Vinieron a llevarse nuestros árboles
y no dejaron nada.
Un día
un recuadro de tierra sobre la acera
donde no recordábamos
que hubiera habido algo
(porque también
Otro día
murmullo de gentes agrupadas
mirándose entre ellas
pero no a nosotros,
invisibles,
mirando desde lejos.
Y al fin,
no sé cómo pasó,
nos encontramos sin sombra
y apenas el oxígeno nos daba
para comunicarnos las unas y los otros.
“¡Se acabó, se acabó!”
gritaba don Eugenio.
“Vinieron
pero no les vimos”
decía la Lola.
“¡Fueron ELLOS!”
Buscamos por los barrios
las ramas que habíamos tenido
solo porque nos resultaba extraño
no tenerlas.
“¡Son nuestras!”
Se nos pelaba la voz
en cada grito.
Pero por primera vez
las vecinas y los vecinos
conseguimos unirnos.
“Mira que si nos hubieran hablado
de los árboles
nuestros padres...”
De pronto un niño
se atrevió a decir
que su abuelo le había hablado
de las hojas.
Entonces
-no sé cómo pasó,
pero creo que a todes
les sucedió lo mismo-
sentí que florecía en mí
como una antigua semilla de recuerdo.
“¡Lo sabíamos!” gritó alguien.
“SABÍAMOS que estaban allí”.
Pero ya no podíamos hacer nada.
Regresamos a nuestra calle hueca.
Los señores de la mañana
habían olvidado sus metros
sobre el suelo.
Subimos cada cuál a nuestra casa
y al ratito,
sin decirnos nada,
bajamos con las manos
cargadas de semillas
y las depositamos en cada cuadro
abriendo con amor los agujeros
que luego volveríamos a cerrar.
Nos prometimos cuidarlos
de ahora en adelante
nos prometimos cuidarnos,
caminar con los ojos más abierto,
hacer más caso a nuestros niños…
Al menos don Eugenio
se quedó más tranquilo.