La
chica parecía una princesita: era una princesita. Yo la observaba tímido desde
unas mesas más allá. Quizás no tan tímido, pues no dejaba de mirarla, no podía.
Ella, en cambio, no miraba a nadie, su vista estaba fija en el ordenador y de
vez en cuando subrayaba algo en los apuntes. Yo la veía de frente. Su tez era
de porcelana, pálida, sin imperfecciones; en las mejillas, algo rosáceo tenía
pinta de ser colorete cuidadosamente aplicado. Sus cejas rubias estaban
finamente perfiladas y, más arriba, su cabello rubio suavísimo había sido
recogido en un peinado de princesita. Entre sus pelo asomaba, justo encima de
la frente, una diadema plateada y brillante, con una estrella y algo más que no
podía distinguir en la distancia. Era su corona de princesa. A veces levantaba
la vista y sus ojos se convertían en destellos azules, acentuados por una línea
azul o verde que llevaba dibujada en los párpados inferiores, destellos que lo
atravesaban todo y nada –porque no miraba a nada-.
Por
momentos conseguía concentrarme en mi lectura, pero ésta avanzaba lentamente,
pues a cada instante tenía yo que mirar a aquella princesa como si fuera una
obligación, como para comprobar que seguía allí y comprobar, a través de ella,
mi propia existencia. Incluso tuve la esperanza de que me mirara, de que mi
mirada atraería a la suya de alguna forma mágica y entonces nuestros ojos se
encontrarían… Pero sabía que si eso ocurría mis ojos se apartarían rápidamente,
pues no eran dignos de contemplar a semejante criatura; de modo que llegué a
alegrarme de poder mirarla sin ser descubierto.
Intentaba
analizar cada gesto, cada expresión o movimiento de la chica, como si así fuera
a averiguar algo de ella, de su existencia, de sus propósitos. Sin embargo no
había mucho que observar: casi no se movía, y su cara era del todo inexpresiva.
Únicamente sus rasgos llamaban la atención de forma extraordinaria, aunque tal
vez esa quietud formara parte del misterio.
Había
algo más en todo este proceso. Algo en mi interior que luchaba por hacerse
hueco para llegar, irónicamente, hasta mí. Era una voz muy débil que gritaba y
deseaba ser oída, y decía algo así como: “Basta
ya, tan solo es una chica normal que juega a ser princesa de un imperio que no
le importa lo más mínimo más allá de sus perfectas narices. Tan solo es
belleza.”
Por
alguna razón me empeñaba en no dejar que esa voz me dominara, probablemente
porque ninguna voz o palabra sabe más que un río o un árbol o una piedra.
Me gusta. Es dulce y tierno... No sé, me ha alegrado el día :)
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