún. Busqué a mi amigo
mientras chapoteaba y lo encontré unos brazos más allá, flotando y sin vida.
Más tarde, cuando nos sacaron, comprobamos que solo había ingerido aquella
sustancia líquida en que flotaban las barcas y la mierda y le había sentado
mal. Nadie comprendió nuestra actuación, aquello que nos había impulsado aquel
día a saltarnos tantas normas sociales, fueran o no delito, y ni nosotros
mismos pudimos explicarlo de otra forma que no fuera “porque nos apetecía”, y
por lo visto les dimos tanta lástima que simplemente nos largaron del parque para
siempre, bajo la amenaza de que, si volvíamos a alterar el orden público alguna
vez más a lo largo de nuestra vida, nos mandarían a un manicomio o nos pondrían
a trabajar en el McDonald. Mi imagen de mí con gorra y uniforme, sirviendo en
bandejas patatas fritas a gente que iba a llorar por su fracasos me causó tanto
pánico que agarré a mi amigo por el brazo, me lo eché a la espalda y salí
pitando del lugar, mirando mal a todos los presentes. A Dylan creo que le dio
más miedo pensar en el manicomio, porque allí no solían poner patatas fritas y
era probable que no le dejaran llevarse sus juguetes de coches y tractores, y
tampoco sus galletas Oreo.