miércoles, 21 de mayo de 2014

Esa noche la primavera la había mandado fría y húmeda

Había un sujetador, a pesar de la penumbra podía distinguirlo. ¿Habían dado una fiesta allí? Probablemente no. Más bien parecía que alguien había tirado esa ropa por las gradas intermedias del anfiteatro, esa ropa que la gente no quiere y dona a los pobres en bolsas de plástico pensando que ellos sí van a quererla. En fin, se puso a curiosearla con la vista entre la oscuridad y siguió caminando por las gradas, bajo la luna, con las manos en los bolsillos. Esa noche la primavera la había mandado fría y húmeda, así que llevaba puesta la capucha y por eso tenía las manos heladas. Adelantaba un pie, giraba sobre él y de este modo iba girando sobre sí misma como una bailarina cansada y despreocupada, dando vueltas al anfiteatro; la soledad le devolvía una esencia que perdía en público y que solo se puede recuperar caminando y en silencio. Subió a las últimas gradas, donde adquiría más altura, y se sentó en la piedra. Tenía la sensación de que alguien la observaba; ¿serían unos ojos en aquel árbol? Miró a su alrededor pero, como esperaba, no había ningún alma, la gente se refugiaba en sus casas. Los pavos del parque aullaban a lo lejos, tal vez les molestaba la luz de las farolas, porque nadie les había preguntado a qué hora les venía bien que fueran apagadas, o tal vez solo maullaban porque los humanos eran estúpidos. Pero eso daba igual, porque se oía el ruido de los coches a lo lejos, y más allá veía las luces de algunas casas; desde allí lo veía todo, pero nadie la veía a ella, que, agazapada como un gato, recibía el viento en las mejillas con una leve sonrisa. Se sentía bien de estar viva y poder tocar algo tan muerto como el viento; casi podía cogerlo como a un pétalo con perfume o un bolígrafo roído. No necesitaba más que esa soledad y esa sensación, sí... pero la noche acabaría y llegaría el día siguiente, donde ya no estaría sola, estaría ella misma rellena de muchas más cosas, y rodeada de sonrisas que a veces pasarían por su lado y la harían también sonreír, a veces, pero ya no se sentiría flotar... y probablemente, en su escritorio, podrían encontrarse un puñado de papeles con poemas garabateados, destartalados y mediocres, peleándose entre ellos.


La mayor parte del tiempo vivo confusa
y asustada por la realidad
y le suelto mis púas.
Ni siquiera sé si mis padres
fueron erizos o me adoptó una cobaya
y me crió mal.
Los mayores no pronuncian el amor
a sus hijos porque lo han sufrido
y se lo lanzan como una patata seca
que ellos se empeñan en explorar,
entonces sufren y no hablan más de ello.
Así se perpetúa la eterna tragedia
del no saber querer,
junto a la confusión que nos hace
necesitar a otros para reducir
la incertidumbre de la soledad.
Una patata seca flotando en el mar
es un pésimo flotador.
La mayor parte del tiempo vivo confusa
y asustada
y desconfío de ella tanto como de mí.


No me pidas que no me escupa
en cada palabra,
que no hable con mis vísceras
porque, ¿quién me va a escuchar
si tú no estás?
Yo no puedo comunicarme
y por eso soy silencio.
Mi idioma es el de unos pasos
sin zapatos
y sin pies,
el de una caricia
con las uñas sin cortar,
áspera, áspera como la sal
y dulce como el tiempo que sonríe
y te consume como una taza de té.
Pero también sé de besos en los ojos,
de silencio con los ojos;
no me pidas que tenga párpados
ni orejas
porque tengo palabras calladas
que solo saben ladrar.
Pídeme el infierno, allí puedo arder
por cualquier cosa,
por hablar.
Te prometo que no sé reconocerme
y tengo sueño
de tanto mirarte las pupilas
y no te apagues, por favor,
sé mi infierno, sé mi perro
y te prometo no ladrar
ni prometerme con la muerte.
Por ti puedo ser un gato.
Por ti, soledad.

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