Viniste
y no te fuiste hasta que te matamos.
Cuando yo llegaba a casa
tú venías
como si no hubieras estado allí hasta ahora
y ronroneabas
contándome qué se yo… las pestañas,
mientras me olisqueabas
y me decías “hola”.
Jamás venías, en cambio,
cuando me iba.
Habías comprendido perfectamente
la promesa implícita
en cada uno de mis besos:
que siempre
siempre volvería.
Volvería a mi hogar: tú.
Volvería a suplicarte abrazos
para curar mi herido corazón,
volvería para impregnarme de tus pelos
porque eran mi mejor vestido,
volvería para compartir la cama
y susurrarte buenas noches
con una sonrisa cansada
-y, sin embargo, de las mejores
que he podido esbozar-,
volvería porque me aterrorizaba
la posibilidad de que sintieras
por un jodido segundo
el corazón vacío,
abandono,
soledad;
volvería por si querías jugar
o mirarme,
o que te abriera la ventana
para que olisquearas el aire.
Para que olisquearas el aire
como me olisqueabas a mí
hasta que te matamos.
Porque el mundo, mi amor,
ya no podía respirarte.
Y un mundo que no puede respirarte
debe irse a la mierda
pero no contigo dentro.
Ahora que eres un ángel: vuela.
Yo seré tu aire.
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