La primavera ha llegado,
aprecio desde el autobús.
Tras el cristal,
veo el mundo mientras avanzamos.
No tengo ojos para el asfalto o las farolas,
aunque sí para las casas sueltas que se pierden
entre la maleza.
Me gustaría vivir cómodamente en una de ellas.
Veo así los árboles en las laderas,
las praderas, todas verdes.
No molestan los árboles de tonos pardos
ni los que todavía carecen de hojas.
No molesta la jugosa tierra
dispuesta para el cultivo.
Casi puedo oler desde aquí el perfume del barro.
Casi puedo cogerlo
y apretarlo entre entre mis manos,
arrimármelo a la cara e inspirar muy fuerte
bajo el confortante sol de las diez de la mañana.
De pronto, algo me hace cosquillas en la mano.
Una diminuta planta está creciendo en mi diario.
Pequeños tallos se extienden también
por el asiento vacío de al lado,
desperezándose.
Por el techo empiezan a avanzar enredaderas.
Una morada flor sale por la rejilla del aire.
Una mariquita me recorre el brazo...
¿sabe que sonrío?
Ya no hay un dentro-fuera,
el pasillo del autobús
es un camino de tierra.
Al volver a mirar por la ventana
me encuentro sola,
sentada en el suelo en medio de la nada del todo.
Siento pánico porque la mariquita ya no está,
pero un pájaro pía desde una rama
y me consuela su presencia.
Busco cobijo debajo de un árbol.
Me quito los zapatos.
"Supongo que ya he llegado a mi destino",
me digo.